La Grecia clásica
ensalzaba el intelecto. Era fundamental para apreciar lo consciente, tanto lo
consciente íntimo de la persona, su esencia y su carácter, como la realidad que
lo envolvía. El intelecto se movía siempre entre el espíritu humano y la
afectividad, se constituía mediante la unión de ambos y fallaba cuando faltaba
cualquiera de los dos elementos. Resultaba además imprescindible para alcanzar
el ideal de la armonía, fin primordial en aquella época y objetivo, entre
otros, de toda razón. El intelecto era esencial también para que se actuase
siempre en el justo medio, en el equilibrio, en la prudencia. Esta última no
estaba reñida con la osadía, al contrario, se requería para enfrentarse a los
obstáculos y de este modo poder avanzar, como lo demostraban los héroes, pero toda
osadía debía guiarse por ese mismo ideal, el de la armonía, fin de toda obra
humana, y debía huir siempre de la exaltación y de esos males que escaparon cuando
Pandora abrió la tinaja regalada por Zeus. Sin embargo, no siempre resultaba
posible actuar de ese modo, con la prudencia y la audacia que brotan del
intelecto. Incluso quienes eran más hábiles en las artes y el pensamiento
podían sucumbir a los celos, a las envidias, a los rencores.
Dédalo, por ejemplo,
sucumbió, aun cuando era un arquitecto y artesano reconocido por su buen hacer.
Sin duda, tuvo siempre la cabeza bien amueblada, pero era humano y por tanto no
siempre capaz de escapar a la exaltación y las malas pasiones. Sobre todo de
joven, cuando se carece de esa experiencia vital que afina el espíritu y
siempre atempera. Fue la envidia ante la brillantez de Pérdix lo que le llevó a
matarlo cuando éste aún era un niño, pero un niño genial que deslumbró al agudo
Dédalo con sus descubrimientos nacidos de la mera observación de la naturaleza.
Dicen que lo mató cuando ambos estaban sobre la Acrópolis de Atenas.
Hay quien cuenta que fue
castigado con el destierro y quien sostiene por el contrario que huyó para evitar
el juicio de los atenienses. Sea lo que fuere marchó a Creta, donde reinaba
Minos, y allí destacó por sus artes y por su arquitectura. Le acompañaba Ícaro,
su hijo, a quien intentó impregnarle de los ideales correctos –armonía, justo
medio– y que avanzara por las sendas adecuadas.
Tiempo después, Minos
tomó una decisión respecto a Dédalo que nos puede parecer cruel,
incomprensible, aunque puede que tuviera que ver de algún modo con la
deslealtad de Pasifae, la esposa de Minos, que a instancia de Poseidón se
enamoró de un toro, o con la huida de Teseo del laberinto diseñado y construido
por Dédalo. El rey de Creta sospechaba que el arquitecto estaba de un modo u
otro implicado en alguno de los dos hechos, o en los dos, hay quien quiso
entenderlo así. Pero lo más probable es que Minos lo encerrara junto a Ícaro en
el laberinto en que había introducido al minotauro para que no pudiera desvelar
el secreto de aquella construcción.
En todo caso, era difícil
que a Dédalo no se le ocurriera algo para escapar del laberinto. Estaba tan
bien diseñado y construido que ni siquiera él, su autor, podía encontrar la
salida. Pero ya poseía la madurez y experiencia suficientes como para saber el
modo de escapar al encierro: unas alas elaboradas con plumas de ave y cera que
le permitirían lograr lo que el ser humano aún no había conseguido, volar.
Iba a ser además una
buena oportunidad para que Ícaro aprendiera a ser prudente y osado a la vez,
para que supiera sortear los elementos y avanzar en sus objetivos, para que
asumiera el justo medio como vía de crecimiento propio y elevación personal.
Dédalo le aconsejó y le enseñó a distanciarse tanto del sol como del ras de
suelo. Si se acercaba al sol, la cera se derretiría y las plumas se
desprenderían de las alas, caería inevitablemente. Si se acercaba a ras de la
tierra y el mar, las alas se mojarían y pesarían tanto que no le permitirían
ascender lo que debía.
Puede que fuera la
juventud, ese mal que se cura con tiempo, pero Ícaro no hizo caso a las
advertencias de prudencia y osadía, de justo medio y astucia que han de guiar
toda acción, quiso ascender hasta el sol y ocurrió lo que Dédalo presagió si lo
hacía, se derritió la cera de las alas y se desprendieron las plumas, Ícaro
cayó a los fondos marinos y ahí desapareció, en aquellas tinieblas bajo el mar.
Paul Diel ve en el gesto de Ícaro la insensatez fruto de la vanidad, la
ambición desmesurada, la mera exaltación del instinto, la megalomanía.
He recordado este mito a
raíz de una conversación reciente con Cecilio Olivero Muñoz acerca de la
política actual, en la que comentamos el derrumbe de Ciudadanos y la caída de
Albert Rivera, un verdadero descalabro que me atrajo de pronto no por simpatías
políticas hacia él, nunca las tuve, sino por lo que refleja su caída. Una vez
más, se me ocurrió al recordar a Ícaro, un mito clásico nos permite comprender
una realidad de nuestro tiempo y dilucidar el comportamiento humano, tan
previsible en tantas ocasiones.
Fue evidente la astucia
de Albert Rivera al detectar no poco cansancio del sistema de partidos establecido
en España, que entró en crisis en la segunda década del siglo. Antes había
visto cómo aumentaba el distanciamiento de parte de la población catalana,
sobre todo en la izquierda, de un catalanismo imperante en Cataluña. Hacía
décadas que ya no existía el PSUC, que hizo una labor intensa de incorporación
de la población emigrada desde el resto del Estado en las demandas propias del
catalanismo social, el Partido se había diluido y dividido hasta desaparecer en
la práctica, y cuando el catalanismo político subió un escalón en sus
exigencias, ya entrado el siglo, una parte de la población se sintió fuera del
juego político. Al mismo tiempo, el PP estaba sumergido en un verdadero bloqueo
debido a los sucesivos casos de corrupción que se iban destapando, aun cuando
su dirigente máximo, Mariano Rajoy, no fuese especialmente radical en sus
planteamientos y actuara en lo político con no poca circunspección, pese a la
crisis y a las exigencias desde ciertos foros y estamentos de la UE.
Albert Rivera, abogado en
ejercicio y actuando como un arquitecto de lo político, sin duda con la cabeza
bien amueblada, como un Dédalo ya experimentado, quiso basarse en dos mitos de
la política española: el reformismo de la UCD y de Suárez durante la
transición, reciente, con lo que intentó acercar al sector de derechas que
estaban apesadumbrado con un PP al que cada día le estallaba un nuevo
escándalo, y el regeneracionismo de principios del siglo XX, con lo que se
intentó ganar a sectores liberales y progresistas del país. Esta combinación,
junto a la crítica del catalanismo y a la crisis del sistema político y social,
le dieron cuerda para que de pronto su proyecto político cuajara en el país
entero.
Supo aprovechar su fuerza
real, una vez entró en escena en todas las instituciones políticas del Estado,
para permitir la gobernabilidad al tiempo que reafirmaba sus principios
liberales, moderados y progresistas, pactó con la derecha y la izquierda allí
donde podía intervenir. Dicho de un modo llano, supo jugar sus cartas en una
sociedad que nunca se destacó por su radicalidad y que tiende a ser liberal en
las costumbres, pero conservador en la mentalidad. Llegó a ser el partido más
votado en Cataluña, el que parecía que iba a oponerse frontalmente al
independentismo creciente. En otras comunidades se volvió clave para la
gobernabilidad y en las elecciones de abril de este año hubiera podido aportar
estabilidad al sistema –al régimen del 78, lo llaman– porque un hipotético acuerdo
con el PSOE garantizaba una cómoda mayoría, sin duda muy deseada por algunos
sectores económicos y políticos.
Pero llegado a este punto
Albert Rivera había dejado de ser Dédalo para convertirse en Ícaro. Llevado por
no poco prurito de grandeza, por una exaltación en un discurso de pronto grandilocuente,
quién sabe si por la vanidad y la insensatez que da querer pretenderlo todo ya,
comenzó a dar unos virajes que resultaban incomprensibles, tuvo unos errores
garrafales, aun cuando no pocos asesores internos de su propio partido y
aliados fuera de él le llamaron la atención sobre ellos. Dejó esa equidistancia
de la moderación y comenzó a aparecer junto a personajes y partidos cuya
compañía resultaba incómoda para quien se pretende liberal, al tiempo que
clamaba contra el dirigente de una de las dos opciones políticas del país de un
modo exagerado.
Se acercó en exceso al
sol y se le derritió la cera de las alas, la caída fue tremenda y acabó
golpeado por completo, con su proyecto político menguado y dimitido él ante el
desastre. Le falló lo que aconsejaban los griegos clásicos, la prudencia y el
justo medio, la búsqueda de una armonía que se reflejara en lo general y en
cada uno de sus actos, y la huida de la exaltación como modo de actuación. Para
que luego nos digan que conocer cultura clásica no sirve de nada, que como
mucho es un mero barniz decorativo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario