«Que la vida sea esto no
puede ser». Es la conclusión a la que llega José, el hombre que se apropia de
taxis por la noche para trabajar unas horas y así mantener a su familia. Lo
vemos apesadumbrado al volante, conduciendo por una Barcelona despreocupada de
su situación. Es consciente de su anomalía. Desde los catorce años ha tenido
que trabajar, ganarse la vida, según
la expresión que la asocia con el trabajo, con lo productivo, con ese entramado
de relaciones de poder y de mercado en este capitalismo tardío que padecemos.
De pronto, en la cincuentena, se encuentra en la periferia de esa vida, sin
empleo, culpable de no llevar a ojos de la sociedad el comportamiento adecuado
que se espera de él.
Su situación social desemboca
en un profundo malestar, se encamina hacia la depresión, hacia un mal que deja
de ser social para volverse individual. Porque la enfermedad, nos dicen, la del
cuerpo o la del alma, es siempre cosa de uno mismo.
Pero a él estas
disquisiciones le son ajenas, lo único que quiere es vivir y llevar una vida
normal. Se lo cuenta al abogado, porque al final se descubren sus tejemanejes
nocturnos, que se lleva los taxis por unas horas, y poco importa que los
devuelva a su sitio al amanecer y que incluso deje un dinero como compensación por
el uso y la gasolina. No es lo establecido. La anomalía se le vuelve un nudo en
el estómago. Le acusan de robo. Puede ir a la cárcel. No ha cumplido ni con la
sociedad, cualquier cosa que sea esto de la sociedad, ni con su familia, ni
consigo mismo. Todo el peso recae sobre su persona. Tal estado de cosas le
produce desasosiego. A pesar de Marc, que le acompaña en su peregrinaje
existencial y que intenta darle la vuelta a su comprensión del mundo, que se
vea no como un ser para el trabajo, sino un ser por sí mismo. A pesar del abogado
que le habla de la repercusión política de su gesto radical, de la estrategia
de defensa que parte de su condición de delincuente político. José no entiende
nada. Sólo quiere vivir, todo lo demás le supera, no lo comprende, no logra
entrever que lo suyo es también un tema social, se enfrenta en la más absoluta
de las soledades, que cada cual aguante su vela, es lo que al fin se dice, ya
no hay vínculos de clase ni de ningún tipo, aunque intuye también lo que dice
al principio de la cinta, sin ser del todo consciente de lo que significa, que
no puede ser que la vida sea esto. Aunque no sepa en absoluto lo que pueda ser
la vida.
Esta es la trama de El taxista ful, el relato de este
impoder que siente su protagonista, según el concepto acuñado por Artaud, impouvoir, ese proceso de pérdida de sí
y de expoliación del mundo al que la vida nos somete. José, a través de Marc,
se vincula con una red de personas que combaten el sinsentido de esta realidad,
que cuestionan el desorden de este mundo a partir de poner en duda conceptos
asumidos: el trabajo, el dinero, la libertad, la vida. Sigue sin entender nada
de lo que le dicen. No es tampoco una posición, la de esa red, muy extendida. No
es fácil romper el espejo en el que hemos estado siempre reflejados. Resulta
difícil cambiar los valores, los principios, las miradas. La normalidad es al
fin como esa canilla que gotea permanentemente y que vemos varias veces al
principio de la película, marcando el ritmo constante de la cotidianidad.
Jo Sol realizó esta
película en 2005. Era una cinta que se encuadra en ese cine urgente que intenta
hacerse eco de tantas situaciones complicadas. Hay que recordar que el cambio
de siglo estuvo precedido por un momento de indecisión. La caída definitiva del
estalinismo, consecuencia de una estructura entumecida que no había contribuido
en absoluto a la emancipación de la clase trabajadora, estancada durante
lustros bajo una dictadura burocrática de partido, dio la sensación de triunfo
definitivo del capitalismo, de su versión más radicalizada además, la neoliberal,
la que quiso reducir al Estado a su mínima expresión en lo económico, mera
maquinara a los sumo de represión policial, barnizada eso sí de discurso
democrático y de un concepto de libertad más propio de un anuncio publicitario.
Se habló del final de la historia.
Pero la vida tampoco era
eso, no se podía restringir a los balances y cuentas de la globalización, no se
podía contener entre disertaciones complacientes con el (des)orden del mundo. En
aquellos primeros años del siglo XXI surgió una resistencia global y se
cuestionó no pocos valores. Tampoco es nueva la mirada de Marc y sus amigos,
aun cuando su discurso llame la atención, sorprenda por su ruptura de los
patrones tradicionales. Nos podemos remitir al situacionismo, a la crítica de
Foucault, al Teatro de la Crueldad, a los herederos de Artaud, a la literatura
del absurdo, a los surrealistas incluso. El fracaso del estalinismo que
cuestiona en parte los programas revolucionarios y el neoliberalismo que reduce
la vida a los beneficios empresariales atacan directamente la vida. De ahí la
necesidad de que la vida se vuelva a situar en el centro de todo debate.
Poco después de aparecer
esta película una crisis más profunda si cabe puso en jaque otra vez tanto
desorden. El cúmulo de protestas de esos primeros años de siglo desembocó en un
movimiento de protestas que llenaron las plazas españolas en las que por fin la
vida se puso en el centro de todas las deliberaciones. Se pretendía la
politización de la realidad entera. Aunque al final, no es fácil romper
esquemas, ya se ha dicho, y se optara por volver a hacer política, al juego de
la representatividad, a encauzar la rabia y la crítica por las sendas de la
institución.
Y de pronto llegó la
pandemia.
La vida se puso en el
centro de todo. La enfermedad mataba. Colapsó el sistema médico. Descubrimos
las costuras del orden establecido, del sistema. Reaparecieron las fronteras,
los muros, el control ahora mucho más evidente. Se reforzó el miedo, porque la
muerte estaba allí, a la esquina de cualquier calle, plaza o avenida. Los
Estados volvieron a normativizar las vidas de un modo estricto. Aunque la
enfermedad, su sufrimiento, siguió siendo cosa de cada cual, aun cuando se
legislara su contexto.
Claro que cinco años
después del momento más duro de la pandemia y dos desde que la OMS declarara el
fin de la misma, nadie se acuerda ya de todo aquello, regresó la normalidad,
sin que parezca que nada haya mejorado. «Saldremos mejores», anunciaban,
mientras que los aplausos a los sanitarios no han evitado las nuevas
privatizaciones en la sanidad pública, corruptelas incluidas, mientras que los
representantes de aquellos sectores movilizados antes siguen haciendo política
hoy, la política de toda la vida y mientras la metáfora de la guerra contra el
virus se volvió guerra de verdad, aunque fueran las guerras de siempre.
De la repercusión de la
pandemia y de sus consecuencias y efectos nos habla Santiago López-Petit en Tiempos de Espera. Lo subtitula Marx, Artaud y su fuerza de dolor,
porque acude a ambos para reflexionar sobre el presente y sobre la vida. Lo
publica la editorial Verso. Analiza todos los cambios que se han producido este
tiempo detenido en el tiempo, durante el cual la enfermedad y la vida se
pusieron en el medio de la gestión política. Claro que no desde un
planteamiento de emancipación social. Más bien al contrario. Al fin y al cabo el
miedo como herramienta de dominio nunca contribuye a una política
emancipatoria, todo lo contrario, sólo sirve para mantener las relaciones de
poder y el sometimiento, para que se expanda el impoder y ese proceso de los
José de ahora, o sea, de los nadie, para que sigamos incapacitando para
entender la Vida y entender nuestras vidas.
De ahí que sea importante
compaginar este libro con El taxista ful,
se complementan perfectamente, las dos caras de una misma moneda que nos
permitirá reflexionar sobre nosotros mismos, aunque no sepamos qué hacer en
esta historia colectiva de la que formamos parte, sólo intuyamos que sí, que
hay que hacer algo. Aunque sea demasiado tarde.
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