Apenas fue una anécdota
en la historia. El asesinato quedó en su momento ensombrecido por la guerra
mundial. En aquel año, 1940, tuvo desde luego repercusión no sólo en los medios muy politizados,
pero poco a poco quedó más y más relegado a un rincón marginal de la memoria, recordado apenas
por las filas de los acólitos, de los trotskistas muy minoritarios en el seno
del movimiento comunista mundial. Sin embargo, el asesinato de Trotski poseía
un simbolismo enorme y no sé hasta qué punto significó el final de una etapa,
la del auge de las posiciones revolucionarias que se inició en el siglo XIX,
con la construcción de grandes organizaciones en muchos países –sindicatos y
partidos, sobre todo– y de las internacionales obreras. Al menos fue el final
de ese auge en Europa y en Estados Unidos, donde por cierto Trotski tuvo
bastantes simpatizantes.
No sólo se asentaron
tales organizaciones, sino que dieron un paso enorme con la Revolución
Bolchevique de 1917, la primera vez que el movimiento obrero rompía la lógica
del sistema, que los defensores de un sistema económico y social distinto al
capitalista, imperante en aquel momento, en esa fase que Lenin denominó del
imperialismo, tomaban el poder y con ello se creó una perspectiva de futuro.
Trotsky participó muy
activamente en aquel proceso revolucionario. Pronto se iniciarían las
desavenencias, a la muerte de Lenin se abrió una fuerte lucha por el poder
soviético y venció la fracción más posibilista, los defensores de mantener lo
obtenido y afianzar lo ganado –o los privilegios de una burocracia en el país
de los soviets, según se mire– frente a la posición de Trotski, que defendía
como prioritario la expansión de la revolución a otros países, tras la primera
guerra mundial a Alemania y Europa Central sobre todo, sin lo cual, pronosticó,
la revolución rusa se ahogaría sin remedio.
En aquel momento el
movimiento obrero se fue dividiendo no sólo entre los partidarios de la
política de Stalin en la URSS y los de Trotski, también surgieron otras
tendencias, la de la socialdemocracia que buscó aprovechar los mecanismos de la
democracia burguesa o liberal para adoptar las reformas necesarias en favor de
los trabajadores, aunque al final acabó defendiendo un capitalismo más o menos
social, la de los partidarios de Amadeo Bordiga –apenas un puñado de militantes
aislados– o de Rosa Luxemburgo, la de los anarquistas, que recelaron siempre de
cualquier tipo de poder estatal.
Pero aquella tarde del 20
de agosto de 1940 en que Ramón Mercader asesinó a Lev D. Bronstein significó
sobre todo el final de una etapa política y mostró algo que se barruntaba ya
desde unos años atrás, la degradación de unas posiciones políticas que buscaban
la emancipación humana, pero que mostraron toda su crueldad y una capacidad
enorme de oprimir y aplastar cualquier disidencia. Es verdad que después de
aquel asesinato se siguió luchando por una sociedad sin clases y muchos de los
combatientes revolucionarios se definieron partidarios del marxismo, sea el de
Stalin, sea el de Trotski, ya fuesen sobre todo otras corrientes, hubo los
procesos de descolonización africana, con algunas experiencias transformadoras
que no acabaron de cuajar, hubo también en América experiencias del mismo tipo,
en China se produjo una revolución socialista de carácter popular, hubo el mayo
del 68 europeo y norteamericano, con nuevas posiciones revolucionarias, pero
nada fue como antes de la segundo guerra mundial o del asesinato de Trotski.
Porque posee, en efecto,
un enorme simbolismo, un significado absoluto y tal vez aquel crimen denotaba
al final la imposibilidad por incapacidad humana o social de generar sociedades
más justas, sociedades emancipadas, cualquier intento en tal sentido portaba en
su seno la semilla de su propia degeneración, los monstruos de la revolución.
Tres años antes de que Ramón Mercader asesinara a Trotski se produjo en España
el aplastamiento de otro proceso, el de la revolución que provocó el
levantamiento militar del 36. La URSS impidió al movimiento anarquista español
que llevara a cabo sus experiencias comunitarias, lo aplastó por completo, pero
sobre todo dirigió su represión hacia el POUM, no debía quedar el más mínimo
recuerdo de este partido ni de su dirigente, Andreu Nin, que fue, no es
casualidad, aliado de Trotski durante los años posteriores a la revolución
rusa. Cuando fue evidente que asesinaron a Nin, Albert Camus escribió: «El asesinato de Andreu Nin marca un viraje
en la tragedia del siglo XX. Un siglo que fue, cabe recordarlo, el de la
revolución traicionada». No tengo
dudas de que algo parecido se podría decir del asesinato de Trotski.
Desde hace unos años ha
habido un interés mayor por el asesinato de Trotski, más allá de los cenáculos
trotskistas, pero también por su asesino, ese Ramón Mercador que bajo el nombre
de Jacques Mornard llevó a cabo el encargo del GPU y por ende de Stalin de
acabar con la vida del más peligroso enemigo de la URSS estalinista. De hecho,
en los últimos lustros, se ha despertado un interés enorme por Ramón Mercader
y, podríamos decir, por su familia, por su madre, Caridad del Río, cuyo papel
en toda esta historia fue a todas luces determinante.
Porque la historia de la
familia Mercader estuvo muy marcada por esa historia política de principios del
siglo XX, refleja perfectamente todas las contradicciones de ese periodo, no
sólo por el sacrificio en defensa de la causa –una causa que buscaba la
emancipación, es importante recordarlo en un momento como el actual, de
relecturas e interpretaciones malintencionadas–, también por la vileza y el
dolor que supuso defenderla.
En 1996 Juan José
López-Linares y Javier Rioyo realizaron el documental Asaltar los cielos, un documento apasionante que intenta
reconstruir la personalidad de Ramón Mercader y los motivos que le llevaron a
ese asesinato por medio de algunos documentos inéditos –hay que tener en cuenta
que se estaban abriendo en ese momento los archivos de Moscú– y sobre todo de
entrevistas tanto de personas que conocieron a los Mercader como de quienes,
pasados los años, reflexionaron sobre aquel asesinato. Resulta interesante resaltar
el cambio en el punto de vista de muchos militantes comunistas, cuyo partido
amparó a Ramón Mercader y justificó el crimen, a la luz de los acontecimientos
posteriores y sobre todo de la evolución de la URSS.
En 2009 el escritor
cubano Leopoldo Padura publicó la novela El
hombre que amaba a los perros, un acercamiento desde la literatura a Ramón
Mercader, al hombre que acabó sus días en La Habana tras los años de cárcel en
México y un retorno discreto a la Unión Soviética donde fue galardonado con la
Orden de Lenin, casi en secreto, como si no se quisiera airear lo que ya se
sabía, que fue la URSS quien organizó el crimen. Esta novela muestra bien a las
claras que ya no cabe una lectura dogmática de aquellos hechos, que la verdad y
la razón son tal vez construcciones no siempre estáticas, se desdibujan muchas
veces y sólo cabe entonces acercarse a los hechos desde una perspectiva humana
y tal vez incluso humanitaria.
El historiador Eduard Puigventós
López publicó una biografía del personaje, Ramón
Mercader, el hombre del piolet (2015), donde se cuenta con detalle tanto su
vida como el complicado enredo conspirativo que rodeó el asesinato, con tantas
implicaciones políticas, policiales, de espionaje y diplomáticas.
En 2016 el director de
cine Antonio Chavarrías ofrece un nuevo acercamiento a través de la película El Elegido, en el que apunta una cierta
duda de Ramón Mercader sobre la conveniencia de su misión, cumple cada paso que
se le asigna para ganarse la confianza de los círculos que rodean a Trotsky,
todo ello bajo el estricto control de su madre, pero al final, cuando ha de
entrar en acción, le corroe no pocas vacilaciones y titubeos, quién sabe si por
la atracción que acaba sintiendo por el líder comunista al que la propaganda
estalinista tachó de contrarrevolucionario. Sin embargo, se sabe, no escapó a
su destino, cumplió su misión, digna de una tragedia clásica.
Para entender mejor toda esta
época y las consecuencias del poder soviético, sin duda conviene leer el ensayo
de Ignacio Martínez de Pisón, Enterrar a
los muertos, que trata sobre la desaparición de José Robles Pazos, filólogo
y traductor que fue asesinado durante la guerra civil española a instancias de
la URSS. Recoge de paso la desaparición de Andreu Nin y el ambiente que se
desencadenó en aquellos años.
Hoy todo aquello apenas
es un trozo de la historia del siglo XX. Ni siquiera existe la URSS y los
partidos comunistas, los que antaño fueron prosoviéticos como los partidarios
de Trotsky, apenas existen ya, se diluyen en formas más amplias de actuación
política, con mayor o menor éxito éstas. No han desaparecido, no obstante, las
causas que motivaron la disidencia comunista, la miseria en forma de
precariedad, la distancia entre clases –aun cuando no se planteen las
cuestiones sociales en claves clasistas–, un neocolonialismo causante de las
nuevas guerras de nuestro siglo, el racismo, incluso la presencia de una
extrema derecha con incidencia en muchos países. A pesar de todo, no parece
haber hoy alternativas al (des)orden del mundo. Quizá nos ahorremos los
monstruos creados por la razón revolucionaria, pero tampoco sosiega mucho
quedarse con lo que hay.
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