martes, 1 de julio de 2025

Cinco metros cuadrados

 


El título de la película, 5 metros cuadrados, alude al tamaño del balcón en el apartamento que Virginia, interpretada por Malena Alterio, y Alex, interpretado por Fernando Tejero, pretenden comprar, a punto de casarse, para su residencia conyugal. Están ilusionados, tienen planes de vida acomodada, se sienten clase media y se ven juntos toda la vida. Se encuadra su hogar futuro en una urbanización que se va a levantar a las afueras de una ciudad mediterránea. Contemplamos ésta al principio de la cinta, con sus rascacielos, sus zonas ajardinadas, las calles rectas y sobre todo las vistas al mar.

A continuación, vemos dos coches atravesar una zona yerma, cerca de la ciudad. Avanzan por un camino de tierra pedregosa. Dos hombres descienden de los respectivos vehículos y continúan a pie, entre risas y camaradería, a contemplar ese mar plácido e imperturbable. Uno es Montañés, empresario inmobiliario, el hombre que proyecta esa urbanización apacible cuyo nombre refleja toda una mentalidad: Señorío del Mar. Lo interpreta Emilio Gutiérrez Caba. El otro es Arganda, concejal del ayuntamiento, interpretado por Manuel Morón.

De su conversación deducimos que se conocen de hace tiempo, que se tienen confianza, seguramente son amigos, pero sobre todo son socios. El empresario habla con claridad de su proyecto. El concejal le plantea algunos obstáculos legales: ley de costas, normas del Ministerio de medio ambiente, cuestiones presupuestarias. Pero, ¿no han superado antes otros obstáculos y han obtenido ambos pingües beneficios? Las sonrisas de ambos nos indican la naturaleza de algunos de esos beneficios. No es necesario que digan mucho. Sabemos lo que hay.

La película, rodada en 2011 y dirigida por Max Lemcke, nos habla de un caso más de especulación en aquella burbuja inmobiliaria que estalló a finales del primer decenio de siglo XXI y que causó tanta miseria en tanta gente. Los efectos fueron terribles, aunque parecen olvidados, casi como poco recordada es esta película que, sin embargo, no fue la única que trató las consecuencias de una crisis inmobiliaria que inspiró no poca ficción. Aunque, como suele decirse, la cita se atribuye a Oscar Wilde, la realidad supera la ficción.

No obstante, más arraigada que la burbuja inmobiliaria, que ha vuelto a nuestra realidad diez años después, es la corrupción política, que nunca se ha marchado del todo, tan cotidiana, y que debería sorprendernos y por ende alarmarnos, pero a estas alturas ya ni sorprende ni alarma.

El último capítulo de la corrupción patria, con las primeras horas en prisión de un político, hasta hace bien poco en un puesto clave de su partido, nos retrotrae a esa conversación inicial de Montañés y de Arganda en 5 metros cuadrados. La naturalidad de la cháchara o la sensación de que todo se puede, quizá porque todo se olvida con rapidez, muestra bien a las claras que el problema real ha superado de largo su reflejo en el cine. Asistimos al espectáculo, sin duda indecoroso, de acusaciones gravísimas sin que se turbe el fustigante por lo realizado por él mismo no hace tanto tiempo, mientras que el fustigado remite al recuerdo de lo que ocurrió, como si lo propio fuera peccata minuta.

Al final, la corrupción se integra en el paisaje como las flores en primavera, es algo natural. Lo hemos interiorizado hasta el punto de no afectarnos. Nos apenamos en la ficción por Virginia y Alex, asistimos a su sufrimiento y a su caída a los infiernos. Entendemos el gesto desesperado de Alex que le lleva a un acto furioso, perturbado. Pero vemos normal ese final de la película en el que intuimos que serán el empresario y el concejal los que se vayan de rositas, pese al mal rato vivido. Las repercusiones caben en apenas cinco metros cuadrados. La vida misma.

 

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