En 1908 el escritor norteamericano Jack London publicaba la novela El Talón de Hierro, una distopía en la que
se describe un mundo gobernado por grandes corporaciones privadas que controlan
la sociedad entera. Manejan los hilos de los Estados, los de sus gobiernos y
los de sus aparatos administrativos, los de los tribunales y los de sus cuerpos
policiales y militares, los de la salud y el pensamiento, conquistando para
ello la universidad y los medios de comunicación y así legitimar su poder mediante
el adoctrinamiento, y para ello cuentan con la ayuda inestimable de direcciones
sindicales que logran una mínima mejora material de aquellos hombres y mujeres
dóciles que admiten este poder, lo normalizan (lo normativizan: lo normal es lo
normativo) mientras que lanzan a la periferia social a quienes mantengan un
ápice de crítica, los persigue incluso de forma cruenta. Las grandes
corporaciones han conseguido, en definitiva, dominar la sociedad entera y
también a los individuos que la componen, sin que los focos de resistencia
puedan, a corto plazo, transformar la grisácea realidad. La vida, privatizada
en beneficio de unos pocos, ha quedado a merced de una plutocracia que consigue
asfixiar cualquier discrepancia, creando un discurso y una opinión que no
admiten disidencia.
Aquí, tal vez, habría que añadir no sin ironía aquello de que
cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia o quizá viniera mejor recordar
a Oscar Wilde y afirmar que la realidad supera la ficción.
Esta novela mereció unas elogiosas palabras de Trotsky que, en carta
dirigida a Joan London, la hija del autor, realzó la figura de un escritor que
no dudó en ponerse del lado de los trabajadores, de los campesinos pobres, de
los emigrantes que trabajaron de sol a sol en los Estados Unidos, que
consiguieron crear riqueza, que elevaron a ese país y lo transformaron en una
potencia industrial de enorme peso mundial y cuya clase trabajadora, tras el fracaso
de la revolución alemana durante la República de Weimar, tomaba el testigo del
movimiento revolucionario mundial y en sus manos dependía que se continuase la
labor iniciada en 1917 en Rusia y así izar la bandera de la transformación
social.
No en vano la confianza del viejo líder bolchevique se justificaba en
un movimiento obrero que, desde finales del siglo XIX, pero sobre todo en los
primeros cuarenta años del siglo XX, mostró una actividad enorme y se dotó de
grandes sindicatos muy activos, como el Industrial
Workers of the world, que impulsó grandes luchas e hizo frente a una
intensa represión, como la de las Palmers
Raids, redadas policiales que afectaron a muchos de sus militantes y
simpatizantes. Hubo también una campaña de intoxicación informativa de los
grandes medios de comunicación, en la línea vaticinada por London en su novela,
que acusaron a este sindicato de antipatriota. Uno de los dirigentes del IWW,
Frank Little, fue víctima de un linchamiento “popular” en agosto de 1917, tras
el hostigamiento de la prensa por su actitud militante contra la primera gran guerra
y la participación de Estados Unidos en ella.
Este papel de la prensa, de los medios de comunicación, en la creación
de opinión, y por tanto de legitimación de la realidad, no pasó desapercibida,
evidentemente, ni por los críticos del sistema, como Jack London, ni por
supuesto por quienes procuraban sacar provecho del mismo, por esas
corporaciones descritas en El Talón de
Hierro. En 1941 Orson Welles realizaba su opera prima, Citizen Kane, a partir del guion de Herman J. Mankiewicz y en ella
se describe el poder de la prensa y su capacidad de manipulación en favor de
quienes controlan las grandes empresas informativas, ligadas a los intereses de
grandes grupos económicos.
Contrarrestar esta capacidad de incidencia en la visión del mundo que
poseían los mass-medias se convirtió
en una labor fundamental para muchos escritores, periodistas, cineastas y
guionistas de esta época que pusieron su trabajo al servicio de una descripción
de la realidad de manera más fidedigna y por tanto diferente a como lo hacían
los grandes medios de comunicación vinculados a las grandes sociedades, las
cuales confundían de modo intencionado la información con la propaganda. No es
casual que en esta época, aprovechando también la expansión de la radio y del
cine, naciera una nueva industria, la de la publicidad, que buscaba -y busca-
en gran medida difundir una visión edulcorada y simplista de la realidad,
limitando conceptos como los de felicidad, libertad e incluso revolución, que
hoy se asocian más a ciertos perfumes, al uso de telefonía móvil o a la
posesión de un determinado automóvil.
Hubo escritores en aquel momento que optaron por describir la realidad
tal cual la contemplaban en las ciudades y en los campos de Estados Unidos,
como John Steinbeck, cuyas novelas son escenas obtenidas de la crisis del 29, o
una incipiente novela policiaca, que se desarrollaría sobre todo tras la
segunda guerra mundial, durante el macartismo,
y que a través de un género considerado como menor realizaban una crítica a una
sociedad que comenzaba a poseer aún con mayor intensidad los rasgos descritos
por la distopía de Jack London. Otros autores fueron más corrosivos en sus
críticas y tomaron incluso partido, como John Red, que optó por el periodismo y
no dudó en narrar la revolución mexicana y rusa, con simpatías más que notables
por ambas revoluciones, sobre todo la soviética, o Upton Sinclair, que llegó a
ser candidato del Partido Socialista norteamericano, en cuya fundación, por cierto,
estuvo implicado Jack London, o Lillian Hellman, compañera sentimental de
Dashiell Hammett, vinculada al Partido Comunista. Hubo también escritores y
artistas que adoptaron compromisos progresistas, como Ernest Hemingway o John
dos Passos, entre muchos otros, que vieron en la defensa de la República
española una denuncia del autoritarismo que se estaba imponiendo en el mundo
durante los años treinta.
Por tanto, hubo en aquellos primeros cuarenta años del siglo XX una
complicidad conformada por autores y artistas que proyectaron una visión de la
realidad emancipatoria y diferente al mundo que se pretendía construir desde
los cenáculos del poder económico. El arte sirvió para contribuir mediante el
pensamiento a la dignificación de la vida. Fue fundamental en este sentido el
papel del cine que, no olvidemos, fue la gran aportación artística y cultural
de los Estados Unidos al mundo, aun cuando fuese un invento europeo. Pero el
cine se volvió esplendoroso en los Estados Unidos y ahí sí que se convirtió en
una “máquina de sueños”, durante aquel tiempo muy vinculado también a otras
ramas del arte. Fruto de estas complicidades, existió en Nueva York una Mesa
Redonda de Algonquin, un encuentro de escritores, artistas, cineastas, actores
y actrices, que durante los años veinte se reunían en la cafetería del hotel
Algonquin de Manhattan, encuentros promovidos por la escritora Dorothy Parker,
una mujer de humor incisivo que fundaría la Liga Anti Nazi y que durante los
años treinta y cuarenta se comprometió políticamente.
Sin duda fueron años de esperanza y de ensueño, de intercambios y
desarrollo, una etapa dorada en los Estados Unidos donde la vida se intensificó
en todos los ámbitos, social, cultural y político, una etapa con muchos claroscuros,
es cierto, pero también una época de cine y de música, de alternativas reales a
las injusticias del mundo. Sin embargo, la sombría mirada de Jack London en su
novela, aunque fuera descrita con un trasfondo de esperanza de que algún día la
realidad fuera diferente a la que describía, se ha ido imponiendo y cuando han
pasado cien años desde la publicación de El
Talón de Hierro despertar del ensueño supone darse de bruces con una
realidad poco edificante en la que aquel lema de hace bien poco, otro mundo es
posible, no parece en absoluto real. Despertar hoy es enfrentarse al dominio de
las multinacionales que manejan más presupuesto que muchos de los Estados
existentes en el mundo y que incluso poseen más poder. Supone también percibir
una falta de alternativas, la asunción del cinismo posmoderno que sólo trasluce
impotencia para cambiar las cosas cuando no un discurso necesitado de epopeyas
que no existen.
Despertamos y asistimos a la victoria de Trump con artimañas ya harto
conocidas, las elaboradas por el propio sistema, no ha inventado nada, el viejo
discurso patriótico, la exaltación de valores añejos, la defensa de modelos
sociales y personales que han mostrado hasta la saciedad su inutilidad para conseguir
esa felicidad defendida por la Constitución norteamericana como derecho
fundamental, todo eso estaba allí y el candidato sólo lo recogió. El millonario
machista y racista gana además, como si fuera una broma, gracias al voto de los
trabajadores, de buena parte de las mujeres y de las minorías étnicas,
descendientes de emigrantes e incluso de emigrantes afincados.
Tal vez sea una broma macabra del destino. Trotski que, como
revolucionario, era un optimista histórico, acertó en sus presagios más negros
en lo que se refería al futuro de la URSS si no se lograba derrotar a la
burocracia, al final ésta se enquistó en el poder y ahogó el desarrollo de la
revolución para devenir una tiranía cruenta y absolutista hasta hundirse por
completo y desaparecer. Ahora vemos como los negros presagios de Jack London,
otro optimista histórico y de la fuerza de la voluntad, acierta en ese futuro
asfixiante que perdura hoy y se afianza. Un paisaje demasiado desolado después
de una batalla difícil de entender.
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