Tengo la impresión de que
con la muerte de Alfonso Sastre desaparece una determinada mirada de la
literatura, un modo de escribir sobre la realidad, una intencionalidad en la
escritura. Pero no estoy del todo seguro, la literatura es siempre al fin y al
cabo una forma de reflexión sobre la realidad, una manera de deliberar sobre lo
que uno es como individuo y lo que se es con relación a los demás, a los lazos
comunitarios, con lo que cada etapa literaria es distinta, pero responde al
final a unos mismos patrones o preocupaciones o curiosidades. Cambia la
anécdota, se mantiene la esencia.
Quizá lo que desaparezca
con él es la figura del escritor comprometido, politizado, firme defensor de
una causa. Alfonso Sastre fue, hasta principios de los setenta, militante del
PCE, sus discrepancias con la línea de Carrillo y los pactos posibilistas de
este partido le condujeron a la ruptura. Luego vino su atracción por lo que
sucedía en el País Vasco, su traslado a Hondarribia y su apoyo a una
determinada opción, la más radical, la que planteaba una ruptura y una
transformación social, aunque los métodos empleados en la idílica Vasconia
muchas veces no auspiciaran la idea de que aquella sociedad a construir fuera a
forjar realmente una sociedad libre. Claro que es muy cómodo hablar desde el
presente, cuando todo aquello acabó y resulta por tanto más llevadero juzgar
ahora su compromiso o sus idealizaciones, las de Sastre o las de cualquier
persona que en aquel momento optara por el compromiso, para bien o para mal,
cuando esa etapa de la historia vasca, y por ende española, está en parte
cerrada, aun cuando coleen todavía sus consecuencias, algunas a todas luces
nefastas, podemos ahora calificar abiertamente algunos episodios de entonces
porque ya sabemos el resultado, tenemos más idea de los efectos humanos
demoledores, quizá haya algo más de empatía hacia la otra parte, siempre hay otra
parte cuando uno se sitúa en la política, al igual que en la vida, podemos así
amoldar lo que pensábamos entonces a lo que ocurrió y justificar nuestras
posiciones, reinterpretarlas, distinto es haberlo vivido en cada momento,
interpretar y decidir en cada instante, cuando los hechos estaban ocurriendo
ante nuestros ojos, asumir de otro modo ciertos aspectos puede que ahora
inasumibles o darse cuenta de la inviabilidad de muchos proyectos, tuvieran o
no peso o tocaran poder, o se mantuvieran a la contra, en una resistencia
activa, militante. Es muy fácil desde luego ubicarse en la escena cuando todo
ha ocurrido ya y mostrarnos de este modo en la línea correcta o más ecuánime o
más acertada o más oportuna.
Hay quien lo tenía muy
claro en su momento y lo tiene claro ahora, la misma actitud, sin un ápice de
cuestionamiento, en un convencimiento de que por su boca sale siempre la verdad
absoluta. Incluso existe la figura del
fanático. Hace unos días moría Abimael Guzmán, que defendió hasta su muerte la
misma línea política y tachó a los demás de enemigos a eliminar, más cuando
discrepaban con sus posiciones, incluso a quienes defendían un matiz apenas
diferente del suyo, estos eran los peores, unos revisionistas a los que no
cabía perdonar ni tolerar. Desde luego, Alfonso Sastre no era de estos, no cabe
la más mínima comparación, sería insultante plantearla, él admitía la duda como
mecanismo de incidir en la reflexión y pensar, en su convencimiento cabían
múltiples variantes y circunstancias. Lo vemos en sus personajes, tan humanos. Pero
no cabe la más mínima duda de que él optó por una posición y una firmeza que no
fue la habitual entre los participantes de la tertulia del Café Gambrinus en la
que él participó en sus inicios literarios y cuando ya empezaba a ser un
escritor reconocido. No es que en ella se desdeñara la discusión política, al
contrario, la hubo. Pero a todas luces en aquel grupo Alfonso Sastre fue quien
optó por una militancia y una tenacidad más firmes, quien actuó y por tanto se
convirtió en blanco de las discrepancias y de las críticas y de los juicios de
valor. Y ahora de lo políticamente correcto y cierta reescritura de la
historia, o de eso tan horrendo como es el
establecimiento del relato. Es cierto al fin y al cabo que quien actúa va a
tener sus aciertos y sus errores, sus claroscuros.
No es por lo demás tan
fácil poseer convicciones y mantenerlas, a veces a contracorriente, a menudo
uno tiende a tirar la toalla, dedicarse a otra cosa, lanzar por la borda todo
un bagaje político porque es, sencillamente inasumible para sí mismo o puede
que se produzca por endeblez personal o por falta de certeza o de seguridad.
Tampoco lo juzgo. Cada cual sabe lo que hay en su cabeza y en su vida, ha de
lidiar con sus principios y sus culpas, nadie puede erigirse en juez de los
demás, puede que ni siquiera de sí mismo, es incluso un consejo evangélico, «no juzguéis para no ser juzgado». En
gran medida, todo ello lo refleja perfectamente Aitor Merino en su documental Aitor eta biok, todo un referente para
afrontar el conflicto vasco, o cualquier conflicto, mostrando bien a las claras
las dudas, la necesidad constante de darle la vuelta a las propias convicciones
porque hay siempre bastantes matices y hasta hay momentos en que sólo cabe
decir que no se sabe, no se opina, no se tiene nada claro. Pero la presencia
omnisciente de los tertulianos mediáticos ha hecho mucho daño porque obligan
siempre a tener opinión y opinar de todo, sin una brecha en el discurso y mucho
menos en las convicciones. Me temo que los mortales no poseemos nunca, en el
fondo, tantos convencimientos.
Para mí Alfonso Sastre
estará vinculado a otro escritor, José Bergamín, al que acogió en Hondarribia. Se
trató para este último de un exilio interior después de una larguísima inadaptación
a los nuevos tiempos, él mismo dijo que se iba a la parte de España que menos
se parecía a esa nueva España en la que no se reconocía, atrapado como Max Aub
en la añorada República Española.
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