Escribió Zola un cuento
en el que los soldados de los dos ejércitos que a la mañana siguiente se iban a
enfrentar en una batalla que se presagiaba cruenta soñaron con un campo
encharcado de su propia sangre. Cuando despertaron, decidieron no cumplir con
su misión, no salir al combate, no matar al soldado enemigo tras el que había
un hombre –eran hombres, entonces, los que acudían a tales actos– contra el que
nada tenían en realidad y con el que, sin duda, compartían muchas cosas, más,
muchas más, de los que afirmaban los discursos grandilocuentes de las patrias y
las civilizaciones. Esto último lo muestra a la perfección la película de
Christian Carion, Joyeux Noël (2005),
que narra un hecho real sucedido en la Nochebuena de 1914, cuando los soldados
franceses, alemanes y británicos optaron por confraternizar esa noche y
compartir recuerdos, sentimientos y amistad, para horror de sus mandos, que no
iban a la batalla, pero organizaban la guerra, nada menos, encomendados para
ello por los gobernantes y así defender intereses económicos y comerciales que
barnizaban con palabras solemnes.
Es buen momento este para
recordar tanto el relato como la película, cuando en Europa vuelven a sonar
tambores de guerra. Rusia, Estados Unidos y los países de la OTAN han comenzado
a desplegar tropas mientras se negocia, dicen, para evitar un desenlace
sangriento, y lo que andan negociando son cuestiones políticas que afectan a
Ucrania y así no resolverlas, añaden, en el campo de batalla. Ya viene de antiguo aquello
de que la guerra es la continuación de la política por otros medios, lo
afirmaba von Clausewitz a principios del siglo XIX, la guerra como acto
político, aunque Foucault le dio la vuelta y sostuvo que en realidad era la
política la continuación de la guerra y el derecho su fuente de legitimación.
Si al final se evita la
guerra, se venderá como un logro diplomático y político, se repartirán medallas
y seguirá la deslocalización de la guerra fuera de las fronteras europeas, como
se ha venido haciendo desde la II Guerra Mundial, salvo durante el conflicto de
los Balcanes. Aun cuando se barnicen los conflictos existentes con discursos,
palabras y razones ideológicas o teológicas, no dejan de reflejar el choque de
intereses económicos, tampoco ocultan ya los beneficios comerciales que suponen
algunas de estas guerras. Parte del instrumental bélico que emplea Arabia Saudí
en el Yemen sale de fábricas ubicadas en España, en cuyas empresas matrices
participan financieramente bancos y grandes cuentas, y de paso se obtienen
notables comisiones. Tal material sale de los puertos de Santander y de Bilbao,
este último bien cerca de donde vivo y escribo.
Sin duda, la mejor manera
para acabar con las guerras, tal vez la única, la que sería más viable y eficaz,
sería que los soldados se negaran a combatir. «Je ne suis pas sur terre / pour tuer des pauvres gens», escribió
Boris Vian en su letra de canción Le
deserteur, una carta dirigida al Presidente ante la llamada a filas para ir
a la guerra, y que es toda una declaración de intenciones: ninguno estamos en
este mundo para matar a pobre gente que le ha tocado luchar en el otro bando. Se
intentó: las dos internacionales obreras existentes a principio del siglo XX, y
al mismo tiempo muchas otras organizaciones de todo tipo, filosóficas,
cristianas, filantrópicas, clamaron por la desobediencia y la deserción. No
salió bien, hubo quien se dejó llevar por los cantos de sirena patrióticos,
quien fue porque no tenía más opción, porque es lo que correspondía, por falta
de alternativas o de planteamientos ante la realidad. Una pena: hubiese sido
interesante comprobar si los mandos militares y los miembros de los Consejos de
Gobierno hubieran sustituido ellos mismos a quienes desertaban.
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