Aconsejado por Circe,
Ulises y los suyos emprenden el viaje al inframundo para encontrar a Tiresias.
El adivino de Tebas les va a indicar el modo de regresar a Ítaca. Tienen en la
brisa marina un leal compañero que les permite atravesar el Océano y alcanzar la
antesala del Hades. Allí realizarán las tres ofrendas de rigor. La primera, con
leche y miel. La segunda, con vino. La tercera, con agua y harina blanca. Invocarán
tras el rito a los muertos y Ulises adquiere el compromiso de sacrificar una
vaca al llegar a su patria.
Es entonces cuando
ascienden las sombras de muchos difuntos, entre ellas la de Aquiles, «el mejor
de los aqueos», dirá Homero de él, el hijo de la diosa Tetis y el mortal Peleo,
el héroe de Troya que antaño pareció optar por una muerte épica en el esplendor
de la batalla cuando era aún joven, en vez de una vida larga y sabia. Pero
además Aquiles, mitad divino, mitad humano, hubiera podido disfrutar de las
bondades de la inmortalidad, cualesquiera que fueran estas. No obstante, mortal
al fin, gobierna sobre todos los muertos, le recuerda Ulises, del mismo modo
que antaño, en vida, le honraban los hombres de Argos como a un dios. A Aquiles
parece no gustarle el elogio. La réplica no da lugar a dudas: «No le des tu
consuelo a mi muerte», le dice a Ulises, y añade que más quisiera ser un
labrador humilde que ser rey y mandar sobre los difuntos. Añora la vida. De
buena gana, indica, emplearía su fuerza, pero para volver al hogar de su padre.
Por un momento, sus
palabras parecen desdeñar la heroicidad del guerrero. No hay melancolía de la
fuerza, no hay nostalgia de la sangre derramada. En este instante íntimo de
confesión no podemos olvidar que su interlocutor, Ulises, intentó evitar ir a
la guerra de Troya fingiéndose loco ante Menelao y Palamedes, que lo fueron a
reclutar, pero fue desenmascarado y tuvo que partir a la batalla, en aquellos
tiempos épicos de honor y de intensas y apasionadas rivalidades bélicas. Ambos
gestos, el fingimiento de uno y el lamento de otro, les humaniza ante nuestros
ojos. Hay un poso de rechazo a la guerra, como un atisbo de lo que es en
realidad la guerra, aun cuando cumplieran con la misma y se destacaran en la
batalla.
Mucho siglos después, la
escritora japonesa Ota Yoko escribirá una frase que sin duda tiene claros ecos
homéricos: «El miedo a esta incomprensible llamada de la muerte y la rabia hacia
la guerra (no hacia la derrota, sino a la guerra per se) se entrelazan como serpientes y laten con fuerza cuanto más
grises son los días». Aparece en Ciudad
de cadáveres, un testimonio de la catástrofe de Hiroshima publicado en
castellano por la editorial Satori. Ota Yoko estaba en esta ciudad la mañana
fatídica del 6 de agosto de 1945, cuando el gobierno de los Estados Unidos
decidió el lanzamiento de la primera bomba nuclear sobre población civil. Dos
días después, se produjo otro ataque similar en Nagasaki, con un resultado
idéntico. Ella es testigo de los efectos devastadores de la primera explosión
nuclear, del infierno en que se convirtió la ciudad japonesa, de los estragos
físicos y morales, que se produjo, no hay que olvidarlo, cuando Japón ya se
planteaba rendirse, tras una larga guerra, lo cual vuelve mucho más aterrador
el empleo de este tipo de armamento.
Ota Yoko recorre una
ciudad que se va desintegrando ante sus ojos. Los edificios se desmoronan y los
cadáveres se amontonan en las calles. Los supervivientes avanzan entre escombros,
sin conciencia aún de lo que ha sucedido. Imposible no pensar, mientras se lee Ciudad de Cadáveres, en las localidades
de Gaza y en sus pobladores, objetivos de una guerra cuya motivación real, vamos
intuyendo, nada tienen que ver con identidades comunitarias o nacionales ni con
reacción a acciones criminales, sino con razones económicas, en este caso
comerciales, como es el plan de transformar la región en un atractivo foco de
negocios turísticos. Cuánta razón tiene la escritora japonesa al afirmar que «no
solamente debemos lamentarnos por la miseria de la guerra, sino por aquello que
nos ha llevado a ella».
Qué menos que acudir a
este libro cuando estamos en lo que parecen los inicios de una guerra entre
Israel e Irán, a la sombra de armamento nuclear, las que dicen que posee Irán,
las que existe en el arsenal israelí. Nada menos que ochenta años después de
Hiroshima el libro de Ota Yoko pudiera volverse a escribir en las calles de
cualquier ciudad de Próximo Oriente, en un eterno retorno criminal que es la
historia.
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