jueves, 28 de noviembre de 2019

La revolución no huele a rosas


La revolución no huele a rosas. Se le atribuye a Lenin tal afirmación. Cualquier ruptura del orden conlleva tensión, excesos, crueldades, abusos, violencias, desmesura, arbitrariedades, despotismos e injusticias. Sobre todo cuando se parte de situaciones de opresión y de miseria. Rusia sufrió todo eso, sin duda, y así lo cuenta Manuel Chaves Nogales en su novela El maestro Juan Martínez que estaba allí y que narra lo que el periodista recogió del propio protagonista, un artista real que conoció en París, y su compañera Sole, cuando por circunstancias recayeron en tierras rusas y ucranianas a punto de estallar la revolución soviética. Vivieron el ascenso de los soviets y la posterior guerra civil, asistieron a la locura de un enfrentamiento que tuvo, sí, mucho de venganzas y arbitrariedades. Sin duda no fueron éstas muy diferentes a lo que viera el propio autor durante la guerra civil española y que recogió a su vez en A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España. El periodista apuntó los desmanes de ambas partes, aunque no se le puede acusar de equidistante en el mal sentido que se le da hoy a la equidistancia, no lo fue en absoluto, era republicano, próximo a Manuel Azaña, por tanto no era comunista ni anarquista, es cierto, pero tampoco simpatizó ni lo más mínimo con los levantados en armas, y sufrió el exilio. Murió en Londres en 1944.

En su relato sobre lo sucedido en Rusia se habla del hambre, de los excesos criminales de blancos y rojos, del ambiente de duda y recelo que podía llevar a cualquiera a la muerte, describe el terror de las chekas o la actitud vengativa y cruel de los zaristas o de las tropas polacas cuando invaden Ucrania, con vistas a ocupar Rusia entera y resarcirse de la historia. Porque la historia está llena de motivos para la venganza en quien sólo ve las razones propias y rechaza las contrarias. O las disidencias internas, muchas veces peor consideradas porque entrañan, para los puristas, que son siempre quienes ostentan el poder, las semillas de la traición. Que se lo digan a los trotskistas rusos y a tantos otros militantes comunistas que fueron juzgados, reprimidos, encarcelados, torturados, desaparecidos y fusilados. El historiador marxista Pierre Broué lo cuenta en su libro Comunistas contra Stalin (hay edición en castellano en la editorial Sepha).

Chaves Nogales describe ese ambiente de tensión constante, de miedo, de pánico cada vez que uno de los bandos en liza se impone. Desde luego, no debió de ser muy diferente el ambiente en la calle durante la revolución francesa, por ejemplo, o durante la guerra de la independencia en España, con el levantamiento del pueblo contra el ocupante francés y las sospechas de todo aquel que no fuera afín a la causa española, sin brecha alguna. El mundo de las ideas es siempre el primero en caer, las ideas son siempre sospechosas de poca firmeza, de debilidad y de segura traición. Los afrancesados lo supieron bien. José Antonio Gabriel y Galán lo expuso a la perfección en su novela El bobo ilustrado.

Del terror de la revolución francesa o de esa guerra en España –habría tres más durante el siglo XIX, éstas civiles– no se suele hablar mucho. Tal vez porque haya pasado bastante tiempo, no tenemos siquiera testimonios directos y los efectos se disipan, pero quizá sea también porque cambia la actitud según los resultados, y qué duda cabe que nuestro modelo político actual le debe mucho a aquella revolución francesa, la de los derechos y la ciudadanía, la de los principios liberales que proclamó y el acceso de la burguesía al poder, mientras la revuelta española supuso una vuelta a la legitimidad española. Pero no estuvieron exentas de barbaries. Se mira hacia otro lado, cada cual ve las cosas según le vaya en la fiesta y no se quiere reconocer esa parte negativa, sangrienta y opresiva de quienes sufrieron el sometimiento a los procesos colectivos y a las razones de tales procesos.

Porque ésta es otra, la cuestión de lo colectivo y lo individual, pero sobre todo la fuerza de la razón cuando se plantean procesos colectivos. Lo afirmaba hace unos días una dirigente política catalana al ser interpelada sobre algunos enfrentamientos en Cataluña a raíz de la huelga en las universidades, los derechos colectivos están por encima de los derechos individuales, dijo, pero esto no fue lo peor –hasta cierto punto es válido que se anteponga lo colectivo a lo individual, siempre y cuando se reconozca a lo individual sus compensaciones y derechos–, sino que añadiera además que estaba la fuerza de la razón que debía guiar el proceso, el de ellos o cualquiera que estuviera legitimado por la Razón (léase nuestras verdades). No sé si era plenamente consciente de lo que estaba diciendo, que una de las razones en liza legitimaba la negación de los derechos a quienes no la compartían, o lo que es lo mismo, una determinada posición política que se imponía por ser la causa verdadera y única. Casi le faltó acudir a la gracia divina.

Al final la historia de la humanidad es la historia de sus crímenes. Es la naturaleza humana, podría decirse, por desgracia. Y ante los crímenes las ideas tienen poco espacio. En el libro de Chaves Nogales aparece un solo momento en que los problemas se plantean de un modo político, lo hace Trotsky que acude a Kiev para enfrentarse a las protestas de un pueblo pauperizado. Claro que quita responsabilidad en la situación al aparato del Estado Soviético para otorgársela a ese pueblo que debe incidir en la realidad política. No sabemos si hay ironía en el autor –¿cómo va a incidir un pueblo que no tiene ni para comer?– o si ve la grandeza del orador que acabará, no obstante, siendo castigado y finalmente asesinado por ese sistema que ayudó a levantar.

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