Tremendo resulta el
testimonio de Miguel Martínez del Arco sobre la larga prisión de sus padres.
Afronta la terrible historia novelándola, barnizando la realidad con la
ficción, ya sabemos que, si la escritura es a todas luces terapéutica, acudir a
la ficción permite tal vez suavizar los efectos más dolorosos en quien es hijo,
a la vez que nos permite a los demás conocer detalles de la intrahistoria con
más concreción.
El resultado, fruto de
una búsqueda previa de datos y acceso a no pocos archivos, es la novela Memoria del frío. Nos cuenta en ella la
historia de Manolita del Arco, que fue la mujer que más tiempo pasó en prisión
bajo el franquismo, diecinueve años nada menos, por una militancia política que
consistió en reconstruir la red militante de un partido, sin que nunca acudiera
a la lucha armada ni cometiera actos violentos contra un régimen que se impuso
tras una guerra (in)civil impulsada por buena parte de quienes fueron después sus
mandatarios, y también nos narra la de su padre, Ángel Martínez, que por los
mismos motivos pasó un tiempo similar. Ambos estuvieron en varias cárceles,
ambos por separado recorrieron varias provincias, en un demoledor viaje
penitenciario. El poeta Marcos Ana, que ostenta el triste título de ser el
preso político con más tiempo en la cárcel, pasó veintidós años en ella.
Conocemos sus nombres y
ahora sabemos sus historias respectivas y en común gracias al libro. También nos
consta lo sucedido con otros presos, aquellos nombres más conocidos que
padecieron la represión y que por circunstancias varias, por ser sobre todo
personas relevantes, sabemos de sus vicisitudes. Pero para la mayor parte de
toda esa disidencia quedará el olvido, apenas recordadas sus historias más que
por un puñado de descendientes, una mera anécdota en un país que en su conjunto
tampoco parece que quiera recordar. Que ha caído en cierta banalización del
pasado. Ni siquiera recibieron muchos de ellos, sobre todo los fusilados en la
primera hora de la dictadura, una sepultura digna, no hay ni siquiera lugar
para recordarlos, para que sus hijos y nietos los puedan evocar. Aunque los que
sí tienen sepultura, me temo, también serán objeto de olvido.
Luego están los que padecieron
cárcel o trabajos forzados. Salieron vivos de sus experiencias, pero sin duda
no podemos decir que salieran sanos de ellas. Muchos optaron por el silencio,
por callar sus experiencias, por no abrir más unas heridas aún dolientes, por
mantenerse discretos los años que quedaron de dictadura, sin duda hubo quienes
no vieron su final.
Los martes y miércoles suelo
pasar por delante de las minas a cielo abierto que hay en la zona de Gallarta y
de Abanto-Zierbena. Son heridas en la propia tierra, testimonio de un trabajo
duro, el de los mineros, realizado en condiciones nefastas. Voy con tiempo a mi
cita semanal, bajo un poco antes y ando por delante de esas heridas abiertas
entre montículos y montes. El paraje impresiona, es atractivo, imponente y
también se intuye la brutalidad para quienes trabajaron allí. He leído sobre la
dureza de la mina. El doctor Areilza, en esta zona, cuidó a muchos trabajadores
accidentados o enfermados por las condiciones de la faena. Hubo también huelgas
por la mejora de las condiciones de trabajo y de vida. Sobrecoge la mera
contemplación de ese paisaje que permite imaginar lo que debió de ser la vida
entonces.
Lo que descubrí una tarde
fue además que hubo presos políticos obligados a trabajos forzados en ese
lugar. No lo supe porque hubiera alguna placa o algún tipo de indicación
oficial, sino porque así lo recordaba una pintada sencilla sobre uno de los
bancos desde el que se puede contemplar hoy el paraje. Lo descubrí en la misma
fecha en que estaba leyendo Memoria del
frío. Imposible por tanto no asociar la experiencia de quienes aparecen en
el libro con nombre y apellido con los de aquellos presos cuyos nombres,
seguramente, nunca llegará nadie a conocer. Sin duda habría historias muy
parecidas a la que cuenta Miguel Martínez del Arco en su novela y testimonio
que nunca deberían olvidarse, pero que se olvidarán sin duda.
En esta constante
revisión de la historia o de uso infame del pasado, habrá quien justifique o
atribuya en parte las situaciones ignominiosas que padecieron los represaliados,
puede también que se escude en una cierta equidistancia, los otros también
abusaron, mataron, reprimieron, causaron un daño innecesario. Pero no es de
esto de lo que hablamos. Tampoco es lo que se narra en Memoria del frío, aunque el autor no lo rehúye del todo, lo cita en
su novela. Se trata simplemente de dejar constancia de lo tremendo que fue que
hubiera personas perseguidas, encarceladas, fusiladas o torturadas por motivos
de ideas, por respaldar proyectos colectivos, aun cuando no estemos de acuerdo con
su ideario, ya fueran el que defendían Manolita del Arco y Ángel Martínez, ya
fuera cualquier otro, tanto del bando republicano como por cualquier otro
motivo. Incluso hubo represión entre los disidentes del bando levantado en
armas el 36. Un año después del inicio de la guerra, el gobierno del bando
nacional aprueba el Decreto de Unificación, por el que funde en una única
organización a los diversos grupos que apoyaron la sublevación. Esto no sentó
bien a algunos falangistas o a determinados núcleos carlistas. Manuel Hedilla, camisa vieja, mostró bien a las claras
su desacuerdo y encabezó un grupo disidente que fue reprimido. Se calcula en
seiscientos los falangistas represaliados.
Pero no, no es esto lo
importante, no lo es el ideario de quien sufrió la represión, sino que la
sufriera. Juan Gelmán lo explicó perfectamente: cuando se mata a alguien por
motivos políticos, la clave hay que ponerla siempre en el acto de matar, nunca
en los motivos. Por extensión, lo podemos aplicar en el tema de la represión.
De allí que sean tan importantes testimonios como el de Miguel Martínez del
Arco.
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