domingo, 20 de octubre de 2019

Suburra


La Suburra era un barrio de la antigua Roma situado en las colinas del Quirinal y del Virminal en cuya parte alta vivían los patricios, los senadores y los caballeros de la urbe, mientras que en la parte baja, más populosa, se hallaba un subproletariado urbano con amplias zonas marginales, de mala fama y a todas luces violenta. La propia palabra Suburra en italiano, incluso hoy, se refiere más a este significado, una zona con actividades un tanto obscuras y peligrosas.

Nos imaginamos esos barrios de calles estrechas y gente fosca, siempre bajo una atmósfera tenebrosa. La literatura y el cine nos ha creado en gran medida un estereotipo de la marginación urbana y nuestra propia memoria nos retrotrae a los años setenta y ochenta, cuando en las ciudades campaban a sus anchas la delincuencia y la droga. En España tenemos todo un subgénero, el cine quinqui, que reflejaba el día a día de algunos barrios de Madrid –lo era entonces Chueca, en el centro, Vallecas o Vicálvaro, hoy lo sería la Cañada– o Barcelona –con La Mina o Belvitge, y el denominado Barrio Chino, en la parte baja de la zona conocida hoy como Raval, por donde se movía a sus anchas Jean Genet–, pero los había en muchas otras ciudades, como lo fue la zona de la palanca de Bilbao, hoy apenas una brizna de lo que ha sido, donde por cierto confluía el proletariado minero con los señoritos bilbaínos de parranda.

En plenos años ochenta se volvió muy popular una serie norteamericana que describía ese mundo de la marginación y la violencia, Hill Street Blues, que en España se emitió como Canción Triste de Hill Street, en la que la cotidianidad de una comisaría de policía nos daba una idea de la vida de una suburra de nuestros tiempos.

La violencia y la marginación de esta serie o las del cine quinqui son evidentes y visibles, conocidas y reconocidas por todos, pero había también un submundo más escondido pero no por ello menos violento, aunque más implicado en los aparatos del poder. Ni que decir tiene que la mafia –la de las películas y series, pero sobre todo la real– se mueven con otros criterios no siempre tan palpables, sin estar por ello carentes de rasgos crueles o sanguinarios. La extorsión o la trata de blancas, por ejemplo, existen sin que seamos conscientes de su presencia en nuestras ciudades, apenas nos suena su existencia, a menudo de un modo vago e impreciso.

Hay otro peldaño más sutil, menos conocido, sospechado todo lo más, el de las conexiones con el poder, con el Estado, con los aparatos políticos y órganos de decisión, algo que en Europa y Estados Unidos puede parecernos imposible, apenas un argumento para la literatura y el cine, pero por completo irreal, al menos en democracias tan consolidadas y civilizadas como las nuestras, sólo propio de países sudamericanos o africanos, creemos, en los que lo que campa es la corrupción y la violencia, y a veces se afirma en un gesto de superioridad moral, sin darnos cuenta de lo que pasa por nuestros lares.

En 2015 Stefano Sollima realizó Suburra, una película que mostraba la implicación de esos bajos fondos y de la mafia con el poder político, cómo se asociaban las instituciones del Estado con el hampa para perseguir beneficios a partir de operaciones urbanísticas y empleando la violencia y la ocultación como métodos cotidianos. Se basa la película en una novela de Carlo Bonini y Giancarlo de Cataldo, situando los hechos en 2013, durante la renuncia del Papa Benedicto XVI, unos hechos ficticios, sin duda, aunque podríamos aplicar aquello de que la realidad supera la ficción, como afirmara Oscar Wilde.

La película es dura y directa, no nos da tregua alguna. Vemos un mundo político corrupto, inmoral, entrelazado con grupos y clanes, muchos de estos formados por nuevos ricos ansiosos por la ambición y para quienes todo es válido, no hay límites. No es ni de lejos una película políticamente correcta, desde luego, y verla desasosiega, sobre todo porque vemos incluso al lado más humano de quien maneja los hilos de todo el desaguisado sangriento que narra, ese personaje al que llaman el samuray, que no parece tener el más mínimo reparo en su actividad criminal, pero que vemos casi al final en un gesto sensible y emotivo por el que se nos iguala sin duda.

Es difícil saber qué ocurre en las tramoyas del poder, de los diversos poderes. Visto lo visto, no hay lugar para mucha confianza, el orden del mundo parece sostenerse en múltiples inmoralidades. El bienestar de algunos países se sustenta en la miseria de tantos otros, mientras que el día a día político se mantiene a golpe de corruptelas y crímenes que preferimos ignorar. Tal vez sea cierto lo que insinúa el Talmud, el ojo humano es incapaz de ver todos los demonios que pueblan la tierra.


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