jueves, 10 de noviembre de 2016

La distopía de Jack London

En 1908 el escritor norteamericano Jack London publicaba la novela El Talón de Hierro, una distopía en la que se describe un mundo gobernado por grandes corporaciones privadas que controlan la sociedad entera. Manejan los hilos de los Estados, los de sus gobiernos y los de sus aparatos administrativos, los de los tribunales y los de sus cuerpos policiales y militares, los de la salud y el pensamiento, conquistando para ello la universidad y los medios de comunicación y así legitimar su poder mediante el adoctrinamiento, y para ello cuentan con la ayuda inestimable de direcciones sindicales que logran una mínima mejora material de aquellos hombres y mujeres dóciles que admiten este poder, lo normalizan (lo normativizan: lo normal es lo normativo) mientras que lanzan a la periferia social a quienes mantengan un ápice de crítica, los persigue incluso de forma cruenta. Las grandes corporaciones han conseguido, en definitiva, dominar la sociedad entera y también a los individuos que la componen, sin que los focos de resistencia puedan, a corto plazo, transformar la grisácea realidad. La vida, privatizada en beneficio de unos pocos, ha quedado a merced de una plutocracia que consigue asfixiar cualquier discrepancia, creando un discurso y una opinión que no admiten disidencia.

Aquí, tal vez, habría que añadir no sin ironía aquello de que cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia o quizá viniera mejor recordar a Oscar Wilde y afirmar que la realidad supera la ficción.

Esta novela mereció unas elogiosas palabras de Trotsky que, en carta dirigida a Joan London, la hija del autor, realzó la figura de un escritor que no dudó en ponerse del lado de los trabajadores, de los campesinos pobres, de los emigrantes que trabajaron de sol a sol en los Estados Unidos, que consiguieron crear riqueza, que elevaron a ese país y lo transformaron en una potencia industrial de enorme peso mundial y cuya clase trabajadora, tras el fracaso de la revolución alemana durante la República de Weimar, tomaba el testigo del movimiento revolucionario mundial y en sus manos dependía que se continuase la labor iniciada en 1917 en Rusia y así izar la bandera de la transformación social.

No en vano la confianza del viejo líder bolchevique se justificaba en un movimiento obrero que, desde finales del siglo XIX, pero sobre todo en los primeros cuarenta años del siglo XX, mostró una actividad enorme y se dotó de grandes sindicatos muy activos, como el Industrial Workers of the world, que impulsó grandes luchas e hizo frente a una intensa represión, como la de las Palmers Raids, redadas policiales que afectaron a muchos de sus militantes y simpatizantes. Hubo también una campaña de intoxicación informativa de los grandes medios de comunicación, en la línea vaticinada por London en su novela, que acusaron a este sindicato de antipatriota. Uno de los dirigentes del IWW, Frank Little, fue víctima de un linchamiento “popular” en agosto de 1917, tras el hostigamiento de la prensa por su actitud militante contra la primera gran guerra y la participación de Estados Unidos en ella.

Este papel de la prensa, de los medios de comunicación, en la creación de opinión, y por tanto de legitimación de la realidad, no pasó desapercibida, evidentemente, ni por los críticos del sistema, como Jack London, ni por supuesto por quienes procuraban sacar provecho del mismo, por esas corporaciones descritas en El Talón de Hierro. En 1941 Orson Welles realizaba su opera prima, Citizen Kane, a partir del guion de Herman J. Mankiewicz y en ella se describe el poder de la prensa y su capacidad de manipulación en favor de quienes controlan las grandes empresas informativas, ligadas a los intereses de grandes grupos económicos.

Contrarrestar esta capacidad de incidencia en la visión del mundo que poseían los mass-medias se convirtió en una labor fundamental para muchos escritores, periodistas, cineastas y guionistas de esta época que pusieron su trabajo al servicio de una descripción de la realidad de manera más fidedigna y por tanto diferente a como lo hacían los grandes medios de comunicación vinculados a las grandes sociedades, las cuales confundían de modo intencionado la información con la propaganda. No es casual que en esta época, aprovechando también la expansión de la radio y del cine, naciera una nueva industria, la de la publicidad, que buscaba -y busca- en gran medida difundir una visión edulcorada y simplista de la realidad, limitando conceptos como los de felicidad, libertad e incluso revolución, que hoy se asocian más a ciertos perfumes, al uso de telefonía móvil o a la posesión de un determinado automóvil.


Hubo escritores en aquel momento que optaron por describir la realidad tal cual la contemplaban en las ciudades y en los campos de Estados Unidos, como John Steinbeck, cuyas novelas son escenas obtenidas de la crisis del 29, o una incipiente novela policiaca, que se desarrollaría sobre todo tras la segunda guerra mundial, durante el macartismo, y que a través de un género considerado como menor realizaban una crítica a una sociedad que comenzaba a poseer aún con mayor intensidad los rasgos descritos por la distopía de Jack London. Otros autores fueron más corrosivos en sus críticas y tomaron incluso partido, como John Red, que optó por el periodismo y no dudó en narrar la revolución mexicana y rusa, con simpatías más que notables por ambas revoluciones, sobre todo la soviética, o Upton Sinclair, que llegó a ser candidato del Partido Socialista norteamericano, en cuya fundación, por cierto, estuvo implicado Jack London, o Lillian Hellman, compañera sentimental de Dashiell Hammett, vinculada al Partido Comunista. Hubo también escritores y artistas que adoptaron compromisos progresistas, como Ernest Hemingway o John dos Passos, entre muchos otros, que vieron en la defensa de la República española una denuncia del autoritarismo que se estaba imponiendo en el mundo durante los años treinta.

Por tanto, hubo en aquellos primeros cuarenta años del siglo XX una complicidad conformada por autores y artistas que proyectaron una visión de la realidad emancipatoria y diferente al mundo que se pretendía construir desde los cenáculos del poder económico. El arte sirvió para contribuir mediante el pensamiento a la dignificación de la vida. Fue fundamental en este sentido el papel del cine que, no olvidemos, fue la gran aportación artística y cultural de los Estados Unidos al mundo, aun cuando fuese un invento europeo. Pero el cine se volvió esplendoroso en los Estados Unidos y ahí sí que se convirtió en una “máquina de sueños”, durante aquel tiempo muy vinculado también a otras ramas del arte. Fruto de estas complicidades, existió en Nueva York una Mesa Redonda de Algonquin, un encuentro de escritores, artistas, cineastas, actores y actrices, que durante los años veinte se reunían en la cafetería del hotel Algonquin de Manhattan, encuentros promovidos por la escritora Dorothy Parker, una mujer de humor incisivo que fundaría la Liga Anti Nazi y que durante los años treinta y cuarenta se comprometió políticamente.

Sin duda fueron años de esperanza y de ensueño, de intercambios y desarrollo, una etapa dorada en los Estados Unidos donde la vida se intensificó en todos los ámbitos, social, cultural y político, una etapa con muchos claroscuros, es cierto, pero también una época de cine y de música, de alternativas reales a las injusticias del mundo. Sin embargo, la sombría mirada de Jack London en su novela, aunque fuera descrita con un trasfondo de esperanza de que algún día la realidad fuera diferente a la que describía, se ha ido imponiendo y cuando han pasado cien años desde la publicación de El Talón de Hierro despertar del ensueño supone darse de bruces con una realidad poco edificante en la que aquel lema de hace bien poco, otro mundo es posible, no parece en absoluto real. Despertar hoy es enfrentarse al dominio de las multinacionales que manejan más presupuesto que muchos de los Estados existentes en el mundo y que incluso poseen más poder. Supone también percibir una falta de alternativas, la asunción del cinismo posmoderno que sólo trasluce impotencia para cambiar las cosas cuando no un discurso necesitado de epopeyas que no existen.

Despertamos y asistimos a la victoria de Trump con artimañas ya harto conocidas, las elaboradas por el propio sistema, no ha inventado nada, el viejo discurso patriótico, la exaltación de valores añejos, la defensa de modelos sociales y personales que han mostrado hasta la saciedad su inutilidad para conseguir esa felicidad defendida por la Constitución norteamericana como derecho fundamental, todo eso estaba allí y el candidato sólo lo recogió. El millonario machista y racista gana además, como si fuera una broma, gracias al voto de los trabajadores, de buena parte de las mujeres y de las minorías étnicas, descendientes de emigrantes e incluso de emigrantes afincados.


Tal vez sea una broma macabra del destino. Trotski que, como revolucionario, era un optimista histórico, acertó en sus presagios más negros en lo que se refería al futuro de la URSS si no se lograba derrotar a la burocracia, al final ésta se enquistó en el poder y ahogó el desarrollo de la revolución para devenir una tiranía cruenta y absolutista hasta hundirse por completo y desaparecer. Ahora vemos como los negros presagios de Jack London, otro optimista histórico y de la fuerza de la voluntad, acierta en ese futuro asfixiante que perdura hoy y se afianza. Un paisaje demasiado desolado después de una batalla difícil de entender.

lunes, 7 de noviembre de 2016

España, 1936-1950: Muerte y resurrección de la novela

En 2004 la editorial Destino alcanzaba el título número 1.000 en su colección «Áncora y Delfín». Esta editorial se fundó en 1940 a partir del semanario Destino, dirigida por Xavier de Salas y José María Fontana Tarrats, y que reunió durante la guerra civil en Burgos a un grupo importante de intelectuales y artistas catalanes afines o próximos al falangismo. Tras la guerra, la revista reanudó su labor en Barcelona, bajo la batuta de Josep Vergés e Ignacio Agustí, con el apoyo de Juan Ramón Massoliver y Josep Pla, que impulsaron la editorial y lograron no poca independencia respecto al régimen y a las estrecheces ideológicas del momento. Su labor en aquellos años consiguió que se reanudara la actividad literaria en un país devastado por la guerra y con buena parte de sus autores en el exilio o silenciados por motivos ideológicos, a lo que contribuyó desde 1944 el Premio Nadal, un galardón anual que permitió descubrir nuevos autores, como la jovencísima Carmen Laforet que obtuvo el primer galardón con su novela Nada.

Para dicha celebración, la editorial optó por un “autor de la casa”, Miguel Delibes, que en 1998 había publicado su novela El Hereje, con la que cerraba una carrera literaria iniciada en 1947 con la publicación de La sombra del ciprés es alargada, que obtuvo aquel año el mencionado Premio Nadal. Bajo el título España 1936-1950: Muerte y resurrección de la novela, se recopiló una serie de artículos, notas y conferencias de Miguel Delibes sobre escritores que bien ya habían comenzado a publicar en esos catorce años referidos en el título, bien se iniciaban en el mundo de las letras como lectores, «los niños de la guerra», que tomaron el testigo en esos años cincuenta y abrieron nuevos caminos estéticos en la literatura española del interior. Porque los autores a los que se refiere Delibes en los capítulos son escritores que bien permanecieron en España bien crecieron en el país tras la guerra, como Camilo José Cela, José María Gironella, Suárez Carreño, Carmen Laforet, Tomás Salvador, Luis Romero, Ángel María de Lera o José Luis Castillo-Puche, entre los primeros, y Rafael Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos, Ana María Matute o Juan y Luis Goytisolo, entre los segundos. Sin embargo, no olvida a los escritores exiliados, aquellos que salieron del país por motivos políticos y que siguieron escribiendo y desarrollando una labor artística e intelectual en países americanos o europeos.

Hay que tener en cuenta que la guerra y la dictadura posterior causaron un cisma en el ámbito cultural, lo que conllevó además, durante los años cuarenta sobre todo, un aislamiento en España que afectó a los escritores, sobre todo a quienes se quedaron en el interior y que se enfrentaron al reto de empezar de cero, con escasas referencias extranjeras contemporáneas con las que pudieran dialogar y parte de la intelectualidad española fuera del país, justo aquella que se formó en la edad de plata de la cultura española, según José Carlos Mainer. Escribe Miguel Delibes, en este sentido: «La novela fue otra víctima de la guerra civil y todos los amantes de la literatura, una vez terminada la contienda, trataron reiteradamente de reanimarla». Una reanimación a todas luces difícil, pues el aislamiento y la inexistencia de una base académica, que hubo que reconstruir, supuso un salto al vacío bastante difícil y muchas veces angustioso, por la enorme inseguridad que sin duda generó.

Sin embargo, si hubo un ámbito en el que pronto se reanudó el contacto entre la España del interior y la España del exterior, formada ésta por los exiliados, fue el de la literatura y, en general, el de la cultura. Hay que evitar, por lo demás, un análisis simplista que pudiera desprenderse de la situación: no todos los autores que se quedaron o que se mantuvieron en el país lo hicieron por ser afines al régimen franquista, no lo fueron en absoluto Ángel María de Lera, hostil a la dictadura, o Castillo-Puche, que denunció de modo radical un catolicismo oficializado en un Estado que se declaraba nacionalcatólico pero que se alejaba, en su opinión, del mensaje evangélico, tampoco lo fueron los Goytisolo, ni Sánchez Ferlosio, hijo de Sánchez Mazas, falangista de primera hora, camisa vieja, y que al igual que Dionisio Ridruejo o Manuel Hedilla se alejaron del movimiento, incluso se enfrentaron a él. Hubo también entre los que marcharon diferentes grados de distanciamiento hacia la dictadura. Ortega y Gasset o Marañón regresaron al país, optaron por lo que consideraron el mal menor, una dictadura con tintes sombríos frente al peligro comunista que vieron como una amenaza real. Aunque la mayoría de los exiliados, con ideologías muy diferentes, incluso a veces opuestas unas a otras, se mantuvieron fuera, aunque en algunos casos regresaron. Sin embargo, muchos de quienes volvieron sólo lo hicieron por una temporada, la vida cotidiana les debió de resultar bastante estrecha y gris, en comparación con la libertad del exterior.


En este sentido, esta relación que se establece entre el interior y el exilio lo estudia Jordi Gracia tanto en su ensayo La Resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España como en su continuación, A la intemperie. Exilio y cultura en España, ensayos que desarrollan en gran medida lo que apunta ya Delibes en su libro recopilatorio y se habla en ellos incluso de ámbitos de cooperación entre los dos bandos que consiguen incluso desarrollar proyectos en común, como el Diccionario de literatura española, publicado en 1949 por Revista de Occidente y elaborado por Julián Marías, filósofo próximo al régimen, al menos durante un tiempo, y Germán Bleiberg, republicano, que ahogado por el ambiente del país acabará marchándose de España. Se intenta mostrar un panorama conjunto de autores españoles, aunque Francisco Ayala criticara esta obra que intentaba derribar muros por haber sido en exceso cicatera con la España exiliada.


Miguel Delibes, por su parte, analiza las características estéticas que se van dando en los distintos grupos literarios que aparecen en el país y como inciden en ellas la cada vez mayor apertura hacia el exterior, al menos desde un punto de vista cultural, tanto en lo que supone recuperar la literatura del exilio como conocer y dialogar con la literatura de otros países, entre ellas, muy importante a partir de los años sesenta, la literatura latinoamericana, con nuevas técnicas y nuevas formas de tratar los temas de siempre.

martes, 1 de noviembre de 2016

Portugués: una lengua, varios mundos...

Es un tópico: en España se desconoce e incluso se ignora todo lo que ocurre en Portugal, a pesar de ser países vecinos y compartir un territorio, el de la península Ibérica. De Portugal, en esta parte de la raya, hasta hace unos años apenas se conocían las toallas, los azulejos, el fado y la Revolución de los Claveles. Los informativos audiovisuales y la prensa escrita, incluso ahora, no suelen recoger mucha información política o social de aquel país y es posible que un español medianamente informado conozca los nombres de los principales mandatarios europeos, pero desconozca los de Portugal. Claro que es algo que se está corrigiendo. Poco a poco Portugal está más y más presente en España, hay un mayor interés por su cultura y su realidad social, el turismo español ha aumentado en las ciudades y pueblos vecinos e incluso ha comenzado a aumentar el número de españoles que aprenden portugués, más allá de Galicia y de la comarca extremeña de Olivenza, cuyos habitantes, por cierto, tienen opción a la nacionalidad portuguesa, consecuencia del conflicto territorial, sin duda apaciguado, entre ambos países.

En este sentido, hay que tener en cuenta que el portugués lo hablan en este momento alrededor de 270 millones de personas en el mundo y el Novo Atlas da Língua Portuguesa, que se ha presentado en la actual cumbre de la Comunidad de Países de Lengua Portuguesa (CPLP) -Brasilia, el 31 de Octubre y 1 de Noviembre de 2016-, estima que a finales de este siglo lo hablarán casi 500 millones de personas. Ha contribuido sin duda a esta difusión el que dos de las potencias emergentes en la economía mundial, Brasil y Angola, sean de lengua oficial portuguesa y también a un mayor interés por la literatura escrita en dicho idioma, con nombres reconocidos que, además del de Pessoa, ya se conocen en España, como los de José Saramago, Lobo Antunes, Miguel Torga o José Luis Peixoto, entre otros autores portugueses, o Mia Couta, de Mozambique, entre los autores africanos.  

A esta difusión del portugués contribuyen el Instituto Camões, presente en numerosos países, y los diversos Institutos de Cultura Brasileña, también presentes en numerosas ciudades del mundo. Oficialmente O Camões - Instituto da Cooperação e da Lengua, Portugal, es un organismo público dependiente del Estado que se creó en 1992, heredero del Instituto de Cultura y Lengua Portuguesas. Además, Portugal dispone de una red de escuelas portuguesas en las antiguas colonias, incluso en Macao, donde el idioma está perdiendo influencia por la importancia de lenguas como el chino o el inglés. No ocurre lo mismo en las colonias africanas, donde el portugués se mantiene con fuerza y es la principal lengua de comunicación, aun cuando comparta espacio con numerosos idiomas en cada uno de ellos, lo que en algunos casos, como el de Guinea Bissau, ha creado un vivo debate sobre su empleo como única lengua vehicular en la escuela ya que en dicho país está difundido en casi todo el territorio el crioulo, lengua mayoritaria entre la población.

Además, los países donde el portugués está presente se han dotado de mecanismos de cooperación cultural, pero también político, económico y social a través de organismos supraestatales. Uno es la ya citada Comunidad de Países de Lengua Portuguesa, que celebra ahora su XI Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno en Brasilia, Brasil. La constituyeron en 1996 Angola, Brasil, Cabo Verde, Guinea Bissau, Mozambique, Portugal y Santo Tomé y Príncipe. En 2002 ingresó Timor Este, en paralelo a su proceso de independencia de Indonesia, y Macao se unió en 2009. Asimismo, hay países que, por su relación histórica con Portugal, se vinculan a este organismo como observadoras, tal es el caso de Mauricio o Senegal. Guinea Ecuatorial mantiene lazos con este organismo dado que en la isla de Annobón, antiguo enclave portugués, se habla un idioma cercano al criollo de Santo Tomé y Príncipe, lengua que fue reconocida como oficial por el gobierno ecuatoguineano, que decretó también el portugués como oficial. Como nota a tener en cuenta hay que destacar que Galicia está presente en algunos organismos del CPLP a través, entre otros, de la Academia Gallega de Lengua Portuguesa (AGAL) y está en proceso que la Comunidad Autónoma se pueda incorporar como observadora asociada, pendiente de aprobación por el Gobierno español. Se está intentando reforzar esta institución y sobre la mesa hay incluso una propuesta de Portugal de establecer una zona de libre circulación de personas entre los países que lo conforman. Otro organismo es el PALOP (Países Africanos de Lengua Oficial Portuguesa), fundado en 1996 y que ha creado mecanismos de cooperación en todos los ámbitos entre los países que lo integran.


Resulta evidente que el portugués es uno de los idiomas más difundidos y con un peso cultural enorme y diverso. Existen grandes medios de comunicación que emplean este idioma, como el grupo RTP (Rádio e Televisão de Portugal), con una cadena especializada en África, RTP-África, o el grupo brasileño Globo. Por lo demás, en lo que a la península se refiere, los lazos que crea una frontera son enormes, no sólo en Galicia y en Olivenza, también a lo largo de toda la raya. Son lazos económicos, sociales y culturales de gran importancia a lo largo de la historia y de profundo calado. Podíamos remontarnos a la importancia de la poesía galaicoportuguesa o a los años de unión real entre ambos reinos. Podemos hablar del movimiento iberista del siglo XIX, muy presente en el republicanismo portugués y en ámbitos progresistas en España. Unamuno afirmaba que cualquier español que se pretendiera culto debía hablar como mínimo portugués, castellano y otra lengua peninsular. Incluso en la actualidad se ha constituido un partido, Íber, que recoge el guante del iberismo. Pero todo esto es, ahora mismo, otro debate.

jueves, 27 de octubre de 2016

Guy de Maupassant

En el verano de 1864 un joven de catorce años salva de morir ahogado al poeta decadente inglés Algernon Charles Swinburne. El suceso ocurre en Étretat, una bella localidad de la costa normanda. El muchacho, Guy de Maupassant, se había reencontrado allí con el pintor paisajista Jean Baptiste Camille Corot, por entonces ya anciano. Buena parte de su obra ya está realizada y despierta el interés de algunos jóvenes que unos años después iniciarán una renovación pictórica que se conocerá como impresionismo.  Pero ese muchacho que le acompaña ese verano y que salva al poeta inglés no es pintor, pero sí es una persona de intensa sensibilidad con tendencia a la escritura, tal vez, en ese momento, de una manera vaga, banal, sin saber a ciencia cierta si se trata de una vocación, de una afición o de algo pasajero. Seguramente tiene en la cabeza las preocupaciones que le despiertan la mala situación en su hogar. Sus padres se han separado y su padre se ha trasladado a París. La economía familiar tampoco es buena y se resiente aún más. Cuesta salir adelante o, como mínimo, disponer de unas perspectivas de futuro que permita encarar la vida con un mínimo de optimismo.

Puede parecernos aquellos años, sin embargo, como de grandes esperanzas y de una actitud positiva ante la vida. De hecho, se ha impuesto una idea de progreso que algunos creen sin fin. La Europa central se industrializa y la burguesía ocupa no sólo la economía, sino que empieza a manejar las estructuras de poder de los Estados y a incidir también en el arte, a medida que se impone su estilo de vida. Al mismo tiempo, como contrapunto, surge la clase obrera y sus organizaciones nacionales e internacionales, con una visión utópica de un mundo mejor y que reacciona a las malas condiciones de vida con una lucha intensa por una sociedad sin explotación e igualitarista, con libertad, justicia y fraternidad universal. Se desarrollan las ciencias, en concreto una ciencia positiva que incide en gran medida en la cotidianidad, mejora la vida de las personas, y que permite a su vez una nueva tecnología, al principio vista no sin desconfianza, pero de inmediato asumida como parte de ese progreso imparable. No obstante, surge también en paralelo algunas actitudes que se distancian del optimismo, que rozan el pesimismo profundo. Resurge un materialismo que cuestiona la metafísica del momento. Se abre un proceso al Dios cristiano que tiende a la formulación, años después, de su muerte: parece que el mundo no Le necesite para explicarse a sí mismo.

En aquellos años al joven Maupassant no le preocupa tanto todas esas cuestiones. Se plantea cada vez más la literatura no sólo como quehacer, como modo de ocupar el tiempo, sino como forma de vida, aunque esto pueda sonar un tanto rimbombante. Sea lo que fuere, ha comenzado a escribir y muestra a personas adultas próximas, más volcadas en tales menesteres, sus primeros escritos. Una de las personas a las que acude es Louis Bouilhet, bibliotecario de Rouen, que le manifiesta su agrado por la poesía, por los poemas del joven, y le invita a continuar por ese camino. Pide consejo también a Gustave Flaubert, amigo de su madre y con el tiempo inseparable de él mismo e introductor en ambientes literarios. Intensos, bellos, apasionantes y apasionados serán los artículos que publicará años después en la revista Gil Blas o en La revue moderne et naturaliste y que describirán los encuentros con Flaubert, Zola, Mendés, los hermanos Goncourt, Mallarmé o Huysmans, entre otros. Flaubert le anima a avanzar en la prosa.

Con veinte años, en 1870, vive una experiencia espeluznante, terrible, cruel. Ha estallado la guerra con Prusia y Maupassant se halla en París durante el asedio. Conoce de primera mano todo el horror de la guerra, la muerte que produce, la destrucción que provoca. La guerra de Prusia causa en su momento una fuerte impresión. Zola escribe un hermoso relato en el que los soldados de ambos lados se niegan a combatir tras un sueño que todos comparten y en el que contemplan un campo regado de sangre. A raíz de esa experiencia Maupassant se vuelve antimilitarista y rechaza las guerras, cualesquiera que fuesen sus causas. La guerra de Prusia muestra a su vez hasta qué punto esa tecnología que ayuda a la industria, a mejorar de un modo u otro la economía, la sociedad y la vida cotidiana, sirve también a la destrucción, a la deshumanización. Será un avance, apenas un reflejo, de las dos grandes guerras del siglo XX que asolarán Europa, y de otras guerras parciales no menos exentas de violencia y crueldad. Pero esto Maupassant no lo conocerá, ya tuvo bastante con aquel asedio de Paris y sin duda comenzará allí también una visión del mundo no tan plácida como pudiera parecernos la fascinación resplandeciente ante tanto progreso.

Maupassant se sumerge en la literatura. Escribe relatos y poemas, surgen los primeros bocetos de algunas novelas, publica crónicas en revistas. En 1879 aparece su poema «Une fille» en la La revue moderne et naturaliste que le supone una denuncia por ultraje a las buenas costumbres. Hay cosas que esa burguesía mojigata y moralista, que ya se cree dueña de la ética y de la sociedad, no está presta a admitir. Flaubert interviene a su favor y logra, como gran escritor que ya es, que el proceso no vaya a más y se paralice antes de juicio. Aquel incidente no será óbice para que Maupassant comience una década intensa en la escritura. Escribirá buena parte de su obra literaria en ella. Sin embargo, al mismo tiempo, su salud empeora, aparecen los primeros síntomas de una enfermedad nerviosa que le acompañará hasta la muerte. Le atrae en algún momento la hipnosis, el espiritismo y la psicopatología, que tan de moda están tanto en Europa como en América. No podemos olvidar en este sentido que tales temas aparecen en la literatura gótica, muy presente en la tradición anglosajona, por ejemplo en el escritor, Edgar Allan Poe, que murió cuando Maupassant ni siquiera había nacido, y que escribió relatos de tono macabros y de terror, o a Mary Shelley, autora de Frankenstein o el moderno Prometeo. El escritor portugués, contemporáneo de Maupassant, José María Eça de Queirós, aunque de estilo social y realista, roza el misterio y tal vez lo hipnótico en novelas cortas como O mandarim y A reliquia. Quizá la atracción por esos temas indique que la idea de progreso tuvo sus sombras y aunque el materialismo pareció en algún momento ganar la batalla de las ideas, había una necesidad de conocer es otro lado de lo material que la razón no podía explicar del todo.


Del mismo modo que Maupassant no pudo comprender la enfermedad mental que afectó a su hermano Hervé, que acabará en una casa de salud en 1889, donde morirá en noviembre. Maupassant profundiza su pesimismo y empeora su salud. Mariane Bury, doctora en literatura francesa y experta en la obra de Maupassant, recoge una carta que el escritor dirige a su amigo Henri Cazalis en diciembre de 1891 y en la que escribe: «Je suis irrémédiablement perdu. Je suis même à l´agonie… C´est la mort imminente et je suis fou. Ma tête bat la campagne. Adieu ! ami, vous ne me reverrez pas». Unos días después, la noche del 1 de enero, intentará suicidarse. No lo logra. Morirá ese mismo año, unos meses después, en el verano.

miércoles, 19 de octubre de 2016

Disidencias y memoria

En su libro La Resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España, el profesor Jordi Gracia plantea la situación complicada y a todas luces ambigua que vivieron algunos pensadores y artistas al tener que optar por un bando en 1936. Pone el acento en aquellas personas que no se encuadraban bien en ninguno de ellos, como es el caso de aquellos liberales que no se identificaban en absoluto con el filofascismo de la Falange, con el integrismo de los carlistas de la época o con el autoritarismo de los militares, pero tampoco se sentían cómodos en una República inestable que corría el peligro, según estos liberales, de sucumbir a los cantos de sirena del comunismo soviético o de aventurarse por otras sendas revolucionarias. Era el caso, por ejemplo, del Doctor Marañón o del filósofo Ortega y Gasset

Pero no sólo fueron los liberales de los años treinta quienes tuvieron que tomar decisiones difíciles y sin duda transcendentales en momentos poco aptos para una reflexión pausada.  Hubo también casos como el de Pío Baroja, lo menciona Jordi Gracia, a quien desde luego no se le puede encuadrar como liberal, ni mucho menos, no es de fácil catalogación en el plano ideológico, pero en todo caso se sentía también muy distanciado de aquellas, por lo menos, dos Españas, más por actitud que por ideología. Sea lo que fuera, tuvieron que elegir y optaron por lo que consideraron el mal menor. Al mismo tiempo, en los dos bandos en que se dividió el país pervivieron subgrupos que tenían que tomar decisiones rápidas, muchas veces sin que pudieran atenderse a los matices que a todas luces merecían tenerse en cuenta.

En el bando republicano anarquistas -agrupados en la CNT, en la FAI, también en una red de asociaciones culturales o de forma de vida- y militantes del POUM tuvieron que discutir qué hacer ante el gobierno del Frente Popular, si formar parte de esta coalición y del gobierno que conformó o distanciarse de él y de su gobierno, en una situación además de asedio de los sectores reaccionarios. En el campo anarquista saltaba a la vista la contradicción que existía entre sus planteamientos ácratas y la necesidad de formar parte de un gobierno que, por muy izquierdista que fuera, tenía que gestionar un Estado, con lo que ello comportaba. En el caso del POUM, la presión recayó sobre todo en el sector que provenía del trotskismo, los militantes que habían sido parte de la Izquierda Comunista, mientras el propio Trotski lanzaba diatribas contra el Frente Popular por su carácter interclasista. Conocemos el golpe de mesa que impuso el PCE en ese momento y el final trágico en las filas del anarquismo y del POUM. Frente a estos sectores, había una derecha en el País Vasco y en Cataluña identificada con los respectivos nacionalismos vasco y catalán, y que encontraron en la República una cierta vía de solucionar el conflicto entre el Estado central y las naciones periféricas. Sin embargo, en el caso catalán, más afín su derecha a posiciones liberales, se encontraron con un mismo dilema que los liberales españoles, tuvieron que elegir entre la República, ideológicamente más próxima, o el Alzamiento, que les daba más seguridad frente a aventuras revolucionarias. En muchos casos optaron por lo segundo.

En el bando llamado nacional hubo también una pluralidad ideológica que no siempre fue fácil gestionar. Falangistas, carlistas, monárquicos isabelinos, los sectores más derechistas de la CEDA y los mencionados sectores liberales, catalanistas incluidos, confluyeron en apoyar el golpe y posterior bando derivado de él. En 1937 el mando militar ordenó una unificación que no todos compartieron, pero acataron al menos durante la guerra, más por imperativos militares que por convicción. Se crea la Falange Española Tradicionalista y de las JONS en 1937. Casi en la misma época en que estalla en el lado republicano un enfrentamiento entre los partidarios de la revolución, donde se sitúan el POUM y un sector de los anarquistas frente al gobierno, principalmente frente al PCE y al PSUC, se da una primera disensión en el lado nacional, la que protagoniza uno de los líderes de la Falange, Manuel Hedilla, que se opone a la unificación que, según él, traiciona los principios de la Falange. Se impone no obstante la disciplina militar y tras una serie de detenciones se logra silenciar cualquier disidencia, que surgirán mucho después, tras la guerra. Habrá nuevas disidencias falangistas, como la de Dionisio Ridruejo, así como también el cada vez mayor distanciamiento de los carlistas, al menos de un sector importante del mismo, también de los monárquicos isabelinos. Llama la atención que llegara un momento en el que los dos pretendientes al trono, Juan de Borbón, hijo de Alfonso XIII, y Carlos Hugo de Borbón, por la línea carlista, se distanciaran del régimen. El primero vivió en Portugal. El segundo fue incluso expulsado de España por orden gubernativa.

Sin duda, si los protagonistas de aquellos años tuvieran, como nosotros, el privilegio de la distancia temporal, tomarían con toda seguridad decisiones muy diferentes. La ventaja de contemplar los hechos desde dicha distancia temporal, en este caso cuando ya han pasado décadas, es que conocemos el final, jugamos con las cartas marcadas, que es al fin y al cabo lo que ocurre cuando evaluamos hechos históricos. Frente al conflicto español del 36 tenemos una posición, sí, pero conociendo lo que ocurrió. Aquellos que se identifiquen con las posiciones liberales pueden hoy distanciarse de los liberales de la época, muchos de los cuales apoyaron el alzamiento nacional creyendo que su victoria iba a reportar algo de seguridad y calma, que iba a ser un periodo transitorio que desembocaría en una rápida democratización. Ahora sabemos que fue un error pensar así, que la dictadura se mantuvo en el tiempo hasta que su adalid murió. Pero es difícil tomar una decisión cuando los hechos transcurren con vehemencia y parecen exigir una toma de postura sin dudas ni connotaciones. Del mismo modo, las otras corrientes en ciernes adoptarían posiciones muy diferentes.

Sin embargo, es evidente que en la toma de decisiones resulta muy diferente el papel de los políticos, de los cuadros que ocuparon puestos en cada uno de los partidos y organizaciones en ciernes, respecto al papel de pensadores, escritores, artistas en general que tuvieron que reflexionar sobre hechos que les afectaban, pero de los que no eran protagonistas directos. Aunque aquí sin duda habría mucho que matizar porque en algunos casos no siempre las fronteras estaban muy definidas. Hubo escritores, como José Bergamín o el citado Dionisio Ridruejo que tuvieron un papel muy importante en la acción política, en su caso en bandos opuestos. También hay que indicar que buena parte de la intelectualidad se puso a favor de la República, donde se hallaba además la legitimidad legal. Lo reconoce el propio Ridruejo al comparar, una vez acabada la guerra, el material gráfico de ambos lados y darse cuenta de la superioridad cualitativa y cuantitativa de revistas, ediciones de libros, materiales varios en el bando republicano. A lo que habría que añadir de la cada vez mayor distancia que adoptaron muchos de los pensadores y escritores que apoyaron al bando nacional, la del propio Ridruejo, o la de otros nombres como Sánchez Mazas, Gonzalo Torrente Ballester, Luis Rosales, Antonio Tovar o en menor medida, por ser más joven, José María Valverde, entre otros.


Es evidente que juzgamos hechos que están aún muy próximos, aun cuando hayan pasado tantos años desde que se iniciara la denominada transición, la cual se construyó, por cierto, a partir de pactos de silencio que a lo mejor no fueron tan convenientes: al final acaba saliendo a flor de piel muchos aspectos y heridas, como parece que está ocurriendo en estos días con una exposición en Barcelona, un sinfín de sentimientos no siempre muy razonados -son sentimientos- ni racionales, aunque en ocasiones parece que dominan intereses políticos locales. El amplio movimiento de recuperación de la memoria histórica procura aclarar las responsabilidades en la opresión y muerte de miles de personas que por pertenecer al bando perdedor o en gran medida a la población susceptible de represaliar, los descendientes de los vencidos, sufrieron en mayor medida el silencio impuesto. Hay quien sostiene que remover ese pasado cercano supone despertar viejas rencillas. No es verdad, no es necesario acudir a la historia para despertar rencillas, más bien parece que haya quien se encuentre muy cómodo entre las verdades oficiales y las leyes basadas en el silencio. Pero sin duda es una labor necesaria y existió esa disidencia entre quienes defendieron el alzamiento que ha cuestionado las actitudes propias, aunque muchos de las personas citadas ya hayan muerto y no pueden hoy aportar su grano de arena. Más cuando nos podemos permitir una reflexión mucho más pausada.

miércoles, 12 de octubre de 2016

Símbolos, identidad e identificación

Es evidente que todos los grupos humanos rememoran hechos y gestas que se constituyen en símbolos de su identidad. Cuando más grandes son dichos grupos humanos, más compleja resulta la construcción de la identidad y el símbolo identitario puede llegar a ser más difícil de homogenizar, pues no todos sus miembros se identifican con él y pierde por tanto su efectividad de significado. Todo esto es más evidente cuando el agente encargado de organizar políticamente el grupo es un Estado, que tiene una historia, una o varias ideología(s) en ciernes y unos intereses grupales nunca homogéneos ni coincidentes. Los Estados modernos comenzaron a organizarse a partir del siglo XVI, siendo España uno de los Estados que iniciaron entonces su construcción, junto a Francia, Portugal y Reino Unido.

Estos Estados nacieron en una época turbulenta. Sus poblaciones estaban lejos de ofrecer una imagen de unicidad absoluta. A excepción de Portugal, en lo lingüístico más unificada, existían diversas expresiones culturales en su seno. Tampoco existía una única religión. No sólo había en los territorios referidos comunidades judías y, en el caso de España y Portugal, moriscas, esto es, musulmanas, el cristianismo era también plural, aunque el Obispado de Roma, Primado del Catolicismo, ya estaba creando a su vez mecanismos de absoluta unidad doctrinal. La reforma religiosa iniciada por Lutero en 1517 creó mayor dificultad a la hora de facilitar esa necesaria unidad que requería el Estado -una lengua, una religión, un pueblo (lo de una sola ley llegaría más tarde, a partir del siglo XVIII)-, a lo que hay que añadir que la libre interpretación de la Biblia, uno de los fundamentos del protestantismo, impidió una unidad doctrinal en esta corriente, al contrario de lo que ocurría en el Catolicismo, donde se crearon mecanismos más férreos de control ideológico.


Por si todo esto no fuera ya suficiente para enmarañar el proceso de construcción del Estado, hay que sumar que se iniciaba un proceso de expansión por el mundo. Los europeos llegaron a América y los cuatro Estados mencionados, junto a los holandeses, pusieron sus miras en ocupar nuevos territorios allende los mares: británicos y franceses en la parte norte y el Caribe, los portugueses en la parte sur y los españoles -en concreto, los castellanos, vascos y navarros incluidos, que los habitantes del Reino de Aragón quedaron durante un tiempo excluidos de la aventura americana- en todo el continente. Portugal, por su parte, también avanzó en ese momento hacia África y Asia, donde colonizó algunos territorios en ambos continentes.

La historia es conocida: dicha expansión supuso en muchos casos la mengua de muchas culturas propias, sobre todo en América, donde incluso desaparecieron etnias y lenguas. Nada nuevo, por otro lado: la experiencia de imperios anteriores, el romano o el persa, por ejemplo, el chino en oriente, supuso también la eliminación de lenguas y culturas, aunque es verdad que hubo una concepción imperial distinta. Los imperios clásicos no buscaban en sí mismo la destrucción de otros pueblos, al contrario, intentaron muchas veces incorporarlos con sus lenguas, religiones e incluso leyes propias reconocidas en su ámbito. Los imperios modernos, los que surgen con el Estado, buscan por el contrario homogenizar, no siempre de un modo pacífico, tal como estaba ocurriendo también en los territorios europeos, hay por tanto una voluntad de conversión de los pueblos a su fe, con la Cruz pero también con la espada, se procura dotarles de sus lenguas respectivas como expresión de cultura. La Historia de la humanidad es en gran medida la historia de sus crímenes.


De compañera del Imperio, calificó sin embargo Antonio de Nebrija a la lengua castellana. No era por oposición y eliminación de otras lenguas -ibéricas o americanas- que se estableció dicho predominio, aunque es evidente que el castellano no sólo pasó a ser la lengua del Imperio, de sus leyes y de prestigio en su cultura, sino la lengua empleada por sus clases dominantes. Las otras lenguas pasaron a ser de uso privado o, en muchos casos, lenguas asociadas a lo marginal cuando no a lo turbio o a lo bajo. Es interesante observar en la Historia de Catalina de Erauso, escrita por ella misma como los vascos y navarros que intervinieron en la gobernanza de las tierras de ultramar empleaban entre ellos, en sus conversaciones privadas, el vasco mientras que ordenaban la cotidianidad mediante el castellano, la compañera del Imperio. Mientras, el término algarabía como lengua atropellada o ininteligible procede del árabe de los moriscos, de la incomprensión que producía a los no hablantes de dicha lengua hablada sobre todo en el Algarve portugués. En este sentido, con una misma lógica, el barcelonés Juan Boscán traducía al castellano los versos al itálico modo porque el castellano era la lengua de cultura en ese momento. A medida que el Estado español se iba conformando ideológicamente de un modo más homogéneo, más dura y más insidiosa devino la exaltación simbólica, llegando al cénit su plena identificación -el castellano, el catolicismo, ciertas prácticas y costumbres- con lo español durante la dictadura franquista. De un modo análogo se convirtió el inglés en lengua predominante en el Reino Unido y en las colonias de América. El francés, por su parte, se impuso como única lengua de enseñanza y casi de cultura durante el siglo XIX, cuando se volvió efectiva la centralidad legal y política de la Francia de la Revolución. Tanto en el Reino Unido como en Francia han llegado a reducir bastante el predominio de otras lenguas, hasta el punto que muchas de ellas son ahora marginales, inexistentes en buena parte del territorio donde se hablaba, lo que no ha ocurrido en España.

Ante esta historia, ¿cabe mantener la Hispanidad como fiesta identitaria, asumiendo un descubrimiento, algo a todas luces etnocentrista, y sobre todo la parte negativa que tiene todo Imperio, esto es, las masacres, la esclavitud, la explotación? Es evidente que muchos no nos identificamos con ese símbolo identitario tal como ha sido construido. Para suavizar este pasado hay quien habla de encuentro entre culturas, aunque en muchos casos habría que hablar de encontronazo. Por otro lado, aunque no nos guste la forma en que se desarrolló el pasado, aunque no nos identifiquemos con los hechos ni con las exaltaciones patrióticas -y patrioteras- que se derivaron de aquellos, resulta innegable que de una forma u otra forman parte de cierta identidad colectiva. El tiempo es el que es, era el lema en la ficción del Ministerio del Tiempo que guarda a todas luces una enorme verdad. Otra cosa son las interpretaciones, ante las que debemos guardar ciertos reparos, hay mucho de acronía en ellas cuando no intereses políticos que procuran imponer otras identidades basadas en manipulaciones y medias verdades o que buscan a su vez otras identidades, no menos legítimas, aunque con los mismos anhelos homogenizadores. ¿Qué hacer por tanto con la fiesta identitaria?

Francia ha encontrado como gran símbolo de la identidad actual el 14 de Julio, que rememora la toma de la Bastilla, la revolución que permitió la construcción de un Estado burgués, ciudadano e igualitario. Posee un significado a todas luces progresista que no gusta desde luego al cada vez más minúsculo movimiento monárquico-legitimista francés, ni siquiera sostenido por la extrema derecha francesa, que asume y exalta también los valores republicanos (aunque sea para barrer para casa). Pero tampoco gusta a los defensores de los grupos con lenguas diferentes, como los vascos o los bretones, que asocian la Revolución de 1789 con la pérdida de las leyes propias por mor de un republicanismo ciudadano. Tampoco encuentra este símbolo identitario la identificación de muchos ciudadanos franceses de orígenes distintos al europeo que no se sienten tal vez amparados por los valores republicanos derivados de 1789.


Tal vez haya acertado más Portugal, al elegir como fecha simbólica la de la muerte de un poeta, Luis de Camões, que murió el 10 de junio de 1580. Este autor escribir Os Luisadas, un poema épico que narra la aventura de los navegantes portugueses con elementos fabulosos, rememoración de la cultura clásica europea y reminiscencias de la epopeya medieval. Nada mejor que un poeta se convierta en el gran símbolo de la identidad nacional. Al fin y al cabo la literatura contribuye a que nos identifiquemos mejor, de un modo menos sangriento, con el pasado, lejos de una Historia redactada siempre por los vencedores.

miércoles, 5 de octubre de 2016

Cândido de Oliveira

Durante la IIª Guerra Mundial el régimen de Salazar se mantuvo neutral. Lisboa, no obstante, se convirtió en el puerto de salida de miles de personas que huían del nazismo y de la guerra con destino América. Pero además Portugal, por su posición atlántica y sus colonias en África, podía volverse un problema para Alemania si se aliaba a Gran Bretaña, cortando así las ansias expansionistas del IIIer. Reich. El objetivo era aislar a los británicos, para lo cual Alemania proyectó un plan, la Operación Félix, con la intención de limitar, incluso impedir, la libre circulación por el Atlántico de los navíos del Reino Unido. Ya había conversaciones con la España de Franco para invadir Gibraltar, un lugar clave para el ejército británico y un territorio una y mil veces reclamado por España. El Reich se planteó también invadir Portugal y así impedir de raíz cualquier tentación del gobierno de Salazar de dar cobertura al gobierno de Londres.

La Dirección de Operaciones Espaciales (Special Operations Executive – SOE) organizó la denominada red Shell, un servicio de agentes y espías cuya principal tapadera era sobre todo dicha empresa de distribución energética de los que muchos de ellos eran empleados, de allí su nombre, con el fin de boicotear, llegado el caso, la ocupación de Portugal. Se montó un sistema de comunicación en clave, imprescindible para poder transmitir la información que la red de espías y agentes necesitaban que llegara con seguridad a los responsables en Londres. Había que prever varios medios de transmisión. Para ello contó, entre otros, con un empleado de CTT, el servicio portugués de correos, teléfonos y telégrafos, un ciudadano de Portugal, convencido demócrata, enemigo acérrimo de Salazar y del fascismo, Cândido de Oliveira.

Contra lo que se pudiera pensar, no se trataba de un tipo gris, introvertido, apartado del mundo, según los cánones al uso en el género de espionaje. Cândido Plácido Fernandes de Oliveira era desde 1912, año en que debutó en el fútbol a través de la asociación lisboeta, un jugador reconocido entre los aficionados. Entre 1914 y 1920 jugó en el Benfica, uno de los mejores equipos futbolísticos portugueses. En 1920 fundó, junto a otros antiguos beneficiados de la Casa Pía lisboeta, como lo fue el propio Oliveira, la Casa Pía Atlético Club, con la que jugó otros seis años. En estos tiempos se funda la Selección Portuguesa de Fútbol, que se estrena el 18 de diciembre de 1921, en un partido con España, y aunque perdió, los medios de comunicación destacaron el estilo de Cândido de Oliveira, que fue el primer capitán del equipo. No en vano, nadie ponía en duda su capacidad física, se trataba al fin y al cabo de un gran aficionado al deporte, practicaba incluso, entre otros, la lucha grecolatina.

Pero además era un lector empedernido. Le interesa sobre todo la literatura clásica que lee con fruición. Posee una desbordante imaginación, le recuerdan como contador de historias, algunas inventadas mientras las narra, para entretenimiento de sus colegas de equipo, y es su enorme capacidad comunicativa lo que le permite desarrollar su otra faceta, la de fino cronista deportivo en los medios de comunicación, como la revista Stadium, de aquella época o A Bola, que funda en 1945, y que se convierte en el principal medio deportivo, con unas crónicas las suyas leídas con pasión e interés. Compagina su labor periodística, una vez abandona el juego tras doce años como futbolista, con el puesto de entrenador de varios equipos, incluso llega a estar en Brasil como entrenador del Flamingo de Río de Janeiro.


Sin embargo, no concibe el puesto de entrenador como una profesión. El fútbol de ese momento comienza a profesionalizarse, ciertamente, pero está muy lejos del nivel al que ha llegado en nuestros días. De ahí que Cândido de Oliveira entre a trabajar en CTT. Tampoco olvida la realidad que le circunda, esa dictadura en Portugal que impide la libre circulación de las ideas, que persigue cualquier disidencia, que se basa en la opresión, opresión que mata y tortura a los disidentes. Además, está lo que ocurre en Europa, la terrible guerra civil que afecta al país vecino, a España, y que culmina con una nueva dictadura. Alemania está gobernada a su vez por una ideología criminal, racista y reaccionaria, se convierte en una verdadera amenaza para las pocas democracias que van quedando en el continente y la expansión del IIIer. Reich, al iniciarse la guerra, es un nuevo peligro que, Cândido de Oliveira está convencido de ello, hay que combatir. Con la discreción imprescindible en un país como Portugal, bajo el régimen autoritario de Salazar, el exjugador de fútbol y flamante entrenador va hablando con personas de confianza. Es así como entra en contacto con una resistencia que, ante el peligro de ocupación alemana, se pone al servicio del contraespionaje británico. El 23 de abril de 1941 el abogado inglés John Beevor, residente en Lisboa, notifica a Londres la incorporación de un nuevo agente, «Pax» será su nombre en clave, experto en telecomunicaciones.

Durante poco más de un año ejerce sus funciones como espía para la red SHELL. En junio de 1942, ya bajo sospechas de la Policía de Vigilancia y Defensa del Estado (PVDE, en 1945 cambiara la V por la I de Internacional, la sangrienta PIDE), es detenido y se le lleva al campo de concentración de Tarrafal, en Cabo Verde, situado en una zona pantanosa de la Isla de Santiago y donde permanecerá como preso hasta enero de 1944. Regresa a Lisboa donde se va incorporando en la medida de lo posible a la normalidad. Vuelve a su pasión periodística y funda en 1945 la revista A Bola. De su paso por Tarrafal quedan sus impresiones que escribirá, resultando un libro, O pântano da morte, que aparecerá publicado una vez se derroca la dictadura, en 1974, tras la Revolución de los Cláveles.


No llega sin embargo a vivir ese día de Abril del 74 en que un puñado de capitanes asesta un golpe mortal al régimen. Muere mucho antes, en 1958, durante el transcurso de la Copa del Mundo de la Fifa que tiene lugar en Estocolmo donde estaba cubriendo para su revista el evento deportivo.