Hace tres meses el
escritor Manuel Vilas publicaba un artículo (El País, edición del 9 de
septiembre) en el que destacaba la actitud arisca, como enfadada y amarga, de
Manuel Umbral ante la vida, ante la realidad. Cómo no, recordaba aquella
entrevista en televisión que se convirtió en un tópico, viral se diría hoy,
cuando lanzó su ya famoso y repetido hasta la saciedad «yo he venido a hablar de mi libro» al sentirse ninguneado por la
presentadora, Mercedes Milá, en una conversación inane, intrascendente, puede
incluso que la considerase una charla bobalicona.
Esta entrevista, con el
correspondiente enfado, se realizó en 1993, ya era Francisco Umbral un escritor
y un periodista renombrado, un tanto cínico, ceñudo y áspero con la realidad.
Se había dejado atrás la década de los setenta, la de los primeros cambios
políticos y sociales, y la de los ochenta, la que dicen que fue una época
alegre, desenfadada, esperanzadora, pero también para muchos un tanto
decepcionante, se podría escuchar el retintín de un no es esto, no es esto orteguiano en pleno inicio de la
posmodernidad y que repetirían no pocos de los testigos de aquel tiempo.
Para Umbral esa última actitud
responde a un sentimiento, el de desencanto, lo emplea en 1977 al acaba su
libro El año que llegué al Café Gijón,
al reflexionar sobre el sempiterno tema de la literatura y la vida, «¿Para qué insistir en la literatura,
entonces –escribió como párrafo final–, me
preguntaba yo, sin esperanza ya de que la literatura fuese la salvación de
nada, sino el más mediocre compromiso con la historia? Había que empezar donde
él –este él era Ramón Gómez de la
Serna– había terminado. En el desencanto».
No es casualidad que Jaime Chavarri, en el mismo momento en que Umbral escribía
seguramente este libro memorístico, presentase su documental sobre los Panero –los
tres hijos y la viuda del poeta Leopoldo Panero– y emplease para titularlo esa
misma palabra, ese sentimiento, El
desencanto.
Para muchos, los más
jóvenes o los más interesados, se abría una nueva época, pronto llegaría el
desengaño, debía causar no poca desazón el paso del tiempo y comprender que la
normalidad es otra cosa, no lo que esperaban, claro que ahora vivimos imbuidos
en él, en un desencanto permanente, cuando los momentos de esperanza, además,
duran bien poco, no llegan ni al lustro, tal vez por esto no lleguemos a
comprender la dimensión de ese sentimiento de desencanto o lo sintamos de otro
modo, cuando comprendemos que nada es lo que esperamos, pero lo percibimos bien
pronto, apenas iniciada la esperanza.
El año de ilusión para
Francisco Umbral tal vez fuese 1961, cuando se trasladó a Madrid desde
Valladolid, donde tres años antes había comenzado su carrera periodística,
también la de escritor ya público, o sea, leído, y es en Madrid donde podría
emprender su labor literaria con fuerza, con esperanza de destacar, de ser
alguien, pero no destacar por destacar, sino para que se le leyera y aportar lo
propio a esa sociedad con la que todo escritor está al fin y al cabo entretejido.
Es un Madrid que ya
empieza a despegarse de esa capa amarga de la posguerra de la que nadie habla o
se hablará poco durante mucho tiempo, casi a escondidas, y aun cuando la
dictadura mantiene un ambiente asfixiante y rancio, comienzan a ganarse
pequeños ámbitos de intimidad libre. Es el Madrid de los cafés –el Gijón, el
Teide, el Lyon, el Comercial–, donde ya se han recuperado la tradición
capitalina de las tertulias de escritores y aspirantes, donde se leen revistas literarias
que surgen por doquier, en Madrid y en toda España –la revista Garcilaso de José García Nieto, Ramón de
Garciasol y Jesús Juan Garcés, La
estafeta literaria, de Rafael Morales y Luis Ponce de León, la revista Punta Europa, de Vicente Marrero y
Domingo Paniagua, la revista ínsula de
José Luis Cano y Enrique Caneto, la revista Ágora,
de Concha Lagos y Medardo Fraile–, es también el Madrid del Ateneo revitalizado
por Florentino Pérez Embid, parece recuperarse el dinamismo literario y
artístico, aunque el propio Umbral reconocerá que «se había perdido la frescura intelectual de antes de la guerra»,
esa edad de plata de la cultura española ya no se recuperará, pese a que es casualmente
(o no tan casualmente) el ámbito de la cultura el que mantiene el contacto
entre las dos Españas, la del interior y la del exilio.
En El año que llegué al Café Gijón Umbral retrata ese Madrid literario
y artístico. Es un maravilloso manual de literatura, así podría leerse, mucho
mejor que no pocos vetustos manuales escolares que desalientan más que animan
la lectura. Francisco Umbral no sólo realiza un recorrido por los espacios
físicos y mentales de la cultura del momento, también reflexiona sobre la
cultura y el papel de la literatura. No en vano hay un intenso debate sobre el
arte social o el grado de compromiso con la realidad o con los idearios al uso
en aquel momento. Y sin desmerecer el carácter subversivo, Umbral parece
decantarse: «Por eso –escribe– lo más subversivo es hacer arte puro, poesía
pura, escritura pura, música, ya que el arte nace glorioso de la grieta
inmensa, de la brecha».
Este libro y en general
toda la obra de Francisco Umbral es pura vida, pura literatura, es una
escritura de quien decide que la literatura es un modo de vida, no un mero
entretenimiento, un parte del ocio para el fin de semana o para alguna tarde
libre, mero postureo diríamos hoy, una actitud la suya de quien asume también
el desaliento de la realidad, lo cual no quita un ápice a la fuerza de la
literatura, al contrario, refuerza su presencia, aun cuando acabe siendo
refugio de desengañados.
Manuel Vilas, en el artículo
mencionado al inicio, acaba añorando la incorrección literaria –y por tanto
vital– de Francisco Umbral, en estos tiempos de actitud siempre correcta y
comedida, en el que el periodista y escritor se hubiese sentido a todas luces
fuera de lugar, aunque no creo que aceptase estar fuera de juego, en este mundo
de libertad teórica. Leerlo, por tanto, se convierte casi en una necesidad, en
un modo de contrarrestar tanta memez y tanto simplismo de los tiempos actuales.
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