El título de la película,
5 metros cuadrados, alude al tamaño
del balcón en el apartamento que Virginia, interpretada por Malena Alterio, y
Alex, interpretado por Fernando Tejero, pretenden comprar, a punto de casarse, para
su residencia conyugal. Están ilusionados, tienen planes de vida acomodada, se
sienten clase media y se ven juntos toda la vida. Se encuadra su hogar futuro
en una urbanización que se va a levantar a las afueras de una ciudad
mediterránea. Contemplamos ésta al principio de la cinta, con sus rascacielos,
sus zonas ajardinadas, las calles rectas y sobre todo las vistas al mar.
A continuación, vemos dos
coches atravesar una zona yerma, cerca de la ciudad. Avanzan por un camino de
tierra pedregosa. Dos hombres descienden de los respectivos vehículos y continúan
a pie, entre risas y camaradería, a contemplar ese mar plácido e imperturbable.
Uno es Montañés, empresario inmobiliario, el hombre que proyecta esa
urbanización apacible cuyo nombre refleja toda una mentalidad: Señorío del Mar.
Lo interpreta Emilio Gutiérrez Caba. El otro es Arganda, concejal del
ayuntamiento, interpretado por Manuel Morón.
De su conversación
deducimos que se conocen de hace tiempo, que se tienen confianza, seguramente
son amigos, pero sobre todo son socios. El empresario habla con claridad de su
proyecto. El concejal le plantea algunos obstáculos legales: ley de costas, normas
del Ministerio de medio ambiente, cuestiones presupuestarias. Pero, ¿no han superado
antes otros obstáculos y han obtenido ambos pingües beneficios? Las sonrisas de
ambos nos indican la naturaleza de algunos de esos beneficios. No es necesario
que digan mucho. Sabemos lo que hay.
La película, rodada en
2011 y dirigida por Max Lemcke, nos habla de un caso más de especulación en
aquella burbuja inmobiliaria que estalló a finales del primer decenio de siglo
XXI y que causó tanta miseria en tanta gente. Los efectos fueron terribles,
aunque parecen olvidados, casi como poco recordada es esta película que, sin
embargo, no fue la única que trató las consecuencias de una crisis inmobiliaria
que inspiró no poca ficción. Aunque, como suele decirse, la cita se atribuye a
Oscar Wilde, la realidad supera la ficción.
No obstante, más arraigada
que la burbuja inmobiliaria, que ha vuelto a nuestra realidad diez años
después, es la corrupción política, que nunca se ha marchado del todo, tan cotidiana, y que
debería sorprendernos y por ende alarmarnos, pero a estas alturas ya ni
sorprende ni alarma.
El último capítulo de la
corrupción patria, con las primeras horas en prisión de un político, hasta hace
bien poco en un puesto clave de su partido, nos retrotrae a esa conversación
inicial de Montañés y de Arganda en 5
metros cuadrados. La naturalidad de la cháchara o la sensación de que todo
se puede, quizá porque todo se olvida con rapidez, muestra bien a las claras
que el problema real ha superado de largo su reflejo en el cine. Asistimos al
espectáculo, sin duda indecoroso, de acusaciones gravísimas sin que se turbe el
fustigante por lo realizado por él mismo no hace tanto tiempo, mientras que el
fustigado remite al recuerdo de lo que ocurrió, como si lo propio fuera peccata minuta.
Al final, la corrupción
se integra en el paisaje como las flores en primavera, es algo natural. Lo
hemos interiorizado hasta el punto de no afectarnos. Nos apenamos en la ficción
por Virginia y Alex, asistimos a su sufrimiento y a su caída a los infiernos.
Entendemos el gesto desesperado de Alex que le lleva a un acto furioso, perturbado.
Pero vemos normal ese final de la película en el que intuimos que serán el
empresario y el concejal los que se vayan de rositas, pese al mal rato vivido. Las
repercusiones caben en apenas cinco metros cuadrados. La vida misma.
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