En su libro La Resistencia
silenciosa. Fascismo y cultura en España, el profesor Jordi Gracia plantea
la situación complicada y a todas luces ambigua que vivieron algunos pensadores
y artistas al tener que optar por un bando en 1936. Pone el acento en aquellas
personas que no se encuadraban bien en ninguno de ellos, como es el caso de
aquellos liberales que no se identificaban en absoluto con el filofascismo de
la Falange, con el integrismo de los carlistas de la época o con el
autoritarismo de los militares, pero tampoco se sentían cómodos en una
República inestable que corría el peligro, según estos liberales, de sucumbir a
los cantos de sirena del comunismo soviético o de aventurarse por otras sendas
revolucionarias. Era el caso, por ejemplo, del Doctor Marañón o del filósofo
Ortega y Gasset
Pero no sólo fueron los liberales de los años treinta quienes tuvieron
que tomar decisiones difíciles y sin duda transcendentales en momentos poco
aptos para una reflexión pausada. Hubo
también casos como el de Pío Baroja, lo menciona Jordi Gracia, a quien desde
luego no se le puede encuadrar como liberal, ni mucho menos, no es de fácil
catalogación en el plano ideológico, pero en todo caso se sentía también muy distanciado
de aquellas, por lo menos, dos Españas, más por actitud que por ideología. Sea
lo que fuera, tuvieron que elegir y optaron por lo que consideraron el mal
menor. Al mismo tiempo, en los dos bandos en que se dividió el país pervivieron
subgrupos que tenían que tomar decisiones rápidas, muchas veces sin que
pudieran atenderse a los matices que a todas luces merecían tenerse en cuenta.
En el bando republicano anarquistas -agrupados en la CNT, en la FAI,
también en una red de asociaciones culturales o de forma de vida- y militantes
del POUM tuvieron que discutir qué hacer ante el gobierno del Frente Popular,
si formar parte de esta coalición y del gobierno que conformó o distanciarse de
él y de su gobierno, en una situación además de asedio de los sectores
reaccionarios. En el campo anarquista saltaba a la vista la contradicción que
existía entre sus planteamientos ácratas y la necesidad de formar parte de un
gobierno que, por muy izquierdista que fuera, tenía que gestionar un Estado,
con lo que ello comportaba. En el caso del POUM, la presión recayó sobre todo
en el sector que provenía del trotskismo, los militantes que habían sido parte
de la Izquierda Comunista, mientras el propio Trotski lanzaba diatribas contra el
Frente Popular por su carácter interclasista. Conocemos el golpe de mesa que
impuso el PCE en ese momento y el final trágico en las filas del anarquismo y
del POUM. Frente a estos sectores, había una derecha en el País Vasco y en
Cataluña identificada con los respectivos nacionalismos vasco y catalán, y que
encontraron en la República una cierta vía de solucionar el conflicto entre el
Estado central y las naciones periféricas. Sin embargo, en el caso catalán, más
afín su derecha a posiciones liberales, se encontraron con un mismo dilema que
los liberales españoles, tuvieron que elegir entre la República,
ideológicamente más próxima, o el Alzamiento, que les daba más seguridad frente
a aventuras revolucionarias. En muchos casos optaron por lo segundo.
En el bando llamado nacional hubo también una pluralidad ideológica
que no siempre fue fácil gestionar. Falangistas, carlistas, monárquicos isabelinos, los sectores más derechistas
de la CEDA y los mencionados sectores liberales, catalanistas incluidos,
confluyeron en apoyar el golpe y posterior bando derivado de él. En 1937 el
mando militar ordenó una unificación que no todos compartieron, pero acataron
al menos durante la guerra, más por imperativos militares que por convicción.
Se crea la Falange Española Tradicionalista y de las JONS en 1937. Casi en la
misma época en que estalla en el lado republicano un enfrentamiento entre los
partidarios de la revolución, donde se sitúan el POUM y un sector de los
anarquistas frente al gobierno, principalmente frente al PCE y al PSUC, se da
una primera disensión en el lado nacional, la que protagoniza uno de los
líderes de la Falange, Manuel Hedilla, que se opone a la unificación que, según
él, traiciona los principios de la Falange. Se impone no obstante la disciplina
militar y tras una serie de detenciones se logra silenciar cualquier
disidencia, que surgirán mucho después, tras la guerra. Habrá nuevas
disidencias falangistas, como la de Dionisio Ridruejo, así como también el cada
vez mayor distanciamiento de los carlistas, al menos de un sector importante
del mismo, también de los monárquicos isabelinos.
Llama la atención que llegara un momento en el que los dos pretendientes al
trono, Juan de Borbón, hijo de Alfonso XIII, y Carlos Hugo de Borbón, por la
línea carlista, se distanciaran del régimen. El primero vivió en Portugal. El
segundo fue incluso expulsado de España por orden gubernativa.
Sin duda, si los protagonistas de aquellos años tuvieran, como
nosotros, el privilegio de la distancia temporal, tomarían con toda seguridad
decisiones muy diferentes. La ventaja de contemplar los hechos desde dicha
distancia temporal, en este caso cuando ya han pasado décadas, es que conocemos
el final, jugamos con las cartas marcadas, que es al fin y al cabo lo que
ocurre cuando evaluamos hechos históricos. Frente al conflicto español del 36
tenemos una posición, sí, pero conociendo lo que ocurrió. Aquellos que se
identifiquen con las posiciones liberales pueden hoy distanciarse de los
liberales de la época, muchos de los cuales apoyaron el alzamiento nacional
creyendo que su victoria iba a reportar algo de seguridad y calma, que iba a
ser un periodo transitorio que desembocaría en una rápida democratización.
Ahora sabemos que fue un error pensar así, que la dictadura se mantuvo en el
tiempo hasta que su adalid murió. Pero es difícil tomar una decisión cuando los
hechos transcurren con vehemencia y parecen exigir una toma de postura sin
dudas ni connotaciones. Del mismo modo, las otras corrientes en ciernes
adoptarían posiciones muy diferentes.
Sin embargo, es evidente que en la toma de decisiones resulta muy
diferente el papel de los políticos, de los cuadros que ocuparon puestos en
cada uno de los partidos y organizaciones en ciernes, respecto al papel de
pensadores, escritores, artistas en general que tuvieron que reflexionar sobre
hechos que les afectaban, pero de los que no eran protagonistas directos.
Aunque aquí sin duda habría mucho que matizar porque en algunos casos no
siempre las fronteras estaban muy definidas. Hubo escritores, como José
Bergamín o el citado Dionisio Ridruejo que tuvieron un papel muy importante en
la acción política, en su caso en bandos opuestos. También hay que indicar que
buena parte de la intelectualidad se
puso a favor de la República, donde se hallaba además la legitimidad legal. Lo
reconoce el propio Ridruejo al comparar, una vez acabada la guerra, el material
gráfico de ambos lados y darse cuenta de la superioridad cualitativa y
cuantitativa de revistas, ediciones de libros, materiales varios en el bando
republicano. A lo que habría que añadir de la cada vez mayor distancia que
adoptaron muchos de los pensadores y escritores que apoyaron al bando nacional,
la del propio Ridruejo, o la de otros nombres como Sánchez Mazas, Gonzalo
Torrente Ballester, Luis Rosales, Antonio Tovar o en menor medida, por ser más
joven, José María Valverde, entre otros.
Es evidente que juzgamos hechos que están aún muy próximos, aun cuando
hayan pasado tantos años desde que se iniciara la denominada transición, la
cual se construyó, por cierto, a partir de pactos de silencio que a lo mejor no
fueron tan convenientes: al final acaba saliendo a flor de piel muchos aspectos
y heridas, como parece que está ocurriendo en estos días con una exposición en
Barcelona, un sinfín de sentimientos no siempre muy razonados -son
sentimientos- ni racionales, aunque en ocasiones parece que dominan intereses
políticos locales. El amplio movimiento de recuperación de la memoria histórica
procura aclarar las responsabilidades en la opresión y muerte de miles de personas
que por pertenecer al bando perdedor o en gran medida a la población
susceptible de represaliar, los descendientes de los vencidos, sufrieron en
mayor medida el silencio impuesto. Hay quien sostiene que remover ese pasado
cercano supone despertar viejas rencillas. No es verdad, no es necesario acudir
a la historia para despertar rencillas, más bien parece que haya quien se
encuentre muy cómodo entre las verdades oficiales y las leyes basadas en el
silencio. Pero sin duda es una labor necesaria y existió esa disidencia entre
quienes defendieron el alzamiento que ha cuestionado las actitudes propias,
aunque muchos de las personas citadas ya hayan muerto y no pueden hoy aportar
su grano de arena. Más cuando nos podemos permitir una reflexión mucho más
pausada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario