jueves, 15 de febrero de 2018

Barcelone Ba Barsakh

«¿Qué te hace sentir que puedes elegir?» se pregunta la voz en off al iniciarse el relato. Mientras, Demba contempla ese rincón del mundo al que ha llegado tras cruzar el mar, allí donde tal vez viva el diablo. Recorre una ciudad esplendorosa sin duda pero cuyos habitantes, al menos una gran parte, se muestran indiferentes a su presencia, a su venta tal vez un tanto insistente, quizá algo incómoda. Demba recorre los rincones de una ciudad mediterránea. Avanza con su carga de figuras de madera que vende donde puede, aunque más que vender las ofrece, e incluso no es siempre fácil encontrar un sitio para venderlas u ofrecerlas. Lo mira todo, pero sobre todo mira el mar. Las cosas las vemos según nuestra experiencia. Es decir, según como somos si entendemos que somos en buena medida lo que hemos experimentado. Por tanto, el Mediterráneo es distinto según los ojos que miran: para el plácido paseante local o para el turista es un mar bonito, apacible, azul, cálido. Para Demba en cambio es un lugar infausto, un fatídico cementerio, él lo sabe bien, ni siquiera se atreve a contarle a su madre la realidad acontecida a su hermano Moussa. A nadie de los de aquí, no obstante, parece importarle los muertos del mar, esas 15.000 personas que la Asociación pro Derechos Humanos de Andalucía calcula que han muerto hasta ahora, aunque en realidad es imposible saberlo con certeza. ¿Por qué les va a importar?  «No son sus muertos».

Es la historia contada en un corto, Barcelone Ba Barsakh (2015), apenas 13 minutos, casi un cuarto de hora para describir un mar de sentimientos o emociones: soledad, añoranza, desasosiego, valentía, miedo, rencor, indiferencia, curiosidad, amabilidad. Lo dirigen Nacho Gil Cid de Diego y Cristina Vergara Sequeiro y es la historia de Demba (Thimbo Samb), un senegalés que vende artesanía de madera, al parecer sin mucho éxito, vemos sólo una venta, el resto es ofrecimiento de sus tallas, y su iniciada amistad con Julia (Marta Rey), la camarera de un bar, para quien el vendedor resulta la persona más simpática que pasa por el local, única persona de las de aquí, además, que establece un puente con él, que es de allí.

Porque de nuevo estamos ante una historia tras la cual se respira la eterna división: vosotros y nosotros, los de aquí y los de allí, los blancos y los negros, los del norte y los del sur. «No son sus muertos», afirma el amigo de Demba ante el mar luminoso. Cada cual, nos dice en realidad, llora a sus muertos, a los que considera los suyos. Por tanto, según el lado que nos toque seremos indiferentes hacia el dolor del otro. Es algo que hiere. Molesta que se nos acuse de impasibles, de ser tibios ante el dolor de los demás, de encerrarnos en el lado que nos tocado y actuar con desafección cuando escuchamos lo que pasa por el mundo, aunque sea bien cerca, allí donde vivimos. Pero a lo mejor hay que plantearse que, en efecto, la molestia procede en realidad de que hay algo de cierto en esa acusación: no son nuestros muertos. ¿Por qué nos iban a importar?

Sin embargo, la compasión es uno de los sentimientos más presente en la historia humana. Es compasión lo que siente Abraham ante el anunció de Jehová de la destrucción de Sodoma e intercede por sus habitantes, alegando la presencia de justos en la ciudad. Es compasión la que siente Prometeo por los frágiles seres humanos y que le llevará a donarles el fuego, aun cuando no se le permitiera. Aristóteles define en Retórica la compasión como «cierto pesar por la aparición de un mal destructivo y penoso en quien no lo merece, que también cabría esperar que lo padeciera uno mismo o alguno de nuestros allegados». Se inició con el mismo ser humano, en el mismo momento en que nos planteamos el mal y el dolor presentes en la vida humana. Intuimos que hay algo tremendo en esto del mal y el sufrimiento; cuando no es merecido, por tanto no es buscado, hay algo arbitrario, un destino caprichoso e inexplicable que te somete a decisiones incomprensibles. ¿Qué culpa tiene Demba de nacer en un lugar y no en otro?¿Qué responsabilidad tiene de ser de los seres humanos con menos derechos, por ejemplo de movimiento? Cualquier europeo se puede mover por el mundo y sin muchos problemas económicos o burocráticos se podría instalar si lo quisiera en Senegal o en cualquier lugar sin que los trámites burocráticos le sean un obstáculo desmesurado, sin que le pare la policía cada dos pasos; para Demba, por el contrario, poder moverse por el mundo es algo difícil, a pesar de ser alguien con iniciativa, puede incluso perder la vida en el intento.

Pero además la compasión es en cierto modo un impulso que nos conduce a empatizar con el otro, con el prójimo, y a actuar a su favor. La solidaridad, el compromiso, la ayuda o la adhesión provienen de una compasión que, en palabras de Victoria Camps, nos crea indignación. Quien se indigna se ha compadecido antes y actuará después. Y para ello, para sentirla, no es necesario pertenecer a un grupo o a otro, formar parte de una comunidad que sufre o de un colectivo que padece. Se siente porque uno ha sufrido o porque ese mal lo podemos llegar a sentir alguna vez, nosotros o quienes tenemos cerca. Claro que existe la compasión parcial, nos recuerda Victoria Camps, la que sentimos por los próximos, los cercanos, pero no por quienes están lejos. Su dolor apenas es un apunte en un informativo y lo olvidamos de inmediato. De esa compasión parcial surge ese «No son sus muertos» que nos golpea duramente.

Claro que puede ser peor aún, que sea una absoluta indiferencia, que nos dé igual lo que le pase al otro, porque no le reconocemos como parte del nosotros, nos encerremos en nuestras propias fronteras o le neguemos al fin su condición humana. Ni siquiera consideramos la posibilidad de que ese mal que sufren ellos, esa necesidad de emigrar, de arriesgar incluso su propia vida, de asilarse para evitar la represión o la posibilidad de mejorar en lo material nos pueda llegar a pasar a nosotros. Algo que a todas luces no es verdad, ya ha ocurrido, millones de europeos salieron de sus países e incluso del continente huyendo del hambre, de las guerras, de la represión, y ha ocurrido hace poco, aún hay memoria y testimonios de tales situaciones. 

Es una indiferencia que tiene algo de soberbia. En la Europa de los mercaderes se mira al otro por encima del hombro, como nuevos ricos que han olvidado lo que fueron, lo que son incluso hoy, cuando la crisis ha golpeado con dureza a millones de personas y la precariedad y la pobreza han aumentado. Pero es curioso, el nivel de vida alto lleva a olvidar aquellos sentimientos básicos que permitían cierto humanitarismo en la sociedad, la compasión o la hospitalidad. Cierto, allí de donde viene Demba tampoco están exentos de males varios, la fatalidad ha hecho mella en sus habitantes y eso confirma la afirmación de Hans Blumenberg de que el ser humano «es un ser necesitado de consuelo». Puede que no haya salida posible, que al final haya que aceptar el infortunio de la vida, puede que sólo podamos crear pequeños espacios que intenten escapar a esta barbarie permanente. Pero da algo de miedo el mundo que se está construyendo.  


https://vimeo.com/117478271

viernes, 2 de febrero de 2018

«Sombras en una batalla»

Un hombre y una mujer coinciden en un autobús que viaja por Zamora, por la raya entre Portugal y España. La conversación entre ambos es enigmática, llena de silencios. Hace referencia al pasado, un pasado que pesa demasiado, pero del que no se habla en concreto y del que tampoco parece que puedan desprenderse ninguno de los dos. Sin saberlo, su pasado y su presente se entrecruzan, forman parte de un mismo paisaje tan desolado como el paraje en que se mueven. El pasado se puede recuperar, pregunta él de pronto, tal vez añorante. Aunque en realidad poco hay que añorar. Y desde luego ella no añora nada en absoluto, su propio pasado es hiriente, pesado, agobiante.

Pero eso lo vamos sabiendo a medida que transcurre la historia. Mario Camus nos la narra en su película Sombras en una batalla (1993). Más que narrada, vamos conociendo las circunstancias a través de los silencios, inmensos, explícitos, precisos. Son los mismos silencios que se han impuesto sobre los años a los que hace referencia la película, unos pocos lustros antes del momento del relato, los años de una transición del que se ha proyectado una versión oficial un tanto edulcorada, un relato oficial sobre una transición ejemplar que sin embargo calla demasiada violencia, demasiadas cesiones y oculta a tantas víctimas cuyos nombres van quedando en el olvido, un olvido que no sabemos si es venganza o es perdón, o ambas cosas a la vez, como indica la cita del final de la película, y que se añaden a tantos otros nombres que van quedando en el silencio cotidiano.

La película nos muestra la vida de Ana (interpretada por Carmen Maura), veterinaria en Bermillo de Sayago, pueblo zamorano cercano a la frontera con Portugal, que vive con su hija Blanca (Sonia Martín), y mantiene una confiada amistad con el otro veterinario de la comarca, Darío (Fernando Valverde). La aparición del hombre del autobús, José (Joaquim de Almeida), un portugués de vida un tanto efímera y eventual, ex militar y misterioso, va a confrontarle a Ana su propia historia de militancia y radicalidad, de compromiso y entrega, pero lleno de tinieblas, incapaz de un olvido que es lo que ella desearía.

Sin duda, por debajo de la historia oficial hay muchas historias ocultas, heroicas algunas, miserables muchas otras. Parece que la historia oficial tan ejemplarizante del momento vivido se ha impuesto a cualquier otro intento de narrar lo que hubo, y lo que hubo fue demasiados hechos que a todas luces se contradicen con el relato oficial. Pero no se habla de nada de ello, el olvido -sea como venganza o como perdón, sea como mero dejar de lado lo que de verdad ocurrió- se ha impuesto y se impone todavía hoy. Aún queda demasiado olvido, demasiadas sombras, respecto a los años de la posguerra, de la dictadura. Parece inevitable que se imponga el silencio también sobre la transición, un silencio en general que en absoluto parece roto por los intentos de situar la memoria como paso necesario para reestablecer la historia y ordenar las miles de infrahistorias que entretejen la Historia.

Aunque a decir verdad no son pocas las películas y novelas que comienzan a proyectar su mirada en los años de la transición, del mismo modo que muchas obras de ficción han tratado la posguerra. Y de toda la transición, el tema del conflicto vasco y de la violencia desatada es el que más atención recoge, como es el caso de esta película. Aunque se hace, parece ser, con cuentagotas y con sumo cuidado, como si las heridas abiertas no hubieran cicatrizado aún, como les ocurre a los personajes de la película de Mario Camus.


No obstante, el cese de la actividad armada por parte de ETA en octubre de 2011 conllevó que se empezaran a publicar bastantes novelas sobre el conflicto, sobre todo de autoría vasca. Por cierto, resulta interesante tener en cuenta que el anuncio de ese cese de la actividad armada coincidió en el tiempo con una gigantesca movilización social que parecía cuestionar los últimos cuarenta años, los del final de la dictadura, la transición y la estabilización de una democracia con tintes de supina mediocridad general, también con reclamos de memoria de lo acaecido desde la guerra civil. Siete años después no parece, pese al ruido, que haya un debate general sobre esa transición, sus efectos y su análisis, como si toda la energía del 15M se hubiera al final encauzado por los canales institucionales, o por un ruido inane, a veces delirante, que no oculta el silencio, ese mismo silencio reflejado en la película y tras el cual se halla la necesidad de entender y reordenar los elementos de un país que no parece atreverse a confrontarse con su propia realidad.

jueves, 18 de enero de 2018

Distopías de entreguerras

«La guerra lo ha puesto todo patas arriba» afirma uno de los personajes de la novela El Certificado, de Isaac Bashevis Singer. Se refiere a la primera guerra mundial, que lo trastocó todo en Europa y con la cual se inició realmente el siglo XX en el Viejo Continente. 

Los primeros catorce años fueron en realidad una extensión del siglo anterior, con su fe en el progreso tecnológico y económico, con la expansión europea por el mundo -que siguió teniendo, pese a sus fingidos anhelos civilizatorios, un lado siniestro, una vez superada la esclavitud, a través de un colonialismo devastador-, con la explotación galopante de la clase trabajadora y un movimiento obrero que empezó a ser alternativa real al poder burgués -lo empezó a ser su expresión moderada, la socialdemocracia, y lo fue de pronto su expresión más radical, la bolchevique- y con un movimiento cultural amplio, intenso, imaginativo y rupturista de los patrones tradicionales.

Poco después, ya casi al final de la novela, otro personaje reflexiona sobre lo mismo, lo que hubo antes y después de aquella guerra. «Las cosas ya no son como antes», afirmará tras quejarse de que «es el ignorante el que tiene el poder en todas partes». En El Certificado se narran los devaneos de un joven judío aspirante a escritor, David Bendinger, que se traslada a Varsovia con el fin de obtener la documentación para poder viajar a Palestina. No es fácil, se enfrenta a trabas burocráticas enormes, a la necesidad de acudir a no poca picaresca para poderse mover en esos nuevos tiempos tan extraños, en medio de una comunidad judía que no es uniforme en la opinión sobre la idoneidad de esa idea de convertir Palestina en la tierra de los hebreos, con un laicismo más y más presente en las comunidades judías -aunque no sólo los judíos no religiosos son críticos con el sionismo, lo serán también muchas comunidades religiosas de raíz jasídica, apegadas a un mesianismo tradicional- y un latente fatalismo ante lo que pasa a su alrededor, ese rechazo perenne a los judíos, por ejemplo, que pervive en la sociedad polaca o la sangría de una revolución comunista que muestra más sus excesos represivos y sangrientos que sus logros en la construcción de una sociedad solidaria y libre, que al final no fue.

Los intentos del joven Bendinger de conseguir ese certificado, y para cuya tramitación dará una y mil vueltas, tendrá que concertar un matrimonio de conveniencia, deberá conseguir más dinero, puesto que los mediadores aprovechan las circunstancias, además de los intereses políticos, muchas veces mercantilizados, muestran otro de esos cambios habidos tras la guerra: la excesiva burocratización de la vida cotidiana. Stefan Zweig añora la facilidad con que se viajaba antes de la primera gran guerra, sin tanta necesidad de pasaportes, certificados o salvoconductos. Es una burocratización que afectará a todos los ámbitos en realidad y carecerá las más de las veces de un sentido. Franz Kafka reflejará en sus relatos, sobre todo en El Castillo (1922) y El Proceso (1925), lo absurdo y lo incomprensible de ese mundo donde todo está normativizado, nada escapa a esa lógica de reglas que ocupan y pautan la vida.

Es el imperio de la ley, culminación de un proceso de construcción de los Estados en los que hay que normalizar la vida en beneficio de los intereses mercantiles, de un control social que contribuya a que nada cambie y unos pocos sigan organizando la vida de los otros. Esta es la raíz, al final, de un Estado autoritario, aun cuando muestre apariencias amables o democráticas, pero no deja de estar próxima a la organización política descrita por Georges Orwell en Gran Hermano, o incluso antes de aquella primera gran guerra, en 1907, en la distopía vaticinada por Jack London en El Talón de hierro.

Pero esa sociedad burocratizada, homogeneizada, normativizada y en consecuencia derrotada no sería posible sin la propia aceptación de la normalidad con que se asume que las cosas son como son y no pueden ser de otra manera. O de la referida añoranza de un antes, cuando las cosas eran mejores. Hay una mentalidad extendida que ha acabado por aceptar que es imposible cambiar las grandes estructuras políticas y sociales. Es la misma mentalidad que conlleva la propia realidad ninguneada, aquella mentalidad de esclavo de la que se hace referencia en El árbol de la ciencia de Pío Baroja. Es el miedo a romper lo cotidiano, de confrontarse uno mismo a su propia realidad individual y colectiva, un temor casi sacralizado, lleno de dudas y vergüenza. En realidad, no es el dominio de una ideología o de una religión sobre la vida lo que crea tal mentalidad, sino el arbitrio de los miedos a través de las reglas y normas que estandarizan la vida, sobre todo cuando hay algo que perder, algo material. Puede llamar la atención que sean las sociedades más prósperas las que hayan conseguido un mayor sometimiento de sus individuos, pero lo son porque estos mismos individuos temen perder esa prosperidad por nimia que sea y eso produce no pocos miedos, por otro lado comprensibles hasta cierto modo.

Aldous Huxley mostró ese mecanismo perverso de control social en Un Mundo feliz (1931), pero da un paso más allá al convertir la aceptación en felicidad, más que en sometimiento gris. Va incluso más allá de la mentalidad de esclavo del que habla Baroja, porque el sometido, el gobernado, el individuo objeto de reglas, lo asume todo ello como algo positivo. Es el mecanismo del trabajador agradecido porque el empresario le da trabajo y le paga un salario, sin comprender -sin querer comprender- que hay una prestación de servicios, hay un trabajo que crea una riqueza y que el empresario gestiona. O que los beneficios sociales que el Estado del Bienestar brinda no es un regalo o un don que crece en primavera como las margaritas, sino una consecuencia de mecanismos de actuación social de individuos conscientes de la situación.

Sin embargo, es cierto tiempo también que en ese periodo de entreguerras hay una esperanza de construir una sociedad diferente, se expande un concepto de utopía que mira hacia el futuro y que está muy presente en amplias capas sociales; pero además no sólo surgen nuevas formas de analizar y pensar la sociedad en general, se desarrollan también miradas sectoriales y emancipatorias, como la de las sufragistas o la de las minorías étnicas, los judíos de los que escribe Singer, por ejemplo. Parece que se pudiera ser vagamente optimistas.


No obstante, aparece una literatura que se basa más en distopías, que lanza una advertencia sobre un mundo que no es el que se espera. La experiencia soviética de los años treinta, la de los procesos de Moscú y los gulags, así como la Guerra Civil española o la monstruosidad del nazismo muestran que la mirada de estos escritores no estaba tan desencaminada. Lo que sigue a la segunda guerra mundial no es tampoco para saltar de alegría. La mentalidad legalista y procesalista se ha normalizado por completo. Las democracias han pasado en muchos casos, mal que bien, por el macartismo y sucedáneos. La actitud ante las muertes de migrantes en el Mediterráneo o que la expresión Gran Hermano haya pasado a ser el título de un programa de dudosa calidad, por hablar de dos extremos que tampoco se pueden comparar entre sí, reactualizan a todos esos escritores citados, sin duda también a muchos otros, que han mostrado en sus libros una asfixiante atmósfera de normalidad execrable. 

lunes, 8 de enero de 2018

«Retorno a Hansala»

Quiénes son, de dónde vienen, por qué vienen, cómo vienen, cuándo deciden venir, cuál es el método que emplean para atravesar las ínfimas distancias…

Surgen tales preguntas al escuchar las noticias sobre esas pateras que recorren la distancia entre Andalucía y Marruecos, entre Argelia y Murcia o Alicante, entre Túnez y Cerdeña o Sicilia, entre Libia y Malta. Hay poco más de catorce kilómetros entre Punta Oliveros (España) y Punta Cires (Marruecos), aunque menos es la distancia entre Ceuta y Melilla y el territorio marroquí, sólo una frontera, unos centímetros de tierra, mientras que entre Túnez y Sicilia hay poco más de diecisiete kilómetros. Y sin embargo la distancia legal, mental, humana, social, referencial, incluso empática, si es que podemos hablar de distancia empática, es mucho mayor. Tanta distancia que en nuestra cotidianidad no solemos ver los rostros de quienes protagonizan tales realidades. Eso sí, ya es difícil no haber conocido en esta cotidianidad nuestra a alguien que proceda de ese sur, ese llamado tercer mundo, eufemismo que empleamos y con el cual los deshumanizamos todavía más.

Cómo vivían, cuáles son las razones de su partida, qué esperan encontrar, es que no tienen alternativa…

Nos hemos acostumbrado a la sangría de cifras sobre muertos en el Mediterráneo o entre Senegal o Mauritania y las Canarias. Nos hemos habituado a la tragedia. Nosotros también tenemos lo nuestro, y no es poco. En España ha aumentado la pobreza, hay quien incluso trabajando no puede alcanzar unos mínimos ingresos dignos, la crisis ha afectado a parte de la clase media, a comerciantes y autónomos, hay pequeños empresarios que se las ven y se las desean para salir adelante. Y sigue, aun cuando nos digan que estamos saliendo de la crisis. Es curioso, tampoco vemos los rostros de quienes están en esa situación, aunque todos conocemos casos o nos afecta muy de cerca.

Son también preguntas similares las que se han planteado la directora de cine Chus Gutiérrez, tal como ella misma ha comentado en el programa Versión Española de TVE, y Juan Carlos Rubio, coguionistas de la película Retorno a Hansala, con la que han querido responderlas. Con gran acierto, a todas luces. En 2008 se estrenó y en ella se narra el viaje de Martín, interpretado por José Luís García Pérez, dueño de una funeraria que sufre una dura situación económica que le puede llevar a perder su negocio, y de Leila, interpretada por Farah Hamed, trabajadora marroquí de una planta de empaquetamiento de pescado, a Marruecos, con el objetivo de trasladar el cadáver de Rachid, el hermano de Leila, a Hansala, una aldea en el Atlas.

La película arranca con unas imágenes asfixiantes de alguien, no lo vemos, pero lo imaginamos, que lucha por avanzar en el mar hacia esa tierra a la que se ha acercado, lucha infructuosa porque, al no acercarse lo suficiente, acaba hundiéndose. La aparición de los cadáveres, el de Rachid y sus compañeros de patera, rompe la rutina de una mañana cualquiera. Ya en 2008 la cifra de muertos era alto. Poco a poco ha ido aumentando, del mismo modo que la indiferencia o el exceso de noticias que induce a considerar que todo eso sea apenas una tragedia local. Hubo incluso, hace años, una foto en la que se mostraba a una pareja tomando el sol, aparentemente ajenos al hecho de que, a algunos pocos metros, hubiese el cadáver de un migrante arrastrado a la playa. Pero resulta inadmisible ese número de muertos que no cesa.

Martín ve una posibilidad de negocio en esas muertes, una posible manera de salir de la crisis y remontar, escapar de su propio infierno cotidiano. Sin duda percibe algo monstruoso en eso, pero al fin alguien tiene que hacerlo, por mucho que lo suyo no sea vocacional, lo reconoce en un momento dado, pero es lo único que sabe hacer, además lo que necesita es, sobre todo, afrontar su propio infierno, salir de él. Inicia el viaje a Marruecos con Leila, de paso evita las notificaciones para un posible embargo del negocio, pero el viaje va a resultar a todas luces esclarecedor, iniciático para Martín, que va descubriendo el (des)orden del mundo.   

Porque lo que logra Martín es darse respuestas a todas esas preguntas inevitables que nos planteamos cuando asistimos a esa tragedia. Quizá el cine, al igual que la literatura, sea un medio mucho mejor, tal vez el único, para percibir esa realidad, esa infrahistoria que hay detrás de los datos fríos sociológicos o de los titulares periodísticos tan pronto olvidados. Quizá el arte puede también hacernos creer que realmente la vida comienza al otro lado de la desesperación, tal como afirmaba Jean-Paul Sartre, puede que en un arranque de excesivo optimismo. Porque al final hay momentos en los que uno no puede serlo, optimista, cuando diez años después de Retorno a Hansala las cosas están incluso peor. No sólo ha aumentado el número de personas que proceden de África, sino que además las guerras en Próximo Oriente han provocado la salida de millones de personas, sin que parezca que haya voluntad política para dar respuesta institucional a la tragedia, mientras tanto se abren procesos a activistas contra esta locura, como le está ocurriendo a Helena Maleno.


lunes, 1 de enero de 2018

María Luisa Bombal

Atrae su rostro. En efecto, cuando se contempla alguna foto de María Luisa Bombal su rostro atrae con fuerza. Tal vez sea por la mirada de sus ojos, por la finura de los labios o, en general, por la forma misma de ese rostro, tan ovalado, tan bien construido, tan interesante, bajo un flequillo muy propio de unos años, la década de los veinte y treinta, e incluso muy propio de un lugar, Francia, donde ella vive desde los ocho años hasta que regresa a Chile, a principios de los treinta. Pero es un rostro que transmite un interior sin duda lúcido e intuitivo, agudo y perspicaz. Pablo Neruda la llamaba la «abeja de fuego» por su energía y pasión, la asociaba también con la mangosta, unos animalillos de rostro alargado y vida solitaria. La escritora Carolina Melys rememora en un artículo publicado recientemente en la revista Letras Libres aquellos años de su regreso a Chile y dice que «se mueve con prestancia y gracia». No siempre ocurre, cierto, que se refleje el talento y la vocación de un modo claro, ni debemos guiarnos por lo externo, ya sabemos, pero hay algo en su aspecto que lo trasluce.

En todo caso, esa vocación le llevará en París a estudiar letras en la universidad de la Sorbona, donde redactará una tesina sobre Prosper Mérimée. Le atrae también el teatro, por lo que ingresa en la escuela teatral L´Atelier, donde se cultiva un teatro vanguardista y experimental. Allí comparte estudios con Antonin Artaud, personaje muy polifacético que con el tiempo creará el teatro de la crueldad. Seguirá vinculada al arte dramático un tiempo más, incluso después de su regreso a Chile, donde cofundará una compañía, pero al final duda de la viabilidad de tal vocación y opta por la literatura. Muchos años después, en una entrevista, afirma no creer en la casualidad, su vocación por la narrativa parece ya señalada entonces desde niña, cuando empezó a escribir poesía, como todos los niños, cree ella. Renuncia con el tiempo a escribir poemas, a la poesía formal al menos, porque su prosa posee no poco lirismo, pero sigue leyendo mucha poesía a lo largo de toda su vida.

Ya en París era una ávida lectora de Baudelaire y de Verlaine, y acude a lecturas poéticas donde oirá recitar a Paul Valery. Cuando vive en Buenos Aires, a donde acude invitada por Neruda, conoce a Alfonsina Storni y tiene largas conversaciones con Jorge Luis Borges, hay que recordar que era también un formidable poeta, durante sus paseos juntos. Con él irá a menudo al cine. En Buenos Aires conoce también a Federico García Lorca, que está en la capital argentina para estrenar Bodas de sangre. Se vincula con otros escritores, y no sólo poetas o dramaturgos, está estrechamente relacionada con los autores de la revista Sur, que es un importantísimo foco literario argentino. Será Victoria Ocampo quien le publicará su novela La amortajada, su segunda novela corta, ya había publicado La última niebla. Aquel será un relato importante, elogiado por Borges, quien se refiere a él como «de triste magia», un título «que no olvidará nuestra América», y lo leerá con verdadero interés Juan Rulfo. No en vano, ambos comparten un modo de narrar que tiene muy en cuenta la muerte como tema literario. «La muerte es también un acto de vida», se afirma en La amortajada, lo que entraña un vínculo muy compacto entre vida y muerte, vinculándose a su vez con la realidad a través de la literatura, lo cual supone un primer eco del realismo mágico latinoamericano. De este modo ambos autores tendrán una importancia enorme en los cambios que se avecinan en la literatura de América Latina, algo que reconocerán no pocos autores de los años sesenta en adelante.

A los relatos mencionados se unen varios textos breves -El árbol o Lo secreto entre ellos- con una prosa muy particular de ritmo pausado y una cadencia escalonada que llega incluso a transmitir lo que se narra de un modo rutinario. Hay un vago rumor decimonónico en esa prosa. Destacan los personajes femeninos, que parecen vivir predestinados al matrimonio, a la nostalgia, a la inevitabilidad de una nostalgia por lo que no pudieron ser -esta es, casualidad, una definición de la Saudade evocada por el fado portugués-, pero al mismo tiempo son mujeres que transmiten una enorme sensualidad y que reaccionan a la fatiga vital, se enfrentan a esa rutina que les ha envuelto a lo largo de su existencia. Se rebelan a la misma. Las mujeres de sus relatos recuerdan vagamente a muchas de las mujeres que aparecen en la Biblia. María Luisa Bombal afirma en una entrevista que la Biblia tuvo una enorme importancia para ella como escritora, pero que no interpreta ni inventa lo que se cuenta en ella, sino que sabe «lo que pasó entre el hombre y Dios». Son personajes, los suyos, que, como los bíblicos, poseen no poca fascinación al ser trágicos, al poseer unos rasgos trágicos sin que por ello les pueda uno juzgar en absoluto.

Quizá la tragedia estaba latente en el ambiente, en su propio carácter, en su vida que tuvo momentos fatídicos, incluso funestos. Vive una relación complicada con un hombre a quien conoce en el barco durante su regreso a Chile, relación apasionada sin duda, con momentos aciagos, con un intento de suicidio de por medio por su parte e incluso un intento de asesinato que le lleva a prisión durante varios meses. Se casó también, en aquellos años, con el dibujante e ilustrador Jorge Larco, que la retrató, un matrimonio que buscaba por ambas partes escapar de la soledad, convertirse en una mera fachada formal -él era homosexual en una sociedad donde serlo resultaba difícil- y que acabó mal.

Se traslada en 1944 a los Estados Unidos donde se casa con un noble francés. Comienza a trabajar para la Unesco, tiene una hija, Brigitte, y todo parece estabilizarse de algún modo. Pero sigue dominada por un sentimiento de soledad y desasosiego, quién sabe por qué no logra desasirse de ese spleen del que habla Baudelaire, y que es un rasgo muy de época, de ese existencialismo tan presente a lo largo del siglo XX y del que resulta difícil escapar.

Tras morir su marido, se traslada en 1973 a Chile. Gana varios reconocimientos públicos, pero se acentúa una enorme sensación de soledad de la que habla a menudo, como si fuera incapaz de romper con ese aislamiento que ha ido en aumento en los últimos años. Muere en 1980, tras unos años en una casa de reposo, ajena tal vez al mundo que le rodea. 

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Del bertsolarismo, la tradición y la modernidad

El evento fue en el BEC de Barakaldo, el Bilbao Exhibition Center o, lo que es lo mismo, la nueva Feria de Muestras de Bilbao, un edificio moderno de aspecto acoplado, inaugurado en 2004, enorme, flamante, digno de estos tiempos nuestros, tan exhibicionistas, en los que prima la arquitectura grandiosa, a veces exagerada y que a menudo es propia, no hay que olvidarlo, de formas muy autoritarias de gestionar la realidad o adecuadas a momentos de excesiva fachada y pocos contenidos. Hay quien, de forma clara y directa, lo califica de bilbainada, no en el sentido del género musical, sino en el de esa exageración que se atribuye a las gentes del lugar. Sea lo que fuere, allí está, símbolo de esa ciudad que la Academia del Urbanismo ha declarado hace algunas semanas mejor ciudad europea, nada menos.

El domingo 17 de diciembre el edificio se llenó de gente. Suele haber en él ferias, conferencias, encuentros sobre nuevas tecnologías, congresos de temas varios, con frecuencia científicos o de las nuevas actividades económicas, incluso conciertos y otros acontecimientos macrosociales. No son infrecuentes en nuestros tiempos y en las ciudades europeas las grandes aglomeraciones para asistir a actividades de diversos pelajes en enormes edificios imponentes. El fútbol sin duda se lleva la palma, es la gran apoteosis, el rito social y simbólico más importante a tenor de la atención que se le presta, y Bilbao no es una excepción, incluso parece vivirse con más pasión visto el gran número de banderas del equipo local que lucen los bares de la ciudad y alrededores, que no son pocos. Para el fútbol se levantan nuevos estadios. Porque cada vez más se tiende a crear grandes escenarios, continentes de formas variopintas, para los grandes eventos de nuestro tiempo,

En todo caso, no era fútbol lo que iban a ver las 15.000 personas aproximadas que se acercaron ya de buena mañana el domingo y se quedaron hasta la tarde. Tampoco se trataba de un concierto. Sino de algo más tradicional por estas tierras, sobre todo más literario en un tiempo en que la literatura parece algo propio más bien de pequeños cenáculos o de cada vez menos personas, las que aún que gustan de leer o, menos aún, de escuchar odas, cuentos y versos. Se trataba de la Bertsolari Txapelketa Nagusia de 2017, el Campeonato Principal de Versolarismo de este año. Sin duda, a bote pronto, es lo que más puede chocar, esa confrontación entre la tradición y la modernidad, entre antaño y hogaño, fiel reflejo de una sociedad más y más compleja y en la que parecen convivir mundos tan diferentes, sin que por ello se anulen unos a otros.

Lejos quedan desde luego los tiempos de Basarri, como se le conocía a Ignacio Eizmendi, unos de los versificadores clásicos del siglo XX, que se aficionó de niño en la taberna de sus padres, en Zarautz, a los retos entre improvisadores de versos que apostaban muchas veces por ver quien lograba las mejores rimas. Porque de rimar se trata cuando hablamos del bertsolari. O koblakari, como se les llama en el País Vasco francés, aunque no es exactamente lo mismo. En todo caso, las tabernas y las sidrerías eran los lugares habituales donde se reunían los versificadores que improvisaban sus rimas, sus versos y estrofas. Los demás feligreses les iban proponiendo temas o palabras sobre las que componer de inmediato la estrofa y a veces se narraban historias completas o se lanzaban chanzas, incluso sátiras abiertamente políticas. Conocida debió de ser la tirria que sentía Txirrita, sobrenombre de José Manuel Lujanbio, por Cánovas del Castillo. Había llegado el fin de los fueros de las Vascongadas, se iniciaba un nuevo tiempo político y cultural, y el entonces jovencísimo bertsolari lanzó no pocas invectivas contra el gobernante y ante un tiempo que chirriaba por todos sus poros. No siempre es fácil moverse por entre la dialéctica de la polarización.

De las tabernas, sidrerías, tascas y otros establecimientos salió a las plazas de las villas, pueblos e incluso llegó a las capitales. Las fiestas patronales o las ferias eran buena excusa para que se organizasen concursos y competiciones. El bertsolarismo devino de este modo toda una tradición. Hubo otros lugares donde se han mantenido costumbres similares: en Gales y en Irlanda también se improvisan versos en alegres cervecerías, en Albania persisten los rapsodas que narran viejas historias y hay la tradición de los Griots, en África occidental, que acompañan sus estrofas con la música de la kora. Tampoco se puede olvidar la tradición medieval de la rapsodia popular, la de los juglares, por ejemplo, que cruzaban las tierras con sus odas, sus estrofas y sus poemas épicos. El término koblakari, el que se utiliza en la parte francesa del País Vasco para referirse a los bertsolaris, también posee el significado de juglar.

Cabría preguntarse entonces de donde surge esta tradición, la de los versificadores e improvisadores de versos, aunque es difícil responderla, o tal vez absurdo planteársela, a no ser que queramos darle una respuesta un tanto exagerada, como la que dio Manuel de Lekuona en el Congreso Vasco de 1930, que situó el origen del bertsolarismo en el neolítico, toda una bilbainada del académico y escritor, aunque fuera de Oyarzun. Claro que cualquier manifestación humana procede de un modo u otro del neolítico, que es cuando todo comenzó a polarizarse, así que nada nuevo,

La edad media también vivió esa dialéctica de la polarización, la lucha entre lo nuevo y lo viejo, la tradición y la modernidad. Los juglares se enfrentan de algún modo a los trovadores, que son los rapsodas de las cortes y los centros de poder, muchos de ellos también caballeros y hombres de las castas dominantes. También mujeres, que las hubo, y no pocas. Eran la cultura oral y la cultura escrita que se enfrentaban, el anonimato y la autoría, lo popular y lo culto, o lo considerado como culto según las reglamentaciones sociales al uso. Parece en todo caso que la escritura vence a la oralidad. Sin embargo, imposible no conmoverse ante el aedo ciego que memorizó, y sin duda improvisó muchas veces, el largo viaje de Odiseo.

Los primeros juegos florales se celebraron en 1324 en Toulouse, la Tolosa de Occitania también conocida como Ciutat Mondina, dando un gran impulso a la poesía provenzal, que tanto influyó en el renacimiento de las letras, en Provenza y en buena parte de Europa. Quinientos años después, en un resurgimiento de la cultura popular con ánimo de reconocimiento e impulso poético, Antoine d´Abbadie lo traslada al ámbito de la lengua vasca e instaura los juegos florales en la labortana Uruña, dando impulso a esta vez a la poesía vasca, pero también a los bertsolaris, enlazados a la tradición oral. Quizá no sea casual que sea Labort la zona vasca elegida para tal sede; al fin y al cabo, fue la que vivió con mayor intensidad el renacimiento cultural y el dialecto labortano se adoptó en gran medida como lengua literaria en el siglo XVI.

Sean de un lado u otro del Pirineo, los poetas vascos recogen no pocos versos de la tradición oral, tan rica en las tierras vascas como en cualquier otro lugar, existiendo un magma sin duda conectado entre sí y que vincula los distintos rincones del mundo. De un modo u otro todos los individuos y pueblos se enfrentan a los mismos hechos, a los mismos problemas y a las mismas interioridades. En todos los momentos se buscan también identidades que singularicen las comunidades, aun cuando se parta siempre de unas mismas bases. Es esa necesidad de épicas que refuercen el concepto nosotros y la oralidad, a veces, fortalece tal concepción. Esteban de Garibay nos habla, en este sentido, como propio, en pleno siglo XVI, de las mujeres improvisadoras y recoge él mismo cantos y versos como los dedicados a la muerte de Milia de Lastur o el canto de Urrexola, entre otros, los cuales se podrán vincular a tradiciones y letras de otros lugares, en un ejercicio de comparación que sin duda nos reportaría sorpresas.

Siempre hay puentes entre la cultura popular y la cultura libresca, entre la oralidad y la escritura, en las grandes culturas como en las pequeñas. El cine es a todas luces buena prueba de ello.
No es fácil discernir en todo caso por qué hay tradiciones que se conservan en algunos rincones del mundo y se pierden en otros. Se impone la cultura escrita, en Europa es evidente, se elitiza el saber, la oralidad se desliga de la literatura, que a partir de cierto momento sólo será lo que se escribe. Sin embargo, permanecen los puentes entre oralidad y cultura escrita y no pocas veces se han retroalimentado. Y sin saber muy bien por qué, se mantienen ciertas tradiciones, como la del bertsolarismo, y se retoma con fuerza, incluso, como es el caso, cuando se trata de una lengua minoritaria.

Tal vez por eso mismo, por ser una lengua minoritaria y no fácil de ahondar en ella, el reto del bertsolarismo adquiere no poca intensidad y brillantez. Suele hablarse muchas veces de los procesos lingüísticos de adaptación al medio y a los tiempos, aunque a menudo se cae en la trampa de la utilidad o del utilitarismo para evaluar los diferentes idiomas que en el mundo hay. Es cierto que cuando a una lengua se la limita a un ámbito marginal, casero o ritual pierde muchas potencialidades y es difícil recuperarla, aunque no imposible, y allí está al hebreo para demostrarlo. Y una lengua se recupera cuando se puede hablar o escribir en ella cualquier aspecto que afecte a sus hablantes, sean cuestiones añejas o actuales.


En este sentido, no es casualidad que este año el certamen lo haya ganado una mujer, Maialen Lujanbio, que habla en sus improvisaciones de cuestiones sociales, de marginaciones modernas, de nuevas formas de entender el mundo y entenderse a sí mismo. Porque ya desde un idioma como el vasco se habla del mundo, algo que puede sorprender tanto, o no, como que el certamen se haya celebrado en un edificio moderno de aspecto acoplado que poco tiene que ver con añejas tradiciones o que tanta gente se pase un domingo escuchando chanzas, cuentos y rimas.

domingo, 17 de diciembre de 2017

De las generaciones y sus miradas

En 1997 el escritor Ray Loriga realizaba su primera película, La pistola de mi hermano, emitida hace poco por TVE y basada en su novela Caídos del cielo. En aquel momento, la crítica cinematográfica recibió la película con cierta frialdad, cuando no con poco rechazo. Sin embargo, a pesar de tales opiniones y quizá por el tiempo transcurrido, veinte años nada menos, tiempo que contribuye a que la sensibilidad se modifique o las claves de percepción sean diferentes, la película resulta hoy interesante, engancha la historia y los diálogos son atractivos e intensos.

Un chico, no llegamos a saber su nombre, interpretado por Daniel González, introvertido, poco hablador y con una estrecha relación con su hermano, interpretado por Andrés Gertrudix, obtiene una pistola que recibe, según él mismo cuenta, de un modo cuasi mítico, y mata a un guardia de seguridad en un supermercado. Comienza así una persecución tras robar un coche con la hija del propietario dentro, personaje rebelde y también problemático, interpretado por Nico Bidasolo, con quien inicia una relación.

En los diálogos entre los dos personajes centrales, el chico y la chica, así como entre el inspector, interpretado por Karra Elejalde, encargado de la investigación y persecución de aquel, y el hermano y la madre, interpretada por Anna Galiena, hay constantes alusiones al miedo, a la desolación y a la falta de objetivos en la vida. Tal vez por ello se haya hecho una lectura generacional de la película. No hay que olvidar que se encuadra la cinta en los años noventa, una década que fue muy dada a hablar de una generación de jóvenes a todas luces perdida en unos años sin muchas ilusiones, en la que las utopías parecían haberse ya diluido por completo, ganaba el individualismo más brutal, producto del neoliberalismo feroz que se iniciaba entonces y que produjo miles de víctimas sociales en forma de marginados de todo tipo, marginado reales y simbólicos.

Sin embargo, esa generación de jóvenes -y no tan jóvenes, aunque estamos ya en una sociedad que ha asumido a su vez otra división, la de la edad- desdibujada y sin horizontes no pertenece sólo a los años noventa, también existió, se nos dice, en la década de los cincuenta e inicios de los sesenta, con James Dean, convertido en ícono de esa desilusión y angustia juvenil y de época, como emblema de un momento en que tampoco parece que hubiera grandes horizontes. Es el Jim Stark de Rebeldes sin causa, donde tampoco se disponen de perspectivas ni individuales ni colectivas. Son los personajes de Historias del Kronen, película de Montxo Armendáriz de 1995, basada en la novela de José Ángel Mañas, pero que hubiera podido escribirse y filmarse en los cincuenta.

Cabe, sí, una lectura generacional, aunque esto de las generaciones tiene demasiado de análisis académico y academicista de la realidad, es un modo de estructurar lo real, aunque luego tengamos que desasirnos de tal mirada. Lo debiéramos al menos, aunque sin duda lo académico con sus estructuras hayan acabado dominando la percepción y nos cueste mirar la realidad sin las compuertas creadas por los analistas. No hay que olvidar, por ejemplo, que en la edad de plata de la cultura española, nombre con el que asignó José Carlos Mainer al periodo que parte de finales del siglo XIX hasta el inicio de la guerra civil, convivieron varias generaciones literarias en un mismo espacio y durante un mismo tiempo, sin que los autores de cada una de ellas se encerrara en sí mismas y dejaran de relacionarse con la cultura en general y con la sociedad en entera libertad y plenitud. Sirve la catalogación en generaciones para el estudio, en efecto, pero se corre el peligro de que las gradaciones acaben dominando la lectura y el entendimiento.

Por eso tal vez atribuir personajes sin ilusiones o desolados, sin objetivos vitales, sin horizontes, a los noventa o a los cincuenta sea un error. Es cierto que la década de los sesenta dio lugar a una época de utopía, rebelde en lo político, en lo social y, sobre todo, en las costumbres, pero que desembocó en la decepción de los setenta, una generación, aceptemos el término de forma provisional, cercana a la de los años veinte y treinta, que vivirá la decepción a finales de esta última década, pero principalmente en los cuarenta, cuando sea patente la brutalidad humana. Parece que la segunda década de nuestro siglo se haya volcado de nuevo por la utopía, por las protestas ante unas realidades insoportables, aunque también hay la sensación de que la decepción ha llegado antes de lo esperado.

Da un poco la impresión de que se trate de un mero baile: a una generación utópica y rebelde le sigue otra desolada y con un miedo paralizante, en un mecanismo dialéctico que se cernirá a lo largo de la historia. No obstante, no deja de ser una lectura demasiado restringida y, a la larga, quién sabe si dañina. El análisis acaba asfixiando lo analizado, por ello quizá los vientos de aire puro de principio de nuestra década se hayan podrido tan pronto.


Por ello haya que esforzarse por escapar a una lectura generacional de las cosas. El choque con la realidad de los personajes de La pistola de mi hermano se da en cualquier momento, en cualquier época, en cualquier generación. Del mismo modo que la exaltación de la juventud se da de un modo artificial a partir de los años cuarenta, creando una subcultura que se potencia para dividir más la vida. La réplica del chico en La pistola de mi hermano sea tal vez el inspector de policía, un personaje que asume su propia desolación y su falta de objetivos con mucho cinismo, atributo tal vez de su experiencia y edad, pero que no está muy lejos de la de su contrincante. Explica en todo caso la diferente actitud o la facilidad de su decisión al final de la película, mucho más rápida que la del muchacho, que carece a todas luces de la malevolencia que da la vida.