miércoles, 20 de noviembre de 2019

Ícaro moderno


La Grecia clásica ensalzaba el intelecto. Era fundamental para apreciar lo consciente, tanto lo consciente íntimo de la persona, su esencia y su carácter, como la realidad que lo envolvía. El intelecto se movía siempre entre el espíritu humano y la afectividad, se constituía mediante la unión de ambos y fallaba cuando faltaba cualquiera de los dos elementos. Resultaba además imprescindible para alcanzar el ideal de la armonía, fin primordial en aquella época y objetivo, entre otros, de toda razón. El intelecto era esencial también para que se actuase siempre en el justo medio, en el equilibrio, en la prudencia. Esta última no estaba reñida con la osadía, al contrario, se requería para enfrentarse a los obstáculos y de este modo poder avanzar, como lo demostraban los héroes, pero toda osadía debía guiarse por ese mismo ideal, el de la armonía, fin de toda obra humana, y debía huir siempre de la exaltación y de esos males que escaparon cuando Pandora abrió la tinaja regalada por Zeus. Sin embargo, no siempre resultaba posible actuar de ese modo, con la prudencia y la audacia que brotan del intelecto. Incluso quienes eran más hábiles en las artes y el pensamiento podían sucumbir a los celos, a las envidias, a los rencores.

Dédalo, por ejemplo, sucumbió, aun cuando era un arquitecto y artesano reconocido por su buen hacer. Sin duda, tuvo siempre la cabeza bien amueblada, pero era humano y por tanto no siempre capaz de escapar a la exaltación y las malas pasiones. Sobre todo de joven, cuando se carece de esa experiencia vital que afina el espíritu y siempre atempera. Fue la envidia ante la brillantez de Pérdix lo que le llevó a matarlo cuando éste aún era un niño, pero un niño genial que deslumbró al agudo Dédalo con sus descubrimientos nacidos de la mera observación de la naturaleza. Dicen que lo mató cuando ambos estaban sobre la Acrópolis de Atenas.

Hay quien cuenta que fue castigado con el destierro y quien sostiene por el contrario que huyó para evitar el juicio de los atenienses. Sea lo que fuere marchó a Creta, donde reinaba Minos, y allí destacó por sus artes y por su arquitectura. Le acompañaba Ícaro, su hijo, a quien intentó impregnarle de los ideales correctos –armonía, justo medio– y que avanzara por las sendas adecuadas.

Tiempo después, Minos tomó una decisión respecto a Dédalo que nos puede parecer cruel, incomprensible, aunque puede que tuviera que ver de algún modo con la deslealtad de Pasifae, la esposa de Minos, que a instancia de Poseidón se enamoró de un toro, o con la huida de Teseo del laberinto diseñado y construido por Dédalo. El rey de Creta sospechaba que el arquitecto estaba de un modo u otro implicado en alguno de los dos hechos, o en los dos, hay quien quiso entenderlo así. Pero lo más probable es que Minos lo encerrara junto a Ícaro en el laberinto en que había introducido al minotauro para que no pudiera desvelar el secreto de aquella construcción.

En todo caso, era difícil que a Dédalo no se le ocurriera algo para escapar del laberinto. Estaba tan bien diseñado y construido que ni siquiera él, su autor, podía encontrar la salida. Pero ya poseía la madurez y experiencia suficientes como para saber el modo de escapar al encierro: unas alas elaboradas con plumas de ave y cera que le permitirían lograr lo que el ser humano aún no había conseguido, volar.

Iba a ser además una buena oportunidad para que Ícaro aprendiera a ser prudente y osado a la vez, para que supiera sortear los elementos y avanzar en sus objetivos, para que asumiera el justo medio como vía de crecimiento propio y elevación personal. Dédalo le aconsejó y le enseñó a distanciarse tanto del sol como del ras de suelo. Si se acercaba al sol, la cera se derretiría y las plumas se desprenderían de las alas, caería inevitablemente. Si se acercaba a ras de la tierra y el mar, las alas se mojarían y pesarían tanto que no le permitirían ascender lo que debía.

Puede que fuera la juventud, ese mal que se cura con tiempo, pero Ícaro no hizo caso a las advertencias de prudencia y osadía, de justo medio y astucia que han de guiar toda acción, quiso ascender hasta el sol y ocurrió lo que Dédalo presagió si lo hacía, se derritió la cera de las alas y se desprendieron las plumas, Ícaro cayó a los fondos marinos y ahí desapareció, en aquellas tinieblas bajo el mar. Paul Diel ve en el gesto de Ícaro la insensatez fruto de la vanidad, la ambición desmesurada, la mera exaltación del instinto, la megalomanía.

He recordado este mito a raíz de una conversación reciente con Cecilio Olivero Muñoz acerca de la política actual, en la que comentamos el derrumbe de Ciudadanos y la caída de Albert Rivera, un verdadero descalabro que me atrajo de pronto no por simpatías políticas hacia él, nunca las tuve, sino por lo que refleja su caída. Una vez más, se me ocurrió al recordar a Ícaro, un mito clásico nos permite comprender una realidad de nuestro tiempo y dilucidar el comportamiento humano, tan previsible en tantas ocasiones.

Fue evidente la astucia de Albert Rivera al detectar no poco cansancio del sistema de partidos establecido en España, que entró en crisis en la segunda década del siglo. Antes había visto cómo aumentaba el distanciamiento de parte de la población catalana, sobre todo en la izquierda, de un catalanismo imperante en Cataluña. Hacía décadas que ya no existía el PSUC, que hizo una labor intensa de incorporación de la población emigrada desde el resto del Estado en las demandas propias del catalanismo social, el Partido se había diluido y dividido hasta desaparecer en la práctica, y cuando el catalanismo político subió un escalón en sus exigencias, ya entrado el siglo, una parte de la población se sintió fuera del juego político. Al mismo tiempo, el PP estaba sumergido en un verdadero bloqueo debido a los sucesivos casos de corrupción que se iban destapando, aun cuando su dirigente máximo, Mariano Rajoy, no fuese especialmente radical en sus planteamientos y actuara en lo político con no poca circunspección, pese a la crisis y a las exigencias desde ciertos foros y estamentos de la UE.

Albert Rivera, abogado en ejercicio y actuando como un arquitecto de lo político, sin duda con la cabeza bien amueblada, como un Dédalo ya experimentado, quiso basarse en dos mitos de la política española: el reformismo de la UCD y de Suárez durante la transición, reciente, con lo que intentó acercar al sector de derechas que estaban apesadumbrado con un PP al que cada día le estallaba un nuevo escándalo, y el regeneracionismo de principios del siglo XX, con lo que se intentó ganar a sectores liberales y progresistas del país. Esta combinación, junto a la crítica del catalanismo y a la crisis del sistema político y social, le dieron cuerda para que de pronto su proyecto político cuajara en el país entero.

Supo aprovechar su fuerza real, una vez entró en escena en todas las instituciones políticas del Estado, para permitir la gobernabilidad al tiempo que reafirmaba sus principios liberales, moderados y progresistas, pactó con la derecha y la izquierda allí donde podía intervenir. Dicho de un modo llano, supo jugar sus cartas en una sociedad que nunca se destacó por su radicalidad y que tiende a ser liberal en las costumbres, pero conservador en la mentalidad. Llegó a ser el partido más votado en Cataluña, el que parecía que iba a oponerse frontalmente al independentismo creciente. En otras comunidades se volvió clave para la gobernabilidad y en las elecciones de abril de este año hubiera podido aportar estabilidad al sistema –al régimen del 78, lo llaman– porque un hipotético acuerdo con el PSOE garantizaba una cómoda mayoría, sin duda muy deseada por algunos sectores económicos y políticos.

Pero llegado a este punto Albert Rivera había dejado de ser Dédalo para convertirse en Ícaro. Llevado por no poco prurito de grandeza, por una exaltación en un discurso de pronto grandilocuente, quién sabe si por la vanidad y la insensatez que da querer pretenderlo todo ya, comenzó a dar unos virajes que resultaban incomprensibles, tuvo unos errores garrafales, aun cuando no pocos asesores internos de su propio partido y aliados fuera de él le llamaron la atención sobre ellos. Dejó esa equidistancia de la moderación y comenzó a aparecer junto a personajes y partidos cuya compañía resultaba incómoda para quien se pretende liberal, al tiempo que clamaba contra el dirigente de una de las dos opciones políticas del país de un modo exagerado.

Se acercó en exceso al sol y se le derritió la cera de las alas, la caída fue tremenda y acabó golpeado por completo, con su proyecto político menguado y dimitido él ante el desastre. Le falló lo que aconsejaban los griegos clásicos, la prudencia y el justo medio, la búsqueda de una armonía que se reflejara en lo general y en cada uno de sus actos, y la huida de la exaltación como modo de actuación. Para que luego nos digan que conocer cultura clásica no sirve de nada, que como mucho es un mero barniz decorativo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario