domingo, 13 de marzo de 2022

Alain Krivine

 


Ha muerto en París Alain Krivine, uno de los protagonistas del Mayo francés, continuador de las luchas por la emancipación social y humana que ha habido a lo largo de los tiempos, y que mantuvo toda su vida ese tesón por pretender otro modelo de sociedad. La Historia, que a veces parece poseer un humor macabro, quiso que en sus últimos días fuera testigo del inicio de un nuevo capítulo de la tensión en Ucrania, de donde procedía su familia, judía, que huyó de la región fronteriza con Polonia debido a los progroms, tan crueles como injustos, que victimizaban a las personas por su origen y que tanto se repitieron en varias épocas, dándonos a veces la sensación de la imposibilidad de cualquier empeño por otro mundo posible.

Aun así, mantuvo su tesón revolucionario, aun cuando se diluyera el sesentayochismo y el mundo adoptara otros derroteros e incluso pareciera que el capitalismo más neoliberal hubiera ganado la batalla. Al menos la ganó durante un tiempo, y nos ha dejado un escenario harto sombrío, sin duda. Tuvo la ironía de titular su repaso autobiográfico de la época que le tocó vivir con un sarcástico Ça te passera avec l´âge (“se te pasará con la edad”). A él no se le pasó, aun cuando viera debilitarse su corriente política, el trotskismo, y asistiera a numerosos fracasos organizativos. Mantuvo no obstante un cierto humanismo marxista, no sé si a algunos este concepto le chirriara por completo, que quizá se revistiera de un cierto pesimismo, quién sabe, ante la realidad de los últimos años. Claro que para mantener el tesón revolucionario, como él, hay que ser un optimista histórico y creer con firmeza en la fuerza de la voluntad y de las propias convicciones, no todos lo poseemos y nos decantamos muchas veces por una mínima resistencia ante un mundo con el que nos resulta imposible identificarnos.

Tuvo como compañeros de batallas y de debates a Daniel Bensaid y a Ernest Mandel, los tres fueron las caras visibles de una IVª Internacional que intentó mantener en alto la bandera de la revolución. Fueron exigentes en sus análisis, pero al mismo tiempo intentaron aprehender lo esencial de nuevas reivindicaciones y de nuevas formas de resistencia. Se solidarizaron con la revolución de los claveles portuguesa, que puso fin a una dictadura y a la guerra colonial en África. Alain Krivine, dos años después, en 1976, pocos meses después de la muerte del General Franco, hizo acto de presencia en Madrid para apoyar a quienes pretendían que los cambios no fueran superficiales, de mero tocador. La policía le retuvo y se le expulsó de España, acusado de fomentar tácticas revolucionarias. Regresaría en otras ocasiones, ya sin los marcajes de ese aparato represivo.

Su corriente hoy se halla en gran medida diluida en una amalgama anticapitalista, reivindicativa, aunque me temo que minoritaria y puede que algo desorientada. Claro que no son tiempos de dogmatismos. Una vez más estamos en uno de esos momentos en los que parece que haya que empezar de nuevo, partir de cero para confrontarse con los peligros de siempre, la guerra, la precariedad, el autoritarismo, la miseria. Las amenazas están latentes, pero esta vez las alternativas al (des)orden de este mundo brillan por su ausencia o parecen situadas en un rincón de la historia, sin posibilidad de intervención alguna. No sé si es bueno que así sea. Esta vez la sensación que nos domina a muchos es la de que estamos realmente ante una catástrofe y que tal vez hubiera sido bueno al menos haber hecho algún caso a quienes en algún momento mostraron un camino.

viernes, 11 de marzo de 2022

Cultura rusa

 


Cancelan un curso sobre Dostoievski en la Universidad de Milán como consecuencia de la invasión rusa de Ucrania. Al mismo tiempo, la Filmoteca de Andalucía suspende la proyección de Solaris de Andrei Tarkovsky por la misma razón. Incluso, lo informaba el diario ABC hace pocos días, se propuso derribar una estatua del escritor ruso en Florencia, aunque el alcalde de la ciudad, en una reacción cuanto menos honrosa, se opone. «Hay que parar a Putin, no la cultura rusa», afirmó con toda la razón.

Es evidente que el catetismo en Europa ha llegado a la universidad y a los gestores culturales, algo que sin duda muchos intuíamos, efecto tal vez del Plan Bolonia, del desvío de atención individual consecuencia de las redes sociales y las nuevas tecnologías o de la reducción del nivel cultural y educativo generalizado.

Creo que no hay que argumentar mucho la estupidez de tales medidas. Saltan a la vista por sí mismas y todo indica que los gobernantes rusos no se van a poner a temblar ni, menos aún, van a modificar su decisión criminal de arrasar con Ucrania porque en el resto de Europa nos dé por no leer a los autores rusos o por no ver cine ruso. Peor para ellos, pensarán en el mejor de los casos. Porque sospecho que ellos tampoco son de muchas lecturas. Estoy convencido de que si lo fueran, unos y otros, sus políticas serían diferentes, tal vez mejores. Aunque tampoco estoy del todo seguro de que sea así, muchos de los jerarcas nacionalsocialistas eran personas cultivadas, en un país de notable desarrollo filosófico, y eso no redujo la perversión de sus políticas genocidas.

La guerra de Ucrania es una más de las muchas guerras que ha habido en Europa, todas ellas criminales, sin que conozcamos de momento todas sus consecuencias, sin duda terribles, pero que de momento nos está mostrando algunas características de esta Europa que se pretende maravillosa pero que a todas luces no lo es tanto.

A lo comentado sobre cancelaciones y suspensiones, hay que ver también la subida avariciosa en muchos casos de productos y servicios, algunos afectados realmente por la guerra, otros en cambio responden a otras razones semiocultas, pero lo que llama la atención es cómo se argumentan y el descaro de ciertas razonamientos. El señor Borrell traslada a los ciudadanos el boicot al gas ruso, que se apaguen las calefacciones, nos pide, como si los Estados o ciertos negocios no tuvieran ningún papel ni responsabilidad alguna. Se han cuidado bastante en no aplicar a algunos bancos rusos el boicot del sistema Swift, casualmente aquellos que mantienen ciertos negocios con la UE, el pago por el gas, por ejemplo, o las exportaciones de productos de lujo, que no se han incluido en el boicot. Mientras, se abren fronteras a los refugiados ucranianos, no seré yo quien lo critique, me parece imprescindible anteponer las necesidades básicas de las personas, su vida y su seguridad en primer lugar, a cualquier otra consideración, pero chirría que no haya sido así con las víctimas de otras guerras –los sirios o los afganos, por ejemplo, a estos últimos los hemos olvidado con suma rapidez– o a quienes emigran por necesidad, que también debería considerarse su situación.



El rechazo a la guerra, por otro lado, se vuelve viral, muchas instituciones y entidades muestran su oposición, el Athletic de Bilbao y el Barça exhibieron una pancarta al inicio de un partido, No a la guerra, pero olvidaron que unas pocas semanas antes jugaron la supercopa en Arabia Saudí, país que está bombardeando el Yemen. Con armamento construido en la verde Euskal Herria, por cierto. Como indica el lema de una campaña contra el negocio de las armas, la guerra empieza aquí. Y si no empieza, se contribuye.

Todo lo cual no exime a Putin y su gobierno de la responsabilidad de sus actos, de la invasión de un país, de la muerte de muchos de sus ciudadanos, y de paso de no pocos rusos que conforman sus ejércitos. Pero tampoco hay que confiar en discursos heroicos que denotan más bien la necesidad de épicas patrióticas, aun menos cuando ni siquiera estamos ante una fina elaboración discursiva, sino que prima lo cateto, puro y duro. Estamos quizá ante un final de época, en esa tristeza del fin de unos tiempos en los que al menos las palabras tenían un valor, o servían para disimular, como se acabó ese mundo esteticista que pintó Stalisnav Yulianovich Zhukovsky, un paisaje europeo sensible y delicado. Otra guerra mató a este pintor. Una de esas muchas guerras que hubo en Europa, tan detestables, crueles y odiosas todas ellas como las que se dan en cualquier otro lugar.

martes, 15 de febrero de 2022

Rascacielos

 


Es el nuevo proyecto megalómano anunciado a bombo y platillo a orillas del Nervión, la salida a concurso del solar para la construcción de un rascacielos residencial en Barakaldo, en ese terreno ganado a la industria, junto a la ría, y que se suma al proyecto de nuevo barrio en la isla de Zorrozaurre, a poquísimos kilómetros, ya en Bilbao, y un poco más allá, hacia el sur, a la reforma del barrio de San Francisco, aprovechando las obras en la Estación de Abando, pospuesta una y otra vez al retrasarse la llegada del AVE a la Comunidad Autónoma Vasca. En el caso de Barakaldo, se trata de un edificio de 21 pisos que dispondrá de 121 viviendas, plazas de aparcamiento y varios locales comerciales y cuyo proyecto lo refrendó el ayuntamiento en 2020.

Reconozco que no me gustan los rascacielos, en general los edificios enormes que tienden a deshumanizar las calles, a colocarnos a los seres humanos en la más absoluta pequeñez, casi en la invisibilidad. Cuando vemos fotos de ciudades repletas de rascacielos apenas apreciamos a las personas, no las vemos, quedan invisibles ante el esplendor de los edificios, como si la ciudad no fuese para sus habitantes sino al revés, estos quedan reducidos a meros apéndices de las construcciones titánicas, como decorados, como ornamentos que se han de adaptar a un modo de estar y de ser, rascacielos ya presentes en Bilbao, la Torre Iberdrola, por ejemplo, que se eleva retadora, a la vista de todos, reafirmando su poderío de cristal.

No es casualidad por otro lado que todos los regímenes autoritarios que en la historia han sido opten por esta estética urbana del edificio grandioso y deshumanizador, el estalinismo o el fascismo, en todas sus variantes, se pusieron a construir bloques altos y poderosos, reflejo de su propia exaltación e inhumanidad. El capitalismo tardío, con tantas ínfulas como ostentación, repite esquemas.  

No niego que algunos de estos edificios grandiosos están dotados en ocasiones de belleza. Ahí están las catedrales, por ejemplo, repletos de hermosura, de pulcritud y magnificencia. Pero no están construidas para el recogimiento y la paz interior, sino para aterrarnos por nuestra frágil insignificancia, es la peor imagen arquetípica del Dios del Antiguo Testamento el que volvió a los nuevos templos, el que parece esperarnos en esos inmensos espacios donde todo nos recuerda nuestra pequeñez. Los rascacielos surten el mismo efecto, nos reducen a la mínima expresión, nos encierran en un rincón insignificante de su estructura colosal.

Bilbao quiere adaptarse a ese modelo de ciudad esplendorosa, luminosa. Ha dejado atrás el modelo industrial, ya no está rodeada e invadida de fábricas y talleres, las fachadas ya no están sucias de contaminación. Se abrieron las calles a parques amplios y jardines aptos para el paseo y el descanso, incluso en barrios periféricos y marginales, como Otxargoaga o Txurdinaga. Por un momento nos creímos que la ciudad optaba por un modelo más humano que sus dimensiones, además, favorecían, cambios que también adoptaban las ciudades de su periferia, como Barakaldo. Pero no, es el modelo de parque temático el que se va imponiendo y en el que vale mucho más el continente que el contenido, que se muestra vanidosa, una ciudad para el mero disfrute insustancial, una ciudad siempre en vacaciones para diversión asegurada del visitante.

Hay otras ciudades que nos llevan la delantera en este proceso. Algunas ya ni siquiera son ciudades de verdad, sino meros parques temáticos en las cuales incluso sus procesos políticos responden a esa lógica del espectáculo. La pandemia no parece que haya abierto los ojos y nos demos cuenta de que algo fallaba en lo que estábamos construyendo y siendo. Todo ha quedado en el mero gesto superficial, en el aplauso ilusionante de las ocho al personal sanitario para luego darnos igual que haya despidos o precarización en su sector: el espectáculo debe continuar, se debe retomar la economía, hay que construir rascacielos y barrios para mostrar, bien delineados, en los que poder estar solo en compañía. Son los tiempos, dicen. La nueva normalidad.

domingo, 6 de febrero de 2022

El sueño de Zola

 


Escribió Zola un cuento en el que los soldados de los dos ejércitos que a la mañana siguiente se iban a enfrentar en una batalla que se presagiaba cruenta soñaron con un campo encharcado de su propia sangre. Cuando despertaron, decidieron no cumplir con su misión, no salir al combate, no matar al soldado enemigo tras el que había un hombre –eran hombres, entonces, los que acudían a tales actos– contra el que nada tenían en realidad y con el que, sin duda, compartían muchas cosas, más, muchas más, de los que afirmaban los discursos grandilocuentes de las patrias y las civilizaciones. Esto último lo muestra a la perfección la película de Christian Carion, Joyeux Noël (2005), que narra un hecho real sucedido en la Nochebuena de 1914, cuando los soldados franceses, alemanes y británicos optaron por confraternizar esa noche y compartir recuerdos, sentimientos y amistad, para horror de sus mandos, que no iban a la batalla, pero organizaban la guerra, nada menos, encomendados para ello por los gobernantes y así defender intereses económicos y comerciales que barnizaban con palabras solemnes.

Es buen momento este para recordar tanto el relato como la película, cuando en Europa vuelven a sonar tambores de guerra. Rusia, Estados Unidos y los países de la OTAN han comenzado a desplegar tropas mientras se negocia, dicen, para evitar un desenlace sangriento, y lo que andan negociando son cuestiones políticas que afectan a Ucrania y así no resolverlas, añaden, en el campo de batalla. Ya viene de antiguo aquello de que la guerra es la continuación de la política por otros medios, lo afirmaba von Clausewitz a principios del siglo XIX, la guerra como acto político, aunque Foucault le dio la vuelta y sostuvo que en realidad era la política la continuación de la guerra y el derecho su fuente de legitimación.

Si al final se evita la guerra, se venderá como un logro diplomático y político, se repartirán medallas y seguirá la deslocalización de la guerra fuera de las fronteras europeas, como se ha venido haciendo desde la II Guerra Mundial, salvo durante el conflicto de los Balcanes. Aun cuando se barnicen los conflictos existentes con discursos, palabras y razones ideológicas o teológicas, no dejan de reflejar el choque de intereses económicos, tampoco ocultan ya los beneficios comerciales que suponen algunas de estas guerras. Parte del instrumental bélico que emplea Arabia Saudí en el Yemen sale de fábricas ubicadas en España, en cuyas empresas matrices participan financieramente bancos y grandes cuentas, y de paso se obtienen notables comisiones. Tal material sale de los puertos de Santander y de Bilbao, este último bien cerca de donde vivo y escribo.

Sin duda, la mejor manera para acabar con las guerras, tal vez la única, la que sería más viable y eficaz, sería que los soldados se negaran a combatir. «Je ne suis pas sur terre / pour tuer des pauvres gens», escribió Boris Vian en su letra de canción Le deserteur, una carta dirigida al Presidente ante la llamada a filas para ir a la guerra, y que es toda una declaración de intenciones: ninguno estamos en este mundo para matar a pobre gente que le ha tocado luchar en el otro bando. Se intentó: las dos internacionales obreras existentes a principio del siglo XX, y al mismo tiempo muchas otras organizaciones de todo tipo, filosóficas, cristianas, filantrópicas, clamaron por la desobediencia y la deserción. No salió bien, hubo quien se dejó llevar por los cantos de sirena patrióticos, quien fue porque no tenía más opción, porque es lo que correspondía, por falta de alternativas o de planteamientos ante la realidad. Una pena: hubiese sido interesante comprobar si los mandos militares y los miembros de los Consejos de Gobierno hubieran sustituido ellos mismos a quienes desertaban.

lunes, 6 de diciembre de 2021

El tiempo es el que es

 


El tiempo es el que es, solía repetirse a menudo en la serie española El Ministerio del Tiempo, que ahondaba en el debate sobre la inevitabilidad o no de la Historia. ¿Fueron inevitables los hechos del pasado?¿Hubiera podido ser la senda del tiempo distinta y por tanto los desenlaces podrían a su vez ser diferentes? Los triunfadores de la historia, los que ganan cada una de las etapas del pasado, afirman orgullosos que «se hizo lo que se debió hacer» y, con ello, niegan la posibilidad, menos aún la viabilidad, de escenarios alternativos que, de haberse producido, hubieran resultado según ellos un fracaso rotundo, un caos insoportable, quién sabe si un final del mundo.

La literatura, a menudo mucho más ágil para afrontar ciertas cuestiones y permitir nuevos prismas a los debates públicos, ha optado en ocasiones por reconstrucciones históricas alternativas que no han ocurrido en la realidad, son ficción, pero que muestran otros escenarios posibles, ajenos a las alocuciones y arengas de los victoriosos, de los que ganan todas las batallas y que por ello nos resultan siempre los mismos. Se trata de un subgénero literario, el de las ucronías, a caballo entre la ciencia ficción y la crónica social, y que nos describen escenarios diferentes al de la historia real, pero todo ello encuadrado en reglas reales, lógicas existentes y formulaciones realistas.

José Javier Abasolo plantea en su novela Una decisión peligrosa (editorial Ttarttalo, 2014) una investigación policial en el marco de una Navarra independiente entre España y Francia, que incluye en sus fronteras a los territorios que hoy forman la Comunidad Autónoma Vasca y al País Vasco francés. Los crímenes investigados, varios y vinculados aparentemente a una trama política, suceden a inicios de los años cuarenta, cuando Europa está enzarzada en la segunda guerra mundial y España vive bajo la incipiente dictadura, tras su cruenta guerra civil.

El hecho no real de este Estado vasco de Navarra en aquel momento queda por tanto envuelto en un momento histórico y unos hechos muy ciertos: el escenario de la guerra, la dictadura española, los lugares concretos reconocibles, las conspiraciones posibles, las lógicas políticas. Sólo quedan modificados ciertos elementos de este país, propios de una evolución histórica que se remonta a 1512 y a los hechos acaecidos durante el siglo XVI tanto en la Navarra peninsular como en el Reino de Navarra que quedó independiente al norte de los Pirineos, y que, al ser distinta su evolución en la novela, modifican por completo la realidad de este Estado hipotético.

El autor plantea un escenario que pudo haber sido y que al final no fue. La pregunta por tanto es inevitable: ¿hubiera podido ser distinto el desenlace de aquella incorporación de la Navarra renacentista a la Unión Real que dio lugar a la España tal como la conocimos en los años y siglos posteriores, hasta llegar a la España actual, o por el contrario los derroteros de la historia hubiesen podido ir por otras sendas?¿Cabe plantearse opciones diferentes en cada etapa histórica o los hechos que al final se produjeron eran inevitables y estamos en consecuencia ante un determinismo histórico que reduciría la Historia a un mero proceso forzoso e ineludible?¿Hubiera sido posible que Navarra mantuviera su presencia como Reyno independiente?



Ni qué decir que la respuesta posible a cada una de estas preguntas posee una importancia enorme en el presente y en el territorio aludido.

Coincide mi lectura de la novela, como si de un guiño irónico se tratara, con un amago de polémica que se ha dado estos días y que no ha repercutido más allá del ámbito vasco, velado por lo demás por cuestiones más perentorias. A finales de noviembre la coalición EHBildu, una de las expresiones del soberanismo vasco, la que defiende la independencia y la unidad territorial de Vasconia o Euskal Herria, convocaba una manifestación bajo el lema de Lortu arte (“hasta lograrlo”) y en ella aparecieron numerosas banderas navarras, la de las cadenas en fondo rojo, pero sin la corona real, bandera por lo demás cada vez más empleada por la izquierda abertzale como enseña del país, en vez de la ikurriña diseñada por Sabino Arana, el fundador del PNV y adoptada oficialmente como la enseña de la Comunidad Autónoma Vasca. Ha habido algún reproche irónico de este sector del nacionalismo vasco por el cambio de símbolos, que por lo demás tuvieron un papel importante durante momentos de conflicto mucho más áridos. Hay que añadir que en ciertos ámbitos ya se evita incluso emplear el término Euskadi para referirse al conjunto del país, que se decantan por Euskal Herria, ahora mismo un concepto más cultural que político.

Me siento incapaz de dilucidar la polémica o de decantarme por alguna de las posiciones en liza. Es innegable, por otro lado, que en esto de las patrias hay mucho de simbolismo y que incluso el agreste debate político adquiere un cierto tono esteticista o literario, ámbito este en el que tal vez el debate resultase mucho más fructífero. Ni siquiera puedo resolver el asunto del determinismo o no histórico, no acierto a saber si la historia es la que es porque hubiera sido imposible cualquier otro desarrollo. Quizá, al final, deberíamos asumir al mismo nivel los diferentes mundos posibles que podamos imaginar.

 

viernes, 26 de noviembre de 2021

Memoria

 


Tremendo resulta el testimonio de Miguel Martínez del Arco sobre la larga prisión de sus padres. Afronta la terrible historia novelándola, barnizando la realidad con la ficción, ya sabemos que, si la escritura es a todas luces terapéutica, acudir a la ficción permite tal vez suavizar los efectos más dolorosos en quien es hijo, a la vez que nos permite a los demás conocer detalles de la intrahistoria con más concreción.

El resultado, fruto de una búsqueda previa de datos y acceso a no pocos archivos, es la novela Memoria del frío. Nos cuenta en ella la historia de Manolita del Arco, que fue la mujer que más tiempo pasó en prisión bajo el franquismo, diecinueve años nada menos, por una militancia política que consistió en reconstruir la red militante de un partido, sin que nunca acudiera a la lucha armada ni cometiera actos violentos contra un régimen que se impuso tras una guerra (in)civil impulsada por buena parte de quienes fueron después sus mandatarios, y también nos narra la de su padre, Ángel Martínez, que por los mismos motivos pasó un tiempo similar. Ambos estuvieron en varias cárceles, ambos por separado recorrieron varias provincias, en un demoledor viaje penitenciario. El poeta Marcos Ana, que ostenta el triste título de ser el preso político con más tiempo en la cárcel, pasó veintidós años en ella.

Conocemos sus nombres y ahora sabemos sus historias respectivas y en común gracias al libro. También nos consta lo sucedido con otros presos, aquellos nombres más conocidos que padecieron la represión y que por circunstancias varias, por ser sobre todo personas relevantes, sabemos de sus vicisitudes. Pero para la mayor parte de toda esa disidencia quedará el olvido, apenas recordadas sus historias más que por un puñado de descendientes, una mera anécdota en un país que en su conjunto tampoco parece que quiera recordar. Que ha caído en cierta banalización del pasado. Ni siquiera recibieron muchos de ellos, sobre todo los fusilados en la primera hora de la dictadura, una sepultura digna, no hay ni siquiera lugar para recordarlos, para que sus hijos y nietos los puedan evocar. Aunque los que sí tienen sepultura, me temo, también serán objeto de olvido.

Luego están los que padecieron cárcel o trabajos forzados. Salieron vivos de sus experiencias, pero sin duda no podemos decir que salieran sanos de ellas. Muchos optaron por el silencio, por callar sus experiencias, por no abrir más unas heridas aún dolientes, por mantenerse discretos los años que quedaron de dictadura, sin duda hubo quienes no vieron su final.



Los martes y miércoles suelo pasar por delante de las minas a cielo abierto que hay en la zona de Gallarta y de Abanto-Zierbena. Son heridas en la propia tierra, testimonio de un trabajo duro, el de los mineros, realizado en condiciones nefastas. Voy con tiempo a mi cita semanal, bajo un poco antes y ando por delante de esas heridas abiertas entre montículos y montes. El paraje impresiona, es atractivo, imponente y también se intuye la brutalidad para quienes trabajaron allí. He leído sobre la dureza de la mina. El doctor Areilza, en esta zona, cuidó a muchos trabajadores accidentados o enfermados por las condiciones de la faena. Hubo también huelgas por la mejora de las condiciones de trabajo y de vida. Sobrecoge la mera contemplación de ese paisaje que permite imaginar lo que debió de ser la vida entonces.

Lo que descubrí una tarde fue además que hubo presos políticos obligados a trabajos forzados en ese lugar. No lo supe porque hubiera alguna placa o algún tipo de indicación oficial, sino porque así lo recordaba una pintada sencilla sobre uno de los bancos desde el que se puede contemplar hoy el paraje. Lo descubrí en la misma fecha en que estaba leyendo Memoria del frío. Imposible por tanto no asociar la experiencia de quienes aparecen en el libro con nombre y apellido con los de aquellos presos cuyos nombres, seguramente, nunca llegará nadie a conocer. Sin duda habría historias muy parecidas a la que cuenta Miguel Martínez del Arco en su novela y testimonio que nunca deberían olvidarse, pero que se olvidarán sin duda.



En esta constante revisión de la historia o de uso infame del pasado, habrá quien justifique o atribuya en parte las situaciones ignominiosas que padecieron los represaliados, puede también que se escude en una cierta equidistancia, los otros también abusaron, mataron, reprimieron, causaron un daño innecesario. Pero no es de esto de lo que hablamos. Tampoco es lo que se narra en Memoria del frío, aunque el autor no lo rehúye del todo, lo cita en su novela. Se trata simplemente de dejar constancia de lo tremendo que fue que hubiera personas perseguidas, encarceladas, fusiladas o torturadas por motivos de ideas, por respaldar proyectos colectivos, aun cuando no estemos de acuerdo con su ideario, ya fueran el que defendían Manolita del Arco y Ángel Martínez, ya fuera cualquier otro, tanto del bando republicano como por cualquier otro motivo. Incluso hubo represión entre los disidentes del bando levantado en armas el 36. Un año después del inicio de la guerra, el gobierno del bando nacional aprueba el Decreto de Unificación, por el que funde en una única organización a los diversos grupos que apoyaron la sublevación. Esto no sentó bien a algunos falangistas o a determinados núcleos carlistas. Manuel Hedilla, camisa vieja, mostró bien a las claras su desacuerdo y encabezó un grupo disidente que fue reprimido. Se calcula en seiscientos los falangistas represaliados.

Pero no, no es esto lo importante, no lo es el ideario de quien sufrió la represión, sino que la sufriera. Juan Gelmán lo explicó perfectamente: cuando se mata a alguien por motivos políticos, la clave hay que ponerla siempre en el acto de matar, nunca en los motivos. Por extensión, lo podemos aplicar en el tema de la represión. De allí que sean tan importantes testimonios como el de Miguel Martínez del Arco.

viernes, 12 de noviembre de 2021

Quinquis

 


Marcaron una época a partir de los setenta, un momento de ebullición en la historia española. Su nombre, quinquis, cambió su significado inicial, el de aquellas personas pertenecientes al colectivo de los quincalleros o mercheros, para referirse después a jóvenes delincuentes, fuesen o no de etnia gitana o pertenecieran o no al colectivo merchero, en todo caso de barrio marginal o de extrarradio, que asolaron las grandes ciudades, en un momento de desempleo, droga y exclusión. Incluso surgió un estilo de comportamiento, una forma de actuar, que recibió como fenómeno otro calificativo: el de calorrismo. El calorro era aquella persona, joven por lo general, de formación muy básica y que imitaba a los gitanos.

Pero los quinquis iban más allá, alteraron en gran medida el orden público, en un momento a todas luces poco pacífico en las calles españolas, con sus robos de coches, sus atracos a bancos, sus tirones, sisas y estropicios. Nacen en poblados chabolistas o en barrios muy periféricos de edificios altos en los que muchas veces acababan los habitantes de las chabolas. Tuvieron dos grandes precedentes, uno real y otro de ficción: por un lado, Eleuterio Sánchez, el Lute, que en 1965 culminaba su carrera delictiva al condenársele por la muerte de un hombre durante el atraco a una joyería y en cuyo cumplimiento de la pena impuesta, cadena perpetua tras conmutarse la pena de muerte inicial, no sólo se alfabetizó, sino que estudió derecho; por el otro, Manolo Reyes, el pijoaparte, coprotagonista de la novela de Juan Marsé Últimas tardes con Teresa (1966), ladronzuelo de motos del barrio del Carmelo de Barcelona que logra confundir a los muy listos, muy burgueses y muy izquierdosos estudiantes acomodados de los barrios bien que aparecen en el relato. Y una secuela de los quinquis, aunque no fue propiamente lo mismo, era Jon Manteca Cabañes, El cojo Manteca, joven punk y personaje marginal que pasó a la fama por vérsele destrozando mobiliario urbano aprovechando los altercados durante una manifestación de estudiantes en enero de 1987, plena época de desencanto y desilusión colectiva.

Entre ambos momentos a todas luces los reyes del mambo fueron los quinquis. Fue tal su repercusión en la vida cotidiana y tan conocidos algunos de sus protagonistas, como el Vaquilla, el Torete o el Nani, entre tantos otros, que incluso crearon escuela en letras de rumbas y películas, hasta crear un subgénero musical y cinematográfico, el cine quinqui, al que se dedicaron en algún momento directores como Carlos Saura, Eloy de la Iglesia o José Antonio de la Loma.

Un periodista que escribió bastante sobre estos personajes y sobre las repercusiones de sus actos fue Javier Valenzuela, una parte de cuyos artículos quedaron reunidos en un libro que la editorial Libros del K.O. publicó en 2013, Crónicas quinquis.

No cabe desde luego que ensalcemos o enaltezcamos a los quinquis, sus acciones fueron claramente delictivas, algunos llegaron a matar y el final de muchos de ellos resultó también bastante trágico, víctimas de la droga o de sus propias acciones, caídos en enfrentamientos con la policía, carne de prisión o de enfermedades derivadas de sus vidas nada ejemplares. Pero sí reflejaron un malestar social, la degradación de un urbanismo cuyo crecimiento fue claramente mal gestionado, consecuencia nefasta de un desarrollismo que algunos hoy intentan exaltar, el de una dictadura que se decantó por la especulación de los tecnócratas, los antecesores de los nuevos ricos de finales del siglo pasado y comienzos del actual cuya burbuja también tuvo sus víctimas, pero de otro tipo.



Lo apreciamos todavía hoy en barrios como Otxarkoaga, en Bilbao, fruto de ese desarrollismo, cuya antesala fueron los poblados chabolistas que levantaron las muchas personas que llegaron a esta ciudad en los cincuenta, mano de obra para la industria en expansión y destinatario de las nuevas viviendas que a veces se ha calificado de chabolismo vertical. En 1960 Policarpo Fernández Azcoaga realizó de un modo muy casero un documental sobre ese aquellas chabolas bilbaínas, ¿Bilbao? Como ocurrió en tantas otras ciudades, Otxarkoaga fue el epicentro de los quinquis bilbaínos, muchos de ellos víctimas de la heroína, y que se asomaban cada día tanto a un paraje como a una realidad a todas luces desoladores.

Hoy esta zona ya no tiene nada que ver con lo que fue, resulta incluso un barrio agradable, muy remodelado y con grandes zonas verdes. Nadie que no lo haya conocido, aunque sea de oídas, puede hoy imaginar que lo que cuenta el cine quinqui sucediera en realidad por sus calles. Todo aquello pasó a la historia con sus tristes personajes tan heroicos como miserables, tan culpables como víctimas, tan osados como abusivos. No merecen, en todo caso, ser pasto del olvido.