viernes, 1 de agosto de 2025

El taxista ful

 


«Que la vida sea esto no puede ser». Es la conclusión a la que llega José, el hombre que se apropia de taxis por la noche para trabajar unas horas y así mantener a su familia. Lo vemos apesadumbrado al volante, conduciendo por una Barcelona despreocupada de su situación. Es consciente de su anomalía. Desde los catorce años ha tenido que trabajar, ganarse la vida, según la expresión que la asocia con el trabajo, con lo productivo, con ese entramado de relaciones de poder y de mercado en este capitalismo tardío que padecemos. De pronto, en la cincuentena, se encuentra en la periferia de esa vida, sin empleo, culpable de no llevar a ojos de la sociedad el comportamiento adecuado que se espera de él.

Su situación social desemboca en un profundo malestar, se encamina hacia la depresión, hacia un mal que deja de ser social para volverse individual. Porque la enfermedad, nos dicen, la del cuerpo o la del alma, es siempre cosa de uno mismo.

Pero a él estas disquisiciones le son ajenas, lo único que quiere es vivir y llevar una vida normal. Se lo cuenta al abogado, porque al final se descubren sus tejemanejes nocturnos, que se lleva los taxis por unas horas, y poco importa que los devuelva a su sitio al amanecer y que incluso deje un dinero como compensación por el uso y la gasolina. No es lo establecido. La anomalía se le vuelve un nudo en el estómago. Le acusan de robo. Puede ir a la cárcel. No ha cumplido ni con la sociedad, cualquier cosa que sea esto de la sociedad, ni con su familia, ni consigo mismo. Todo el peso recae sobre su persona. Tal estado de cosas le produce desasosiego. A pesar de Marc, que le acompaña en su peregrinaje existencial y que intenta darle la vuelta a su comprensión del mundo, que se vea no como un ser para el trabajo, sino un ser por sí mismo. A pesar del abogado que le habla de la repercusión política de su gesto radical, de la estrategia de defensa que parte de su condición de delincuente político. José no entiende nada. Sólo quiere vivir, todo lo demás le supera, no lo comprende, no logra entrever que lo suyo es también un tema social, se enfrenta en la más absoluta de las soledades, que cada cual aguante su vela, es lo que al fin se dice, ya no hay vínculos de clase ni de ningún tipo, aunque intuye también lo que dice al principio de la cinta, sin ser del todo consciente de lo que significa, que no puede ser que la vida sea esto. Aunque no sepa en absoluto lo que pueda ser la vida.

Esta es la trama de El taxista ful, el relato de este impoder que siente su protagonista, según el concepto acuñado por Artaud, impouvoir, ese proceso de pérdida de sí y de expoliación del mundo al que la vida nos somete. José, a través de Marc, se vincula con una red de personas que combaten el sinsentido de esta realidad, que cuestionan el desorden de este mundo a partir de poner en duda conceptos asumidos: el trabajo, el dinero, la libertad, la vida. Sigue sin entender nada de lo que le dicen. No es tampoco una posición, la de esa red, muy extendida. No es fácil romper el espejo en el que hemos estado siempre reflejados. Resulta difícil cambiar los valores, los principios, las miradas. La normalidad es al fin como esa canilla que gotea permanentemente y que vemos varias veces al principio de la película, marcando el ritmo constante de la cotidianidad.

Jo Sol realizó esta película en 2005. Era una cinta que se encuadra en ese cine urgente que intenta hacerse eco de tantas situaciones complicadas. Hay que recordar que el cambio de siglo estuvo precedido por un momento de indecisión. La caída definitiva del estalinismo, consecuencia de una estructura entumecida que no había contribuido en absoluto a la emancipación de la clase trabajadora, estancada durante lustros bajo una dictadura burocrática de partido, dio la sensación de triunfo definitivo del capitalismo, de su versión más radicalizada además, la neoliberal, la que quiso reducir al Estado a su mínima expresión en lo económico, mera maquinara a los sumo de represión policial, barnizada eso sí de discurso democrático y de un concepto de libertad más propio de un anuncio publicitario. Se habló del final de la historia.

Pero la vida tampoco era eso, no se podía restringir a los balances y cuentas de la globalización, no se podía contener entre disertaciones complacientes con el (des)orden del mundo. En aquellos primeros años del siglo XXI surgió una resistencia global y se cuestionó no pocos valores. Tampoco es nueva la mirada de Marc y sus amigos, aun cuando su discurso llame la atención, sorprenda por su ruptura de los patrones tradicionales. Nos podemos remitir al situacionismo, a la crítica de Foucault, al Teatro de la Crueldad, a los herederos de Artaud, a la literatura del absurdo, a los surrealistas incluso. El fracaso del estalinismo que cuestiona en parte los programas revolucionarios y el neoliberalismo que reduce la vida a los beneficios empresariales atacan directamente la vida. De ahí la necesidad de que la vida se vuelva a situar en el centro de todo debate.

Poco después de aparecer esta película una crisis más profunda si cabe puso en jaque otra vez tanto desorden. El cúmulo de protestas de esos primeros años de siglo desembocó en un movimiento de protestas que llenaron las plazas españolas en las que por fin la vida se puso en el centro de todas las deliberaciones. Se pretendía la politización de la realidad entera. Aunque al final, no es fácil romper esquemas, ya se ha dicho, y se optara por volver a hacer política, al juego de la representatividad, a encauzar la rabia y la crítica por las sendas de la institución.

Y de pronto llegó la pandemia.

La vida se puso en el centro de todo. La enfermedad mataba. Colapsó el sistema médico. Descubrimos las costuras del orden establecido, del sistema. Reaparecieron las fronteras, los muros, el control ahora mucho más evidente. Se reforzó el miedo, porque la muerte estaba allí, a la esquina de cualquier calle, plaza o avenida. Los Estados volvieron a normativizar las vidas de un modo estricto. Aunque la enfermedad, su sufrimiento, siguió siendo cosa de cada cual, aun cuando se legislara su contexto.

Claro que cinco años después del momento más duro de la pandemia y dos desde que la OMS declarara el fin de la misma, nadie se acuerda ya de todo aquello, regresó la normalidad, sin que parezca que nada haya mejorado. «Saldremos mejores», anunciaban, mientras que los aplausos a los sanitarios no han evitado las nuevas privatizaciones en la sanidad pública, corruptelas incluidas, mientras que los representantes de aquellos sectores movilizados antes siguen haciendo política hoy, la política de toda la vida y mientras la metáfora de la guerra contra el virus se volvió guerra de verdad, aunque fueran las guerras de siempre.

De la repercusión de la pandemia y de sus consecuencias y efectos nos habla Santiago López-Petit en Tiempos de Espera. Lo subtitula Marx, Artaud y su fuerza de dolor, porque acude a ambos para reflexionar sobre el presente y sobre la vida. Lo publica la editorial Verso. Analiza todos los cambios que se han producido este tiempo detenido en el tiempo, durante el cual la enfermedad y la vida se pusieron en el medio de la gestión política. Claro que no desde un planteamiento de emancipación social. Más bien al contrario. Al fin y al cabo el miedo como herramienta de dominio nunca contribuye a una política emancipatoria, todo lo contrario, sólo sirve para mantener las relaciones de poder y el sometimiento, para que se expanda el impoder y ese proceso de los José de ahora, o sea, de los nadie, para que sigamos incapacitando para entender la Vida y entender nuestras vidas.

De ahí que sea importante compaginar este libro con El taxista ful, se complementan perfectamente, las dos caras de una misma moneda que nos permitirá reflexionar sobre nosotros mismos, aunque no sepamos qué hacer en esta historia colectiva de la que formamos parte, sólo intuyamos que sí, que hay que hacer algo. Aunque sea demasiado tarde.

miércoles, 23 de julio de 2025

Un lugar cualquiera

 


El suceso tuvo una repercusión enorme. En 1926 reapareció José María Grimaldos, vecino de Osa de la Vega, en Cuenca, que dieciséis años antes, en concreto el 21 de agosto de 1910, desapareciera de pronto de la localidad, sin que en todo aquel tiempo se supiera nada de él. De hecho, la denuncia de los familiares dio lugar a una investigación por parte de la Guardia Civil y a la conclusión, por una serie de circunstancias, del asesinato del pastor, que no destacaba por su inteligencia. Decían de él que tenía pocas luces, que era un tanto lelo. Que se movía por impulsos. Pronto las sospechas recayeron en Gregorio Valero, jornalero, vecino también de Osa de Vega, y en León Sánchez, vecino de Villaescusa, mayoral de una finca junto a la cual pastoreaba Grimaldos. Pronto las sospechas se convirtieron en una acusación concreta, que por supuesto, en un principio, ambos negaron.

No tardaron sin embargo en reconocer el crimen. Firmaron sus respectivas confesiones. Nada iba a contrariar la convicción de que eran culpables, ni sus proclamas de inocencia, ni las muchas contradicciones en que cayeron cuando empezaron a reconocer los hechos para evitar las torturas. Iban añadiendo datos a medida que recibían golpes y collejas, modificando los que habían dado cuando en seguida quedaban en evidencia. Los agentes introdujeron dudas entre ambos. Les aislaron entre sí y les decían que el otro lo había confesado todo. Tampoco se encontró el cadáver. Acabaron confesando que se lo habían dado a comer a los cerdos. Se les condenó a prisión por asesinato, hasta que dieciséis años después el finado apareció por sorpresa y dijo que su partida se debió a un barrunto.

La reaparición de Grimaldos estuvo en boca de toda la comarca, del mismo modo que se extendieron en su momento los rumores y habladurías que agravaban la culpabilidad de los reos. Incluso la noticia despertó el interés en todo el país. No pocos periódicos enviaron corresponsales, no porque fuera un caso único de práctica dudosa y desenlace sorprendente, sino porque la noticia cuestionaba un sistema de justicia que a todas luces hacía aguas por todas partes. No olvidemos por otro lado que aquel primer cuarto de siglo era de por sí violento. No dejaba de ser la continuación de un mal ambiente en un país en crisis perenne, con frecuentes incidentes políticos y sociales, y atentados de distinto signo, con el somaten que amenazaba a los obreros en huelga, con la guerra del Rif que provocó en Barcelona la denominada semana trágica, con el pistolerismo y la delincuencia que abundaban en todo el país, igual que las prácticas poco aptas que estaban normalizadas, asumidas.

Uno de los cronistas que apareció en Osa de la Vega fue Ramón Sender. Así firmó sus crónicas en el periódico Sol, de Madrid. Por entonces ese nombre no sonaba en absoluto. Se trataba de un hombre joven, apenas veinticinco años, que hacía sus primeros pinitos en la prensa y que comenzaba una carrera literaria que, con el tiempo, le llevó a gozar de no poco prestigio.

Recorrió la localidad y la comarca. Entrevistó a protagonistas y testigos de aquellos hechos. Se dio cuenta sin duda de lo peligrosas que son las murmuraciones, los prejuicios y la falta de rigor en algo tan grave como una investigación criminal. Fue el suyo un trabajo minucioso que le permitió escribir unas crónicas diligentes. Siguió escribiendo sobre los mismos incluso pasados unos años, como si aquel asunto y sus protagonistas hubieran quedado fijos en su cabeza, casi de un modo obsesivo. Todo aquel material lo emplearía a mediados de los treinta para escribir una novela. La repentina guerra no le permitió publicarla en España. Sería en México, ya iniciado su exilio, donde aparecería en 1939, bajo el título El lugar del hombre. A finales de los cincuenta retomaría la novela y la volvió a publicar con su título definitivo, El lugar de un hombre.



El libro es crudo, describe con dureza el sufrimiento de los dos acusados durante los interrogatorios. Cambia el escenario, sitúa los hechos en Aragón, cambia los nombres de las personas, pero la sucesión de acontecimientos sin duda la mantuvo fiel a la realidad. Incorpora también elementos de esa sociedad caciquil característicos de un país todavía agrícola y pobre, en los que no se han estabilizado las reformas institucionales propias de una democracia que no acaba de cuajar.

En 2024 la editorial Contraseña la publica de nuevo y añade un anexo con las crónicas publicadas por el autor en el diario Sol y en La Libertad.

La historia de Osa de la Vega, por lo demás, no se había olvidado en España. En 1964 el escritor Antonio Ferres publica Con las manos vacías, con la que ganó el premio Ciudad de Barcelona. Se aleja un tanto de los hechos e introduce otros temas, pero a todas luces es un eco de uno de los incidentes más graves en eso que llaman la crónica negra de la realidad española. Quince años después, iniciada la transición, Salvador Maldonado publica la novela El crimen de Cuenca, que servirá de base para la película con el mismo título dirigida por Pilar Miró. Esta película tuvo dificultades para exhibirse ya que se consideró que podía ser ofensiva tanto para la Guardia Civil como para la institución judicial. Hubo que acudir a esa misma justicia para al final permitirse que se exhibiera, en un pulso que duró dos años y en el que estaba en juego la libertad de expresión, la credibilidad de una democracia que se estaba construyendo a golpe de pactos y transacciones, pero que estaba claramente en jaque, como lo demostraba el asalto al Congreso por parte de la Guardia Civil.

Aquel incidente de hace un siglo muestra bien a las claras el peligro de consolidar la vida colectiva a base de rumores, prejuicios y falta de rigor a la hora de afrontar los hechos cotidianos, incluso los graves. Cien años después nos hemos librado de ciertos males, como la tortura, y esto hace cuatro días, como quien dice, pero no parece que hayamos ganado en rigor a la hora de analizar la realidad. Al igual que Osa de la Vega en su momento, Torre Pacheco es hoy el símbolo de lo que no debería ocurrir.

martes, 1 de julio de 2025

Cinco metros cuadrados

 


El título de la película, 5 metros cuadrados, alude al tamaño del balcón en el apartamento que Virginia, interpretada por Malena Alterio, y Alex, interpretado por Fernando Tejero, pretenden comprar, a punto de casarse, para su residencia conyugal. Están ilusionados, tienen planes de vida acomodada, se sienten clase media y se ven juntos toda la vida. Se encuadra su hogar futuro en una urbanización que se va a levantar a las afueras de una ciudad mediterránea. Contemplamos ésta al principio de la cinta, con sus rascacielos, sus zonas ajardinadas, las calles rectas y sobre todo las vistas al mar.

A continuación, vemos dos coches atravesar una zona yerma, cerca de la ciudad. Avanzan por un camino de tierra pedregosa. Dos hombres descienden de los respectivos vehículos y continúan a pie, entre risas y camaradería, a contemplar ese mar plácido e imperturbable. Uno es Montañés, empresario inmobiliario, el hombre que proyecta esa urbanización apacible cuyo nombre refleja toda una mentalidad: Señorío del Mar. Lo interpreta Emilio Gutiérrez Caba. El otro es Arganda, concejal del ayuntamiento, interpretado por Manuel Morón.

De su conversación deducimos que se conocen de hace tiempo, que se tienen confianza, seguramente son amigos, pero sobre todo son socios. El empresario habla con claridad de su proyecto. El concejal le plantea algunos obstáculos legales: ley de costas, normas del Ministerio de medio ambiente, cuestiones presupuestarias. Pero, ¿no han superado antes otros obstáculos y han obtenido ambos pingües beneficios? Las sonrisas de ambos nos indican la naturaleza de algunos de esos beneficios. No es necesario que digan mucho. Sabemos lo que hay.

La película, rodada en 2011 y dirigida por Max Lemcke, nos habla de un caso más de especulación en aquella burbuja inmobiliaria que estalló a finales del primer decenio de siglo XXI y que causó tanta miseria en tanta gente. Los efectos fueron terribles, aunque parecen olvidados, casi como poco recordada es esta película que, sin embargo, no fue la única que trató las consecuencias de una crisis inmobiliaria que inspiró no poca ficción. Aunque, como suele decirse, la cita se atribuye a Oscar Wilde, la realidad supera la ficción.

No obstante, más arraigada que la burbuja inmobiliaria, que ha vuelto a nuestra realidad diez años después, es la corrupción política, que nunca se ha marchado del todo, tan cotidiana, y que debería sorprendernos y por ende alarmarnos, pero a estas alturas ya ni sorprende ni alarma.

El último capítulo de la corrupción patria, con las primeras horas en prisión de un político, hasta hace bien poco en un puesto clave de su partido, nos retrotrae a esa conversación inicial de Montañés y de Arganda en 5 metros cuadrados. La naturalidad de la cháchara o la sensación de que todo se puede, quizá porque todo se olvida con rapidez, muestra bien a las claras que el problema real ha superado de largo su reflejo en el cine. Asistimos al espectáculo, sin duda indecoroso, de acusaciones gravísimas sin que se turbe el fustigante por lo realizado por él mismo no hace tanto tiempo, mientras que el fustigado remite al recuerdo de lo que ocurrió, como si lo propio fuera peccata minuta.

Al final, la corrupción se integra en el paisaje como las flores en primavera, es algo natural. Lo hemos interiorizado hasta el punto de no afectarnos. Nos apenamos en la ficción por Virginia y Alex, asistimos a su sufrimiento y a su caída a los infiernos. Entendemos el gesto desesperado de Alex que le lleva a un acto furioso, perturbado. Pero vemos normal ese final de la película en el que intuimos que serán el empresario y el concejal los que se vayan de rositas, pese al mal rato vivido. Las repercusiones caben en apenas cinco metros cuadrados. La vida misma.

 

lunes, 16 de junio de 2025

Ciudades de cadáveres

 


Aconsejado por Circe, Ulises y los suyos emprenden el viaje al inframundo para encontrar a Tiresias. El adivino de Tebas les va a indicar el modo de regresar a Ítaca. Tienen en la brisa marina un leal compañero que les permite atravesar el Océano y alcanzar la antesala del Hades. Allí realizarán las tres ofrendas de rigor. La primera, con leche y miel. La segunda, con vino. La tercera, con agua y harina blanca. Invocarán tras el rito a los muertos y Ulises adquiere el compromiso de sacrificar una vaca al llegar a su patria.

Es entonces cuando ascienden las sombras de muchos difuntos, entre ellas la de Aquiles, «el mejor de los aqueos», dirá Homero de él, el hijo de la diosa Tetis y el mortal Peleo, el héroe de Troya que antaño pareció optar por una muerte épica en el esplendor de la batalla cuando era aún joven, en vez de una vida larga y sabia. Pero además Aquiles, mitad divino, mitad humano, hubiera podido disfrutar de las bondades de la inmortalidad, cualesquiera que fueran estas. No obstante, mortal al fin, gobierna sobre todos los muertos, le recuerda Ulises, del mismo modo que antaño, en vida, le honraban los hombres de Argos como a un dios. A Aquiles parece no gustarle el elogio. La réplica no da lugar a dudas: «No le des tu consuelo a mi muerte», le dice a Ulises, y añade que más quisiera ser un labrador humilde que ser rey y mandar sobre los difuntos. Añora la vida. De buena gana, indica, emplearía su fuerza, pero para volver al hogar de su padre.

Por un momento, sus palabras parecen desdeñar la heroicidad del guerrero. No hay melancolía de la fuerza, no hay nostalgia de la sangre derramada. En este instante íntimo de confesión no podemos olvidar que su interlocutor, Ulises, intentó evitar ir a la guerra de Troya fingiéndose loco ante Menelao y Palamedes, que lo fueron a reclutar, pero fue desenmascarado y tuvo que partir a la batalla, en aquellos tiempos épicos de honor y de intensas y apasionadas rivalidades bélicas. Ambos gestos, el fingimiento de uno y el lamento de otro, les humaniza ante nuestros ojos. Hay un poso de rechazo a la guerra, como un atisbo de lo que es en realidad la guerra, aun cuando cumplieran con la misma y se destacaran en la batalla.

Mucho siglos después, la escritora japonesa Ota Yoko escribirá una frase que sin duda tiene claros ecos homéricos: «El miedo a esta incomprensible llamada de la muerte y la rabia hacia la guerra (no hacia la derrota, sino a la guerra per se) se entrelazan como serpientes y laten con fuerza cuanto más grises son los días». Aparece en Ciudad de cadáveres, un testimonio de la catástrofe de Hiroshima publicado en castellano por la editorial Satori. Ota Yoko estaba en esta ciudad la mañana fatídica del 6 de agosto de 1945, cuando el gobierno de los Estados Unidos decidió el lanzamiento de la primera bomba nuclear sobre población civil. Dos días después, se produjo otro ataque similar en Nagasaki, con un resultado idéntico. Ella es testigo de los efectos devastadores de la primera explosión nuclear, del infierno en que se convirtió la ciudad japonesa, de los estragos físicos y morales, que se produjo, no hay que olvidarlo, cuando Japón ya se planteaba rendirse, tras una larga guerra, lo cual vuelve mucho más aterrador el empleo de este tipo de armamento.



Ota Yoko recorre una ciudad que se va desintegrando ante sus ojos. Los edificios se desmoronan y los cadáveres se amontonan en las calles. Los supervivientes avanzan entre escombros, sin conciencia aún de lo que ha sucedido. Imposible no pensar, mientras se lee Ciudad de Cadáveres, en las localidades de Gaza y en sus pobladores, objetivos de una guerra cuya motivación real, vamos intuyendo, nada tienen que ver con identidades comunitarias o nacionales ni con reacción a acciones criminales, sino con razones económicas, en este caso comerciales, como es el plan de transformar la región en un atractivo foco de negocios turísticos. Cuánta razón tiene la escritora japonesa al afirmar que «no solamente debemos lamentarnos por la miseria de la guerra, sino por aquello que nos ha llevado a ella».

Qué menos que acudir a este libro cuando estamos en lo que parecen los inicios de una guerra entre Israel e Irán, a la sombra de armamento nuclear, las que dicen que posee Irán, las que existe en el arsenal israelí. Nada menos que ochenta años después de Hiroshima el libro de Ota Yoko pudiera volverse a escribir en las calles de cualquier ciudad de Próximo Oriente, en un eterno retorno criminal que es la historia.

lunes, 19 de mayo de 2025

Berta Socuéllamos


 

La película comienza con el robo del coche que llevan a cabo Pablo y Meca. Se muestran chulescos y amenazantes cuando les descubren en plena faena. Pablo, incluso, enarbola una pistola mientras que Meca consigue al fin hacer el puente, arrancar el motor y salir pitando del lugar. Los dos quinquis acuden a un bar de su barrio, a celebrar su rapiña, apenas una trastada para ellos, con la caña de rigor, entre jubilados, obreros y empleados. Es ahí donde aparece ella, Ángela, tras la barra del bar. Es su trabajo, atender a la parroquia cotidiana, con su mirada triste y un rostro que puede parecer inexpresivo, pero que en realidad, nos damos cuenta a medida que transcurre la cinta, es más bien arcano, insondable, tal vez inescudriñable como aquellos años que le ha tocado vivir, un rostro que trasluce timidez, introversión, pero que resulta también magnético.

Pablo la contempla alelado. Intuimos que lo suyo viene de antes. Poco después, la invitará a salir. Así se unirá ella a los dos maleantes e iniciarán juntos, se apuntará también Sebas, una serie de atracos. Es una más de las muchas pandillas que en los setenta y los ochenta asolaron las ciudades españolas, jóvenes de barrios marginales, que no estudian, que viven en la precariedad, que sólo quieren vivir, aunque sea al día. Claro que Ángela aspira a comprarse un piso, lo confesará en un momento dado, cuando empiezan a conseguir dinero. Es la aspiración de las clases populares desde que, unos lustros atrás, el país comienza a desarrollarse y con que el sistema consiguió apuntalar una mentalidad de clase media, ser propietario, aparentar no formar parte de la clase de los desposeídos.

Pablo, su novio en la película, parece seguirle el juego. De hecho, en algún momento, adoptan el aspecto de un matrimonio convencional: alquilan un piso en el extrarradio, ella compagina su faceta de atracadora con la tarea de cuidar el hogar, función secular y exclusiva de las mujeres en aquel momento, mientras que él lee en la cama no el periódico, sino un tebeo de Mortadelo y Filemón. No son los detalles, sino la pose la que simulará que pudieran llegar a ser otra cosa. Pero la realidad es la que es. No son distintos a otros jóvenes del país de clase trabajadora, una juventud sin futuro que verá en la marginación un modo de vida, que consumen heroína con la inconsciencia de la juventud o con el ansia de una vida distinta, que simularán todo el arrojo del mundo en sus robos. Aunque ella no tendrá, a diferencia de lo que ocurre en otras historias similares, el papel subalterno atribuido a las jais, no será sólo la chorba del quinqui, sino que participa de los robos con convicción. Se prepara para ello, se coloca un bigote falso, se ensombrece el rostro para simular una barba incipiente, engola la voz para endurecer su actitud.

Carlos Saura contó la vida de estos jóvenes en Deprisa, deprisa, que se convirtió quizá en la película cumbre del cine quinqui. Como ocurrió con otras cintas de este estilo, acudió no a actores profesionales, sino a los propios protagonistas de la realidad para interpretarse a sí mismos. Parece ser que vivió jornadas muy vehementes cuando les acompañó para documentarse y preparar el guion. Eran mundos muy diferentes que a menudo chocaron y crearon situaciones malhadadas, como ocurrió con Eloy de la Iglesia y José Luis Manzanero. No fue así con Carlos Saura. Sus personajes no quedan limitados a los rasgos habituales. Tampoco lo fueron en la vida cotidiana. De hecho, Berta Socuéllamos, la actriz que interpreta a Ángela, se planteó salir del estereotipo de chica de barrio, en su caso el madrileño de Villaverde, e hizo sus pinitos para ser bailarina o actriz. La realidad va a menudo más allá de tópicos y clichés.



La vida de la pandilla continúa entre robo y robo, la armonía del hogar y una visita ocasional al mar, para que Ángela lo vea por primera vez. Nos caen simpáticos a pesar de lo que son. Es la magia del cine, conseguir reconducir los sentimientos que despiertan quienes sabemos mala gente. Sin embargo, no hay justificaciones ni se intenta dar explicaciones sobre el porqué de su actividad. Incluso ese deseo de normalidad por parte de Ángela la pone al mismo nivel que su espectador. Sabemos por lo demás que aquellos fueron unos años difíciles, todo estaba en el aire. A menudo se cuela en las historias del cine quinqui la realidad política, económica y social de un país en plena transacción para adaptarla a los nuevos tiempos, para que todo cambiara sin que nada cambiase, o al menos para que no cambiase lo esencial.

El final de la pandilla es trágico. No podía ser de otra manera. Será Ángela la única en salvarse, la vemos en actitud reflexiva en la habitación, desolada, luego salir del piso alquilado, cruzar el terreno reseco entre los descampados y los edificios del extrarradio, avanzar hacia una ciudad que intuimos al fondo. La vemos de espalda, pero conocemos su rostro decaído, su aspecto lánguido, ese magnetismo que nos ha ido seduciendo a lo largo de la cinta. Suena Si me das a elegir, de Los Chunguitos. Lleva una bolsa con sus pocas posesiones y con unos fajos de billete que no sabemos si le servirán para comprar su ansiado piso, pero sí al menos para cambiar de vida. No lo sabremos, la película acaba allí. No hay continuación ni segundas partes. En Deprisa, deprisa acabó también la carrera cinematográfica de Berta Socuéllamos, no volvió a trabajar en ninguna película más ni en obra de teatro alguna. Si alguna vez albergó ilusiones por ser actriz, se terminaron con la cinta de Carlos Saura. Desapareció para siempre, sin que sepamos nada más de su vida, salvo su matrimonio con otro de los actores de la película, con José María Hervás. Ignoramos si su vida fue fructífera o no. Mientras, su compañero en la ficción, Pablo, interpretado por José Antonio Valdelomar, corrió peor suerte: murió en la cárcel de Carabanchel por sobredosis, el año mítico de 1992.

Deprisa, Deprisa obtuvo el Oso de Oro a la mejor película en el Festival de Cine de Berlín, días después de que unos Guardias Civiles entraran en el Congreso con obscuros fines, un acto que sería el final de una etapa y el inicio de otra en el que el desencanto se volverá el tono dominante del país.

jueves, 24 de abril de 2025

Teresa Carbonell

 




En 1975 quedaba finalista al Premio Planeta una novela de Víctor Alba, El pájaro africano, sospecho que hoy en el limbo de las librerías de viejo, que narra la historia de un joven militante de las juventudes del POUM que conoce las vicisitudes de la Guerra Civil y los primeros años de la posguerra. Víctor Alba fue militante de aquel partido doblemente olvidado e intentó recuperar hasta su muerte, en 2003, su memoria. Diez años después de la publicación de esta novela, Manuel Vázquez Montalbán publicó El pianista, que cuenta la vida de otro militante del POUM en tres momentos distintos, y contrapuestos, de la historia española. Vázquez Montalbán era militante del PSUC y cuando preparaba su novela formaba parte incluso de su Comité Central. El proceso de documentación de la misma le llevó a valorar y cuestionar el papel de su organización en aquellos años complicados y su participación en unos hechos difíciles de justificar, desde luego no como se justificaron en 1937, cuando se ilegalizó el POUM y se le reprimió, desapareciendo incluso su máximo dirigente, Andreu Nin. Diez años después de El pianista, se estrenaba la película Tierra y Libertad, del director Ken Loach, que nos presenta las vicisitudes de un voluntario británico que se incorpora a las milicias del POUM y es testigo de los primeros meses de guerra en España y del enfrentamiento en la retaguardia republicana de Barcelona.  

A pesar de estos tres testimonios de la literatura y del cine, a pesar también del empeño de algunos historiadores y simpatizantes de aquella organización por recuperar su historia, no podemos decir que hoy el POUM sea algo más que una nota a pie de página en la muchísima documentación y estudios sobre la República española y la guerra civil. Fundado en 1935 y disuelto en 1937, en buena medida por el empeño de las autoridades de la URSS por aplastar toda crítica desde la izquierda a la dictadura de Stalin y a los procesos de Moscú, hubo un interés por borrarlo del todo. El franquismo por motivos obvios: el POUM era una organización marxista y los hechos de mayo del 37 no dejaban de ser un rifirrafe entre comunistas. Los historiadores afines del PCE-PSUC, por las dificultades de asumir un momento sin duda vergonzante o al menos cuestionable de su historia.

Hubo, eso sí, antiguos militantes del POUM que intentaron mantener viva la memoria de su organización y fueron muy activos durante la transición por recuperar la historia, por contarla y que se conociera. No fue fácil. No podemos decir que hubiese en el nuevo país en proceso permanente de reforma mucho interés en remover el pasado, sea porque las cosas estuvieran atadas en beneficio de un sector, sea porque el pasado tiene siempre sus repercusiones, y hubo un acuerdo por no convertirlo en arma arrojadiza en los equilibrios difíciles del momento. Más cuando los hechos relativos a este partido apenas se conocían más allá de los ámbitos militantes.



Sin embargo, siempre fue importante, intenso, sugestivo escuchar, se estuviera o no de acuerdo con sus planteamientos, a aquel puñado de militantes que, ya ancianos, con el aporte de la edad, contaban sus lances, dilemas y desenlaces con el sosiego que aporta los lustros transcurridos. Más en un país como España, donde se dan tantos cortes generacionales y hay la sensación de tener que empezar siempre de cero.

Poco a poco fueron muriendo. Ley de vida, dícese. Una de estas personas, sin duda una de las últimas, fue Teresa Carbonell, que murió el pasado 13 de abril en Francia. De hecho, durante la guerra apenas era una niña que empezaba a asomarse a lo que pasaba a su alrededor. Pero era hija de militantes del POUM que ayudaron y acogieron en su casa a algunos compañeros que sufrían la persecución desatada en aquella primavera del 37. Entre ellos, Wilebaldo Solano, secretario general de la JCI, las juventudes del POUM. A comienzos de la década de los cincuenta Teresa Carbonell se trasladó a París por motivos de estudios y allí se reencontró con Solano, devenido secretario general del Partido en el exilio. Se casaron y a partir de entonces vivió de primera mano la historia. Por su casa pasaron militantes propios y de otras organizaciones. En cierta manera, se convirtió en archivera, secretaria, cronista, mecanógrafa de la organización. Sin duda, fue el suyo un papel subalterno en un mundo de hombres, aun cuando el POUM cumpliera un papel fundamental en la igualdad, pero sin duda esa labor en la sombra le permitió conocer con profundidad la realidad de la organización y muchas veces, cuando se les trataba juntos, a Wilebaldo Solano y a Teresa Carbonell, se podía intuir que a pesar del caudal de información y de análisis que aportaba él, a quien se debía escuchar con suma atención era a ella. Aportaba sosiego a sus recuerdos, lo que no significa falta de pasión.

Wilebaldo Solano murió en septiembre de 2010. Teresa Carbonell siguió contribuyendo con su granito de arena en la recuperación de la memoria. Su muerte apenas ha transcendido poco más allá de los ámbitos militantes e interesados por aquellos hechos. Coincide además con la de Vargas Llosa y la del Obispo de Roma, nada menos, como si la historia insistiera en que la historia de esos hombres y mujeres quedara en una nota al pie de página. Pero qué duda cabe que con su muerte arde también una memoria, una pasión, una sabiduría siempre tan rabiosa de vida.

domingo, 23 de marzo de 2025

En el centro de la historia

 


No hay duda de que el XX fue un siglo terrible. El balance no puede ser más tremendo: dos guerras mundiales, el genocidio de los armenios, la guerra civil española, el genocidio de los judíos, el colonialismo, las bombas atómicas, el genocidio de los gitanos, las dictaduras criminales latinoamericanas, los procesos de Moscú, la represión estalinista, los países transformados en cárceles o cementerios, como Albania, como Kampuchea, la revolución cultural de Mao, África convertida en un escenario de guerra y de masacres instigadas por los intereses industriales, la miseria de millones de personas o la guerra de Yugoslavia, por hablar de una parte de esta historia sangrienta, mucha de ella, por cierto, acontecida en la Europa esta que a menudo mira por encima del hombro el salvajismo tan frecuente en el mundo, sin ver la viga propia. Resuena en todas partes esa exclamación en El corazón de las tinieblas, novela publicada a las puertas del siglo, «¡Ah, el horror, el horror!», un anticipo sin duda de lo que iba a venir.

Fue, en efecto, un siglo terrible.

Pero también hubo una enorme belleza en él. Tuvimos el desarrollo del cine como el gran arte de ese siglo. El surrealismo fue una invitación a creer en lo onírico, a ver la realidad de otro modo. Se escribieron obras maestras. El desarrollo de las tecnologías pudo crearnos la ilusión de que el mundo podía ir por la senda de la libertad. Se reivindicó ya con firmeza la emancipación absoluta, la de los pueblos oprimidos, la de los seres humanos esclavizados por su raza, la de las mujeres que reclamaban una justa distribución del mundo, la de los trabajadores creadores verdaderos de las riquezas.

Fue, en efecto, un siglo repleto de belleza. Aunque la reivindicación, a menuda, no se materializara en muchos logros.

Quizá el título de la novela de Edurne Portela y José Ovejero, Una belleza terrible, pudiera aplicarse al siglo XX. Claro que en ella nos hablan sobre todo de un grupo de hombres y mujeres que vivieron en el centro de la historia, en ese siglo terrible al que aportaron la belleza de su entrega y compromiso. Narran la vida de Raymond Molinier, un tipo sin duda pintoresco, imaginativo, apasionado por la causa de la revolución y la libertad, contradictorio, tenaz, a veces rudo, capaz de actos infames, su vida llena al fin y al cabo de luces y sombras, como el siglo en que vivió. Desde su infancia en el barrio parisino de Marais hasta su muerte, con noventa años, este militante comunista recorrió el mundo en pos y en pro de una sociedad libre. No dudó en distanciarse, denunciar y combatir la dictadura estalinista porque si la revolución no aportaba libertad a los seres humanos, sobre todo a los más desfavorecidos, no era digna de que se luchara por ella.

Raymond Molinier se encuadró en el trotskismo, una corriente tenaz, coherente aunque no exenta de contradicciones, quién lo está, que se situó bien en el centro de las batallas del siglo. No fue fácil luchar contra el capitalismo y contra el estalinismo, combatir la explotación y denunciar la opresión. De hecho, muchos lo pagaron con su vida. Al propio Trotsky lo asesinó un enviado de Moscú, tras ver el viejo revolucionario como su familia era diezmada casi al completo, sólo su nieto, Esteban Sedov, le sobrevivió, guardó la memoria del profeta, como lo llamó Isaac Deutscher, también le sobrevivió Natalia, la esposa, que acabó, diez años después del asesinato, rompiendo con la IVª Internacional por la posición endeble hacia la Unión Soviética de la organización.



La de los trostskistas –militantes de las diversas ramas, grupos, tendencias y partidos en que se fraccionó el movimiento– no fue la única corriente que se situó en el centro de la historia. Rosa Luxemburgo fue la primera militante marxista que denunció los desmanes y abusos de la Revolución de los Soviets. Los consejistas renunciaron al leninismo. El POUM, por su parte, sumó puntos al odio del GPU al denunciar abiertamente los procesos de Moscú, con las consecuencias sabidas. Los bordiguistas, situados en un dogmatismo tal vez inmovilizador, denunciaron los oportunismos de lo que se consideró la política real, el mero posibilismo que justificó no pocos cambios de actitud que sólo beneficiaban a las élites.

Claro que no sólo fueron estas tendencias revolucionarias las únicas en situarse en el centro de la historia para denunciar el (des)orden del mundo. Dietrich Bonhoeffer, hijo de una familia culta de la alta burguesía prusiana y pastor de la Iglesia Luterana alemana no aprobó la pasividad de las Iglesias cristianas ante el nazismo, diplomacia lo llamaron, y militó contra la tiranía, muriendo un mes antes de la capitulación alemana. Por su parte, un grupo de fieles de la Sociedad Religiosa de los Amigos, una corriente cristiana pacifista y comprometida, montaron en la España republicana una red de hospitales, su contribución a la causa democrática. Por no hablar del papel de cristianos de diversas denominaciones que participaron en la segunda mitad del siglo, muchas veces mal vistos por curias y direcciones, en compromisos sociales firmes y combativos.

Edurne Portela y José Ovejero afirman en su libro que toda escritura que se asoma al pasado proyecta los fantasmas de nuestra época y de los individuos que somos, y no les cabe más razón: de nuevo sufrimos la amenaza de una guerra mundial y los gobiernos claman por aumentar los gastos militares, por el rearme, aunque este término no guste a algunos mandatarios. Los discursos racistas toman la calle, mientras que el fascismo y el neoliberalismo se dan la mano para ocupar los gobiernos. Ojalá se cumpla el deseo de rescatar un mundo que parece desvanecerse, tal como manifiestan los autores, el mundo de quienes supieron ponerse en el centro de la historia.