domingo, 23 de marzo de 2025

En el centro de la historia

 


No hay duda de que el XX fue un siglo terrible. El balance no puede ser más tremendo: dos guerras mundiales, el genocidio de los armenios, la guerra civil española, el genocidio de los judíos, el colonialismo, las bombas atómicas, el genocidio de los gitanos, las dictaduras criminales latinoamericanas, los procesos de Moscú, la represión estalinista, los países transformados en cárceles o cementerios, como Albania, como Kampuchea, la revolución cultural de Mao, África convertida en un escenario de guerra y de masacres instigadas por los intereses industriales, la miseria de millones de personas o la guerra de Yugoslavia, por hablar de una parte de esta historia sangrienta, mucha de ella, por cierto, acontecida en la Europa esta que a menudo mira por encima del hombro el salvajismo tan frecuente en el mundo, sin ver la viga propia. Resuena en todas partes esa exclamación en El corazón de las tinieblas, novela publicada a las puertas del siglo, «¡Ah, el horror, el horror!», un anticipo sin duda de lo que iba a venir.

Fue, en efecto, un siglo terrible.

Pero también hubo una enorme belleza en él. Tuvimos el desarrollo del cine como el gran arte de ese siglo. El surrealismo fue una invitación a creer en lo onírico, a ver la realidad de otro modo. Se escribieron obras maestras. El desarrollo de las tecnologías pudo crearnos la ilusión de que el mundo podía ir por la senda de la libertad. Se reivindicó ya con firmeza la emancipación absoluta, la de los pueblos oprimidos, la de los seres humanos esclavizados por su raza, la de las mujeres que reclamaban una justa distribución del mundo, la de los trabajadores creadores verdaderos de las riquezas.

Fue, en efecto, un siglo repleto de belleza. Aunque la reivindicación, a menuda, no se materializara en muchos logros.

Quizá el título de la novela de Edurne Portela y José Ovejero, Una belleza terrible, pudiera aplicarse al siglo XX. Claro que en ella nos hablan sobre todo de un grupo de hombres y mujeres que vivieron en el centro de la historia, en ese siglo terrible al que aportaron la belleza de su entrega y compromiso. Narran la vida de Raymond Molinier, un tipo sin duda pintoresco, imaginativo, apasionado por la causa de la revolución y la libertad, contradictorio, tenaz, a veces rudo, capaz de actos infames, su vida llena al fin y al cabo de luces y sombras, como el siglo en que vivió. Desde su infancia en el barrio parisino de Marais hasta su muerte, con noventa años, este militante comunista recorrió el mundo en pos y en pro de una sociedad libre. No dudó en distanciarse, denunciar y combatir la dictadura estalinista porque si la revolución no aportaba libertad a los seres humanos, sobre todo a los más desfavorecidos, no era digna de que se luchara por ella.

Raymond Molinier se encuadró en el trotskismo, una corriente tenaz, coherente aunque no exenta de contradicciones, quién lo está, que se situó bien en el centro de las batallas del siglo. No fue fácil luchar contra el capitalismo y contra el estalinismo, combatir la explotación y denunciar la opresión. De hecho, muchos lo pagaron con su vida. Al propio Trotsky lo asesinó un enviado de Moscú, tras ver el viejo revolucionario como su familia era diezmada casi al completo, sólo su nieto, Esteban Sedov, le sobrevivió, guardó la memoria del profeta, como lo llamó Isaac Deutscher, también le sobrevivió Natalia, la esposa, que acabó, diez años después del asesinato, rompiendo con la IVª Internacional por la posición endeble hacia la Unión Soviética de la organización.



La de los trostskistas –militantes de las diversas ramas, grupos, tendencias y partidos en que se fraccionó el movimiento– no fue la única corriente que se situó en el centro de la historia. Rosa Luxemburgo fue la primera militante marxista que denunció los desmanes y abusos de la Revolución de los Soviets. Los consejistas renunciaron al leninismo. El POUM, por su parte, sumó puntos al odio del GPU al denunciar abiertamente los procesos de Moscú, con las consecuencias sabidas. Los bordiguistas, situados en un dogmatismo tal vez inmovilizador, denunciaron los oportunismos de lo que se consideró la política real, el mero posibilismo que justificó no pocos cambios de actitud que sólo beneficiaban a las élites.

Claro que no sólo fueron estas tendencias revolucionarias las únicas en situarse en el centro de la historia para denunciar el (des)orden del mundo. Dietrich Bonhoeffer, hijo de una familia culta de la alta burguesía prusiana y pastor de la Iglesia Luterana alemana no aprobó la pasividad de las Iglesias cristianas ante el nazismo, diplomacia lo llamaron, y militó contra la tiranía, muriendo un mes antes de la capitulación alemana. Por su parte, un grupo de fieles de la Sociedad Religiosa de los Amigos, una corriente cristiana pacifista y comprometida, montaron en la España republicana una red de hospitales, su contribución a la causa democrática. Por no hablar del papel de cristianos de diversas denominaciones que participaron en la segunda mitad del siglo, muchas veces mal vistos por curias y direcciones, en compromisos sociales firmes y combativos.

Edurne Portela y José Ovejero afirman en su libro que toda escritura que se asoma al pasado proyecta los fantasmas de nuestra época y de los individuos que somos, y no les cabe más razón: de nuevo sufrimos la amenaza de una guerra mundial y los gobiernos claman por aumentar los gastos militares, por el rearme, aunque este término no guste a algunos mandatarios. Los discursos racistas toman la calle, mientras que el fascismo y el neoliberalismo se dan la mano para ocupar los gobiernos. Ojalá se cumpla el deseo de rescatar un mundo que parece desvanecerse, tal como manifiestan los autores, el mundo de quienes supieron ponerse en el centro de la historia.

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