viernes, 11 de marzo de 2022

Cultura rusa

 


Cancelan un curso sobre Dostoievski en la Universidad de Milán como consecuencia de la invasión rusa de Ucrania. Al mismo tiempo, la Filmoteca de Andalucía suspende la proyección de Solaris de Andrei Tarkovsky por la misma razón. Incluso, lo informaba el diario ABC hace pocos días, se propuso derribar una estatua del escritor ruso en Florencia, aunque el alcalde de la ciudad, en una reacción cuanto menos honrosa, se opone. «Hay que parar a Putin, no la cultura rusa», afirmó con toda la razón.

Es evidente que el catetismo en Europa ha llegado a la universidad y a los gestores culturales, algo que sin duda muchos intuíamos, efecto tal vez del Plan Bolonia, del desvío de atención individual consecuencia de las redes sociales y las nuevas tecnologías o de la reducción del nivel cultural y educativo generalizado.

Creo que no hay que argumentar mucho la estupidez de tales medidas. Saltan a la vista por sí mismas y todo indica que los gobernantes rusos no se van a poner a temblar ni, menos aún, van a modificar su decisión criminal de arrasar con Ucrania porque en el resto de Europa nos dé por no leer a los autores rusos o por no ver cine ruso. Peor para ellos, pensarán en el mejor de los casos. Porque sospecho que ellos tampoco son de muchas lecturas. Estoy convencido de que si lo fueran, unos y otros, sus políticas serían diferentes, tal vez mejores. Aunque tampoco estoy del todo seguro de que sea así, muchos de los jerarcas nacionalsocialistas eran personas cultivadas, en un país de notable desarrollo filosófico, y eso no redujo la perversión de sus políticas genocidas.

La guerra de Ucrania es una más de las muchas guerras que ha habido en Europa, todas ellas criminales, sin que conozcamos de momento todas sus consecuencias, sin duda terribles, pero que de momento nos está mostrando algunas características de esta Europa que se pretende maravillosa pero que a todas luces no lo es tanto.

A lo comentado sobre cancelaciones y suspensiones, hay que ver también la subida avariciosa en muchos casos de productos y servicios, algunos afectados realmente por la guerra, otros en cambio responden a otras razones semiocultas, pero lo que llama la atención es cómo se argumentan y el descaro de ciertas razonamientos. El señor Borrell traslada a los ciudadanos el boicot al gas ruso, que se apaguen las calefacciones, nos pide, como si los Estados o ciertos negocios no tuvieran ningún papel ni responsabilidad alguna. Se han cuidado bastante en no aplicar a algunos bancos rusos el boicot del sistema Swift, casualmente aquellos que mantienen ciertos negocios con la UE, el pago por el gas, por ejemplo, o las exportaciones de productos de lujo, que no se han incluido en el boicot. Mientras, se abren fronteras a los refugiados ucranianos, no seré yo quien lo critique, me parece imprescindible anteponer las necesidades básicas de las personas, su vida y su seguridad en primer lugar, a cualquier otra consideración, pero chirría que no haya sido así con las víctimas de otras guerras –los sirios o los afganos, por ejemplo, a estos últimos los hemos olvidado con suma rapidez– o a quienes emigran por necesidad, que también debería considerarse su situación.



El rechazo a la guerra, por otro lado, se vuelve viral, muchas instituciones y entidades muestran su oposición, el Athletic de Bilbao y el Barça exhibieron una pancarta al inicio de un partido, No a la guerra, pero olvidaron que unas pocas semanas antes jugaron la supercopa en Arabia Saudí, país que está bombardeando el Yemen. Con armamento construido en la verde Euskal Herria, por cierto. Como indica el lema de una campaña contra el negocio de las armas, la guerra empieza aquí. Y si no empieza, se contribuye.

Todo lo cual no exime a Putin y su gobierno de la responsabilidad de sus actos, de la invasión de un país, de la muerte de muchos de sus ciudadanos, y de paso de no pocos rusos que conforman sus ejércitos. Pero tampoco hay que confiar en discursos heroicos que denotan más bien la necesidad de épicas patrióticas, aun menos cuando ni siquiera estamos ante una fina elaboración discursiva, sino que prima lo cateto, puro y duro. Estamos quizá ante un final de época, en esa tristeza del fin de unos tiempos en los que al menos las palabras tenían un valor, o servían para disimular, como se acabó ese mundo esteticista que pintó Stalisnav Yulianovich Zhukovsky, un paisaje europeo sensible y delicado. Otra guerra mató a este pintor. Una de esas muchas guerras que hubo en Europa, tan detestables, crueles y odiosas todas ellas como las que se dan en cualquier otro lugar.

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