jueves, 14 de noviembre de 2019

«El Palacio de los Sueños»


El asesinato de Trotski, apenas una anécdota en la trágica historia del siglo XX, lo escribía al rememorar la figura de Ramón Mercader, se preparó y ordenó desde una maquinaria estatal represiva, implacable, arbitraria y asfixiante. Es difícil imaginar el ambiente que se respiraba bajo el régimen de terror que impuso Stalin. Poco importa además que en apenas veinte años el hombre de acero se aupara en el poder de un país que salía de la revolución y la guerra civil, y lo dejara triunfante tras las IIª guerra mundial, industrializado y presto a ser la potencia antagónica a los Estados Unidos, lo central es que heredó la fuerza liberalizadora de la revolución –revolución que se llevó a cabo, no se olvide, para liberar a las clases desposeídas y dotarlas de las herramientas del poder para su propia emancipación– y lo convirtió en un horror, en una tiranía que varios lustros después la imitaron y superaron otros sátrapas que en nombre de esa misma libertad y emancipación ejercieron una opresión tremenda, más sanguinaria y asfixiante si cabe. Sólo quienes han vivido bajo esa maquinaria o alguna similar sabe lo que significa en la vida cotidiana vivir bajo esa tensión y esa desconfianza permanentes.

A todas luces, aquel crimen y aquel aparato despótico ratificó lo afirmado por Lord Acton cuando escribió en una carta dirigida al obispo Mandell Creigthon que «el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente», afirmación ésta que se convirtió en una máxima asumida ampliamente. En dicha carta, el historiador católico británico polemizaba con el referido obispo acerca del carácter cruento del Papado en los periodos más siniestros de la institución y no estaba de acuerdo con rebajar, como pretendía el jerarca, la crueldad y la tiranía de la misma en el momento de mayor corrupción institucional, sin importarle además que hablasen de la cabeza de una Iglesia en la que creía y se apoyaba, y de una religión que también en su momento significó para millones de personas la emancipación, la dignificación y la esperanza.

El poder corrompe y lleva muchas veces, si no se le pone remedio, a sufrir la tiranía. Incluso la prudente democracia liberal, en teoría basada en un equilibrio de poderes y en la asunción y aceptación de unas reglas de juego que reparte la soberanía entre la ciudadanía corre el peligro de degradarse y convertirse en un aparato engorroso e inamovible, una mera fachada tras la que se esconde una fuerza corrupta y contraria a los propios valores que se dice defender. Ni siquiera importa que las opciones que se lanzan a la arena política, incluidas las emancipatorias, estén defendidas por millones de personas en las calles o en las urnas, ya sabemos a estas alturas que otras movilizaciones y otras urnas sirvieron también para corromper absolutamente la realidad y convertirla en un infierno.

Tal vez tenga razón William Golding al situar en el ser humano las semillas del mal y su tendencia a la tiranía, tal como parece defender en su novela El Señor de las moscas. Ese grupo de muchachos que acaban en una isla desierta no reproducen una sociedad ordenada y libre, no se constituyen en un Robinson Crusoe colectivo, portador de los valores de la civilización precisa e ilustrada, sino que establecen unas relaciones de poder abusivas. Habrá quien crea, entonces, que para eso la sociedad se dota de instrumentos de convivencia, el Estado por ejemplo, aunque a veces uno no puede menos que darle la razón a Bakunin y contemplar el Estado como «nada más que esta dominación y explotación regularizada y sistematizada».

Sea lo que fuere, nos encontramos con la organización política establecida, con sus legitimidades y sus legalidades, ninguno formamos parte del contrato social primigenio, nos lo encontramos todo hecho, a veces las tiranías construidas como una verdadera cárcel institucional, a veces democracias liberales que saben muy bien esconder sus despojos bajo la alfombra. De un modo u otro, y desde luego salvando las distancias, nos encontramos dentro de un sistema que tiende a corromperse.

Lo muestra bien a las claras Ismaíl Kadaré en su novela El Palacio de los Sueños, explica en la persona de su protagonista el modo en que ese ambiente turbio, asfixiante, tenebroso del poder se va apoderando de cada uno de nosotros, aun cuando intentemos asistir a esa atmósfera envolvente con cierta distancia, pretendamos cumplir nuestra misión en la vida de la mejor forma posible, a veces incluso nos dejemos llevar sin grandes pretensiones y comprendamos la inutilidad de todo esfuerzo.

Mark-Alem, joven de un clan importante en un vasto imperio, una familia poderosa y culta, entra como funcionario en una institución que se nos aparece fundamental para el manejo de las cosas públicas, un pilar del Estado, el Tabir Saray, un ente cuyo objetivo es recopilar, seleccionar e interpretar los sueños de los súbditos, controlar de este modo hasta lo más íntimo de todos los individuos. Ascenderá en su carrera de funcionario, siempre bajo una atmósfera de sospecha constante, de enigma y conspiración, entre secretos aterradores y normalidad siempre normativizada.

Ismaíl Kadaré escribe esta novela a final de los setenta, la termina el primer año de la década de los ochenta, cuando falta apenas un decenio para que los países del Este vean caer su organización social y política. Albania, que no forma parte del Pacto de Varsovia ni del COMECON, que había roto con el bloque del Este acusándolo de revisionista y socialimperialista, que mantiene un estricto sistema estalinista, aguanta apenas unos meses hasta que la crisis social, con una salida masiva de ciudadanos albaneses en barcos hacia Italia, hunde definitivamente aquel sistema que era cerrado e inmovilista, opresor y controla hasta el más nimio detalle de la vida cotidiana.

Es en aquel contexto que Ismaíl Kadaré aparece en la Albania comunista como un modelo del triunfo del sistema. Es uno de los mejores escritores europeos. Goza de prebendas que no poseen sus conciudadanos, puede salir del país con cierta frecuencia, presenta sus novelas en el extranjero, sobre todo en Francia. Es culto, conoce muy bien la literatura europea, sus novelas son encomiables. No obstante, ello no es óbice para que sufra cierta censura de tanto en tanto y que el propio líder del Estado, Enver Hoxha, con quien se codea, le recuerde que «el Partido te eleva al Olimpo, el Partido te arroja al barro». Convive con esa situación durante lustros y sólo al final, cuando la tensión aumenta en el país y es evidente que se acaba una etapa, sale del país y habla con claridad de lo que ha sido vivir bajo la dictadura. Se podría ver un cierto oportunismo en ese gesto tardío, pero es difícil juzgar cuando no se conoce todo el contexto y no siempre es fácil entender la realidad en su momento.

Tal vez de este mismo modo Mark-Alem asistirá a unos hechos que no acaba de comprender, apenas es un mero testigo que asiste con no poca lasitud a la sucesión de acontecimientos. Teme siempre lo peor, pero se moverá en todo momento de forma lineal entre los pasillos y las sombras de la institución en la que asciende poco a poco, a fuerza de renunciar sin duda a sí mismo y mantenerse en el ámbito de la dejación y la resignación. Podemos hablar incluso de despersonalización ante el gigantismo de los aparatos del Estado. No en vano también cuando el poder es más absoluto más enormes son sus obras y palacios, más disciplinadas y lineales sus formas, y desde luego más pequeños sus habitantes, apenas hormigas irreconocibles, idénticas unas a otras, más nos movemos entre tinieblas, dejamos que los hechos pasen, que la vida transcurra a pesar de nosotros mismos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario