lunes, 16 de junio de 2025

Ciudades de cadáveres

 


Aconsejado por Circe, Ulises y los suyos emprenden el viaje al inframundo para encontrar a Tiresias. El adivino de Tebas les va a indicar el modo de regresar a Ítaca. Tienen en la brisa marina un leal compañero que les permite atravesar el Océano y alcanzar la antesala del Hades. Allí realizarán las tres ofrendas de rigor. La primera, con leche y miel. La segunda, con vino. La tercera, con agua y harina blanca. Invocarán tras el rito a los muertos y Ulises adquiere el compromiso de sacrificar una vaca al llegar a su patria.

Es entonces cuando ascienden las sombras de muchos difuntos, entre ellas la de Aquiles, «el mejor de los aqueos», dirá Homero de él, el hijo de la diosa Tetis y el mortal Peleo, el héroe de Troya que antaño pareció optar por una muerte épica en el esplendor de la batalla cuando era aún joven, en vez de una vida larga y sabia. Pero además Aquiles, mitad divino, mitad humano, hubiera podido disfrutar de las bondades de la inmortalidad, cualesquiera que fueran estas. No obstante, mortal al fin, gobierna sobre todos los muertos, le recuerda Ulises, del mismo modo que antaño, en vida, le honraban los hombres de Argos como a un dios. A Aquiles parece no gustarle el elogio. La réplica no da lugar a dudas: «No le des tu consuelo a mi muerte», le dice a Ulises, y añade que más quisiera ser un labrador humilde que ser rey y mandar sobre los difuntos. Añora la vida. De buena gana, indica, emplearía su fuerza, pero para volver al hogar de su padre.

Por un momento, sus palabras parecen desdeñar la heroicidad del guerrero. No hay melancolía de la fuerza, no hay nostalgia de la sangre derramada. En este instante íntimo de confesión no podemos olvidar que su interlocutor, Ulises, intentó evitar ir a la guerra de Troya fingiéndose loco ante Menelao y Palamedes, que lo fueron a reclutar, pero fue desenmascarado y tuvo que partir a la batalla, en aquellos tiempos épicos de honor y de intensas y apasionadas rivalidades bélicas. Ambos gestos, el fingimiento de uno y el lamento de otro, les humaniza ante nuestros ojos. Hay un poso de rechazo a la guerra, como un atisbo de lo que es en realidad la guerra, aun cuando cumplieran con la misma y se destacaran en la batalla.

Mucho siglos después, la escritora japonesa Ota Yoko escribirá una frase que sin duda tiene claros ecos homéricos: «El miedo a esta incomprensible llamada de la muerte y la rabia hacia la guerra (no hacia la derrota, sino a la guerra per se) se entrelazan como serpientes y laten con fuerza cuanto más grises son los días». Aparece en Ciudad de cadáveres, un testimonio de la catástrofe de Hiroshima publicado en castellano por la editorial Satori. Ota Yoko estaba en esta ciudad la mañana fatídica del 6 de agosto de 1945, cuando el gobierno de los Estados Unidos decidió el lanzamiento de la primera bomba nuclear sobre población civil. Dos días después, se produjo otro ataque similar en Nagasaki, con un resultado idéntico. Ella es testigo de los efectos devastadores de la primera explosión nuclear, del infierno en que se convirtió la ciudad japonesa, de los estragos físicos y morales, que se produjo, no hay que olvidarlo, cuando Japón ya se planteaba rendirse, tras una larga guerra, lo cual vuelve mucho más aterrador el empleo de este tipo de armamento.



Ota Yoko recorre una ciudad que se va desintegrando ante sus ojos. Los edificios se desmoronan y los cadáveres se amontonan en las calles. Los supervivientes avanzan entre escombros, sin conciencia aún de lo que ha sucedido. Imposible no pensar, mientras se lee Ciudad de Cadáveres, en las localidades de Gaza y en sus pobladores, objetivos de una guerra cuya motivación real, vamos intuyendo, nada tienen que ver con identidades comunitarias o nacionales ni con reacción a acciones criminales, sino con razones económicas, en este caso comerciales, como es el plan de transformar la región en un atractivo foco de negocios turísticos. Cuánta razón tiene la escritora japonesa al afirmar que «no solamente debemos lamentarnos por la miseria de la guerra, sino por aquello que nos ha llevado a ella».

Qué menos que acudir a este libro cuando estamos en lo que parecen los inicios de una guerra entre Israel e Irán, a la sombra de armamento nuclear, las que dicen que posee Irán, las que existe en el arsenal israelí. Nada menos que ochenta años después de Hiroshima el libro de Ota Yoko pudiera volverse a escribir en las calles de cualquier ciudad de Próximo Oriente, en un eterno retorno criminal que es la historia.

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