El asesinato de Trotski,
apenas una anécdota en la trágica historia del siglo XX, lo escribía al
rememorar la figura de Ramón Mercader, se preparó y ordenó desde una maquinaria
estatal represiva, implacable, arbitraria y asfixiante. Es difícil imaginar el ambiente
que se respiraba bajo el régimen de terror que impuso Stalin. Poco importa
además que en apenas veinte años el hombre de acero se aupara en el poder de un
país que salía de la revolución y la guerra civil, y lo dejara triunfante tras
las IIª guerra mundial, industrializado y presto a ser la potencia antagónica a
los Estados Unidos, lo central es que heredó la fuerza liberalizadora de la
revolución –revolución que se llevó a cabo, no se olvide, para liberar a las
clases desposeídas y dotarlas de las herramientas del poder para su propia
emancipación– y lo convirtió en un horror, en una tiranía que varios lustros después
la imitaron y superaron otros sátrapas que en nombre de esa misma libertad y
emancipación ejercieron una opresión tremenda, más sanguinaria y asfixiante si
cabe. Sólo quienes han vivido bajo esa maquinaria o alguna similar sabe lo que
significa en la vida cotidiana vivir bajo esa tensión y esa desconfianza
permanentes.
A todas luces, aquel
crimen y aquel aparato despótico ratificó lo afirmado por Lord Acton cuando
escribió en una carta dirigida al obispo Mandell Creigthon que «el poder tiende a corromper y el poder
absoluto corrompe absolutamente», afirmación ésta que se convirtió en una
máxima asumida ampliamente. En dicha carta, el historiador católico británico
polemizaba con el referido obispo acerca del carácter cruento del Papado en los
periodos más siniestros de la institución y no estaba de acuerdo con rebajar,
como pretendía el jerarca, la crueldad y la tiranía de la misma en el momento
de mayor corrupción institucional, sin importarle además que hablasen de la
cabeza de una Iglesia en la que creía y se apoyaba, y de una religión que
también en su momento significó para millones de personas la emancipación, la
dignificación y la esperanza.
El poder corrompe y lleva
muchas veces, si no se le pone remedio, a sufrir la tiranía. Incluso la
prudente democracia liberal, en teoría basada en un equilibrio de poderes y en
la asunción y aceptación de unas reglas de juego que reparte la soberanía entre
la ciudadanía corre el peligro de degradarse y convertirse en un aparato
engorroso e inamovible, una mera fachada tras la que se esconde una fuerza
corrupta y contraria a los propios valores que se dice defender. Ni siquiera
importa que las opciones que se lanzan a la arena política, incluidas las
emancipatorias, estén defendidas por millones de personas en las calles o en
las urnas, ya sabemos a estas alturas que otras movilizaciones y otras urnas
sirvieron también para corromper absolutamente la realidad y convertirla en un
infierno.
Tal vez tenga razón
William Golding al situar en el ser humano las semillas del mal y su tendencia
a la tiranía, tal como parece defender en su novela El Señor de las moscas. Ese grupo de muchachos que acaban en una
isla desierta no reproducen una sociedad ordenada y libre, no se constituyen en
un Robinson Crusoe colectivo, portador de los valores de la civilización precisa
e ilustrada, sino que establecen unas relaciones de poder abusivas. Habrá quien
crea, entonces, que para eso la sociedad se dota de instrumentos de
convivencia, el Estado por ejemplo, aunque a veces uno no puede menos que darle
la razón a Bakunin y contemplar el Estado como «nada más que esta dominación y explotación regularizada y sistematizada».
Sea lo que fuere, nos
encontramos con la organización política establecida, con sus legitimidades y
sus legalidades, ninguno formamos parte del contrato social primigenio, nos lo
encontramos todo hecho, a veces las tiranías construidas como una verdadera
cárcel institucional, a veces democracias liberales que saben muy bien esconder
sus despojos bajo la alfombra. De un modo u otro, y desde luego salvando las
distancias, nos encontramos dentro de un sistema que tiende a corromperse.
Lo muestra bien a las
claras Ismaíl Kadaré en su novela El
Palacio de los Sueños, explica en la persona de su protagonista el modo en
que ese ambiente turbio, asfixiante, tenebroso del poder se va apoderando de
cada uno de nosotros, aun cuando intentemos asistir a esa atmósfera envolvente
con cierta distancia, pretendamos cumplir nuestra misión en la vida de la mejor
forma posible, a veces incluso nos dejemos llevar sin grandes pretensiones y
comprendamos la inutilidad de todo esfuerzo.
Mark-Alem, joven de un
clan importante en un vasto imperio, una familia poderosa y culta, entra como
funcionario en una institución que se nos aparece fundamental para el manejo de
las cosas públicas, un pilar del Estado, el Tabir
Saray, un ente cuyo objetivo es recopilar, seleccionar e interpretar los
sueños de los súbditos, controlar de este modo hasta lo más íntimo de todos los
individuos. Ascenderá en su carrera de funcionario, siempre bajo una atmósfera
de sospecha constante, de enigma y conspiración, entre secretos aterradores y
normalidad siempre normativizada.
Ismaíl Kadaré escribe
esta novela a final de los setenta, la termina el primer año de la década de
los ochenta, cuando falta apenas un decenio para que los países del Este vean
caer su organización social y política. Albania, que no forma parte del Pacto
de Varsovia ni del COMECON, que había roto con el bloque del Este acusándolo de
revisionista y socialimperialista, que mantiene un estricto sistema
estalinista, aguanta apenas unos meses hasta que la crisis social, con una
salida masiva de ciudadanos albaneses en barcos hacia Italia, hunde
definitivamente aquel sistema que era cerrado e inmovilista, opresor y controla
hasta el más nimio detalle de la vida cotidiana.
Es en aquel contexto que
Ismaíl Kadaré aparece en la Albania comunista como un modelo del triunfo del
sistema. Es uno de los mejores escritores europeos. Goza de prebendas que no
poseen sus conciudadanos, puede salir del país con cierta frecuencia, presenta
sus novelas en el extranjero, sobre todo en Francia. Es culto, conoce muy bien
la literatura europea, sus novelas son encomiables. No obstante, ello no es
óbice para que sufra cierta censura de tanto en tanto y que el propio líder del
Estado, Enver Hoxha, con quien se codea, le recuerde que «el Partido te eleva al Olimpo, el Partido te arroja al barro».
Convive con esa situación durante lustros y sólo al final, cuando la tensión
aumenta en el país y es evidente que se acaba una etapa, sale del país y habla
con claridad de lo que ha sido vivir bajo la dictadura. Se podría ver un cierto
oportunismo en ese gesto tardío, pero es difícil juzgar cuando no se conoce
todo el contexto y no siempre es fácil entender la realidad en su momento.
Tal vez de este mismo
modo Mark-Alem asistirá a unos hechos que no acaba de comprender, apenas es un
mero testigo que asiste con no poca lasitud a la sucesión de acontecimientos.
Teme siempre lo peor, pero se moverá en todo momento de forma lineal entre los
pasillos y las sombras de la institución en la que asciende poco a poco, a
fuerza de renunciar sin duda a sí mismo y mantenerse en el ámbito de la dejación
y la resignación. Podemos hablar incluso de despersonalización ante el
gigantismo de los aparatos del Estado. No en vano también cuando el poder es
más absoluto más enormes son sus obras y palacios, más disciplinadas y lineales
sus formas, y desde luego más pequeños sus habitantes, apenas hormigas irreconocibles,
idénticas unas a otras, más nos movemos entre tinieblas, dejamos que los hechos
pasen, que la vida transcurra a pesar de nosotros mismos.
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