La Suburra era un barrio
de la antigua Roma situado en las colinas del Quirinal y del Virminal en cuya
parte alta vivían los patricios, los senadores y los caballeros de la urbe,
mientras que en la parte baja, más populosa, se hallaba un subproletariado urbano
con amplias zonas marginales, de mala fama y a todas luces violenta. La propia
palabra Suburra en italiano, incluso
hoy, se refiere más a este significado, una zona con actividades un tanto
obscuras y peligrosas.
Nos imaginamos esos
barrios de calles estrechas y gente fosca, siempre bajo una atmósfera tenebrosa.
La literatura y el cine nos ha creado en gran medida un estereotipo de la
marginación urbana y nuestra propia memoria nos retrotrae a los años setenta y
ochenta, cuando en las ciudades campaban a sus anchas la delincuencia y la
droga. En España tenemos todo un subgénero, el cine quinqui, que reflejaba el
día a día de algunos barrios de Madrid –lo era entonces Chueca, en el centro,
Vallecas o Vicálvaro, hoy lo sería la Cañada– o Barcelona –con La Mina o
Belvitge, y el denominado Barrio Chino,
en la parte baja de la zona conocida hoy como Raval, por donde se movía a sus
anchas Jean Genet–, pero los había en muchas otras ciudades, como lo fue la
zona de la palanca de Bilbao, hoy
apenas una brizna de lo que ha sido, donde por cierto confluía el proletariado minero
con los señoritos bilbaínos de parranda.
En plenos años ochenta se
volvió muy popular una serie norteamericana que describía ese mundo de la
marginación y la violencia, Hill Street
Blues, que en España se emitió como Canción
Triste de Hill Street, en la que la cotidianidad de una comisaría de
policía nos daba una idea de la vida de una suburra de nuestros tiempos.
La violencia y la
marginación de esta serie o las del cine quinqui son evidentes y visibles,
conocidas y reconocidas por todos, pero había también un submundo más escondido
pero no por ello menos violento, aunque más implicado en los aparatos del
poder. Ni que decir tiene que la mafia –la de las películas y series, pero
sobre todo la real– se mueven con otros criterios no siempre tan palpables, sin
estar por ello carentes de rasgos crueles o sanguinarios. La extorsión o la
trata de blancas, por ejemplo, existen sin que seamos conscientes de su
presencia en nuestras ciudades, apenas nos suena su existencia, a menudo de un
modo vago e impreciso.
Hay otro peldaño más
sutil, menos conocido, sospechado todo lo más, el de las conexiones con el
poder, con el Estado, con los aparatos políticos y órganos de decisión, algo
que en Europa y Estados Unidos puede parecernos imposible, apenas un argumento
para la literatura y el cine, pero por completo irreal, al menos en democracias
tan consolidadas y civilizadas como las nuestras, sólo propio de países
sudamericanos o africanos, creemos, en los que lo que campa es la corrupción y
la violencia, y a veces se afirma en un gesto de superioridad moral, sin darnos
cuenta de lo que pasa por nuestros lares.
En 2015 Stefano Sollima
realizó Suburra, una película que
mostraba la implicación de esos bajos fondos y de la mafia con el poder
político, cómo se asociaban las instituciones del Estado con el hampa para
perseguir beneficios a partir de operaciones urbanísticas y empleando la
violencia y la ocultación como métodos cotidianos. Se basa la película en una
novela de Carlo Bonini y Giancarlo de Cataldo, situando los hechos en 2013,
durante la renuncia del Papa Benedicto XVI, unos hechos ficticios, sin duda, aunque
podríamos aplicar aquello de que la realidad supera la ficción, como afirmara
Oscar Wilde.
La película es dura y
directa, no nos da tregua alguna. Vemos un mundo político corrupto, inmoral, entrelazado
con grupos y clanes, muchos de estos formados por nuevos ricos ansiosos por la
ambición y para quienes todo es válido, no hay límites. No es ni de lejos una película
políticamente correcta, desde luego, y verla desasosiega, sobre todo porque
vemos incluso al lado más humano de quien maneja los hilos de todo el
desaguisado sangriento que narra, ese personaje al que llaman el samuray, que no parece tener el más
mínimo reparo en su actividad criminal, pero que vemos casi al final en un
gesto sensible y emotivo por el que se nos iguala sin duda.
Es difícil saber qué ocurre en las tramoyas
del poder, de los diversos poderes. Visto lo visto, no hay lugar para mucha confianza,
el orden del mundo parece sostenerse en múltiples inmoralidades. El bienestar
de algunos países se sustenta en la miseria de tantos otros, mientras que el
día a día político se mantiene a golpe de corruptelas y crímenes que preferimos
ignorar. Tal vez sea cierto lo que insinúa el Talmud, el ojo humano es incapaz de
ver todos los demonios que pueblan la tierra.
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