Es evidente que todos los grupos humanos rememoran hechos y gestas que
se constituyen en símbolos de su identidad. Cuando más grandes son dichos
grupos humanos, más compleja resulta la construcción de la identidad y el
símbolo identitario puede llegar a ser más difícil de homogenizar, pues no
todos sus miembros se identifican con él y pierde por tanto su efectividad de
significado. Todo esto es más evidente cuando el agente encargado de organizar
políticamente el grupo es un Estado, que tiene una historia, una o varias
ideología(s) en ciernes y unos intereses grupales nunca homogéneos ni
coincidentes. Los Estados modernos comenzaron a organizarse a partir del siglo
XVI, siendo España uno de los Estados que iniciaron entonces su construcción,
junto a Francia, Portugal y Reino Unido.
Estos Estados nacieron en una época turbulenta. Sus poblaciones
estaban lejos de ofrecer una imagen de unicidad absoluta. A excepción de
Portugal, en lo lingüístico más unificada, existían diversas expresiones
culturales en su seno. Tampoco existía una única religión. No sólo había en los
territorios referidos comunidades judías y, en el caso de España y Portugal,
moriscas, esto es, musulmanas, el cristianismo era también plural, aunque el
Obispado de Roma, Primado del Catolicismo, ya estaba creando a su vez mecanismos
de absoluta unidad doctrinal. La reforma religiosa iniciada por Lutero en 1517
creó mayor dificultad a la hora de facilitar esa necesaria unidad que requería
el Estado -una lengua, una religión, un pueblo (lo de una sola ley llegaría más
tarde, a partir del siglo XVIII)-, a lo que hay que añadir que la libre
interpretación de la Biblia, uno de los fundamentos del protestantismo, impidió
una unidad doctrinal en esta corriente, al contrario de lo que ocurría en el
Catolicismo, donde se crearon mecanismos más férreos de control ideológico.
Por si todo esto no fuera ya suficiente para enmarañar el proceso de
construcción del Estado, hay que sumar que se iniciaba un proceso de expansión
por el mundo. Los europeos llegaron a América y los cuatro Estados mencionados,
junto a los holandeses, pusieron sus miras en ocupar nuevos territorios allende
los mares: británicos y franceses en la parte norte y el Caribe, los
portugueses en la parte sur y los españoles -en concreto, los castellanos,
vascos y navarros incluidos, que los habitantes del Reino de Aragón quedaron
durante un tiempo excluidos de la aventura
americana- en todo el continente. Portugal, por su parte, también avanzó en
ese momento hacia África y Asia, donde colonizó algunos territorios en ambos
continentes.
La historia es conocida: dicha expansión supuso en muchos casos la
mengua de muchas culturas propias, sobre todo en América, donde incluso desaparecieron
etnias y lenguas. Nada nuevo, por otro lado: la experiencia de imperios
anteriores, el romano o el persa, por ejemplo, el chino en oriente, supuso
también la eliminación de lenguas y culturas, aunque es verdad que hubo una
concepción imperial distinta. Los imperios clásicos no buscaban en sí mismo la
destrucción de otros pueblos, al contrario, intentaron muchas veces
incorporarlos con sus lenguas, religiones e incluso leyes propias reconocidas
en su ámbito. Los imperios modernos, los que surgen con el Estado, buscan por
el contrario homogenizar, no siempre de un modo pacífico, tal como estaba
ocurriendo también en los territorios europeos, hay por tanto una voluntad de conversión
de los pueblos a su fe, con la Cruz pero también con la espada, se procura dotarles
de sus lenguas respectivas como expresión de cultura. La Historia de la
humanidad es en gran medida la historia de sus crímenes.
De compañera del Imperio,
calificó sin embargo Antonio de Nebrija a la lengua castellana. No era por oposición
y eliminación de otras lenguas -ibéricas o americanas- que se estableció dicho
predominio, aunque es evidente que el castellano no sólo pasó a ser la lengua
del Imperio, de sus leyes y de prestigio en su cultura, sino la lengua empleada
por sus clases dominantes. Las otras lenguas pasaron a ser de uso privado o, en
muchos casos, lenguas asociadas a lo marginal cuando no a lo turbio o a lo bajo.
Es interesante observar en la Historia de
Catalina de Erauso, escrita por ella misma como los vascos y navarros que
intervinieron en la gobernanza de las tierras de ultramar empleaban entre ellos,
en sus conversaciones privadas, el vasco mientras que ordenaban la cotidianidad
mediante el castellano, la compañera del Imperio. Mientras, el término algarabía como lengua atropellada o
ininteligible procede del árabe de los moriscos, de la incomprensión que
producía a los no hablantes de dicha lengua hablada sobre todo en el Algarve
portugués. En este sentido, con una misma lógica, el barcelonés Juan Boscán
traducía al castellano los versos al itálico modo porque el castellano era la
lengua de cultura en ese momento. A medida que el Estado español se iba
conformando ideológicamente de un modo más homogéneo, más dura y más insidiosa
devino la exaltación simbólica, llegando al cénit su plena identificación -el
castellano, el catolicismo, ciertas prácticas y costumbres- con lo español
durante la dictadura franquista. De un modo análogo se convirtió el inglés en
lengua predominante en el Reino Unido y en las colonias de América. El francés,
por su parte, se impuso como única lengua de enseñanza y casi de cultura
durante el siglo XIX, cuando se volvió efectiva la centralidad legal y política
de la Francia de la Revolución. Tanto en el Reino Unido como en Francia han
llegado a reducir bastante el predominio de otras lenguas, hasta el punto que
muchas de ellas son ahora marginales, inexistentes en buena parte del
territorio donde se hablaba, lo que no ha ocurrido en España.
Ante esta historia, ¿cabe mantener la Hispanidad como fiesta
identitaria, asumiendo un descubrimiento,
algo a todas luces etnocentrista, y sobre todo la parte negativa que tiene todo
Imperio, esto es, las masacres, la esclavitud, la explotación? Es evidente que
muchos no nos identificamos con ese símbolo identitario tal como ha sido
construido. Para suavizar este pasado hay quien habla de encuentro entre
culturas, aunque en muchos casos habría que hablar de encontronazo. Por otro
lado, aunque no nos guste la forma en que se desarrolló el pasado, aunque no
nos identifiquemos con los hechos ni con las exaltaciones patrióticas -y
patrioteras- que se derivaron de aquellos, resulta innegable que de una forma u
otra forman parte de cierta identidad colectiva. El tiempo es el que es, era el lema en la ficción del Ministerio
del Tiempo que guarda a todas luces una enorme verdad. Otra cosa son las interpretaciones,
ante las que debemos guardar ciertos reparos, hay mucho de acronía en ellas cuando no intereses políticos que procuran imponer
otras identidades basadas en manipulaciones y medias verdades o que buscan a su
vez otras identidades, no menos legítimas, aunque con los mismos anhelos
homogenizadores. ¿Qué hacer por tanto con la fiesta identitaria?
Francia ha encontrado como gran símbolo de la identidad actual el 14
de Julio, que rememora la toma de la Bastilla, la revolución que permitió la
construcción de un Estado burgués, ciudadano e igualitario. Posee un
significado a todas luces progresista que no gusta desde luego al cada vez más
minúsculo movimiento monárquico-legitimista francés, ni siquiera sostenido por
la extrema derecha francesa, que asume y exalta también los valores
republicanos (aunque sea para barrer para casa). Pero tampoco gusta a los
defensores de los grupos con lenguas diferentes, como los vascos o los
bretones, que asocian la Revolución de 1789 con la pérdida de las leyes propias
por mor de un republicanismo ciudadano. Tampoco encuentra este símbolo
identitario la identificación de muchos ciudadanos franceses de orígenes
distintos al europeo que no se sienten tal vez amparados por los valores
republicanos derivados de 1789.
Tal vez haya acertado más Portugal, al elegir como fecha simbólica la
de la muerte de un poeta, Luis de Camões, que murió el 10 de junio de 1580.
Este autor escribir Os Luisadas, un
poema épico que narra la aventura de los navegantes portugueses con elementos
fabulosos, rememoración de la cultura clásica europea y reminiscencias de la
epopeya medieval. Nada mejor que un poeta se convierta en el gran símbolo de la
identidad nacional. Al fin y al cabo la literatura contribuye a que nos
identifiquemos mejor, de un modo menos sangriento, con el pasado, lejos de una
Historia redactada siempre por los vencedores.
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