«¿Qué te hace sentir que puedes elegir?» se pregunta la voz en off
al iniciarse el relato. Mientras, Demba contempla ese rincón del mundo al que
ha llegado tras cruzar el mar, allí donde tal vez viva el diablo. Recorre una
ciudad esplendorosa sin duda pero cuyos habitantes, al menos una gran parte, se
muestran indiferentes a su presencia, a su venta tal vez un tanto insistente,
quizá algo incómoda. Demba recorre los rincones de una ciudad mediterránea.
Avanza con su carga de figuras de madera que vende donde puede, aunque más que
vender las ofrece, e incluso no es siempre fácil encontrar un sitio para
venderlas u ofrecerlas. Lo mira todo, pero sobre todo mira el mar. Las cosas
las vemos según nuestra experiencia. Es decir, según como somos si entendemos
que somos en buena medida lo que hemos experimentado. Por tanto, el
Mediterráneo es distinto según los ojos que miran: para el plácido paseante
local o para el turista es un mar bonito, apacible, azul, cálido. Para Demba en
cambio es un lugar infausto, un fatídico cementerio, él lo sabe bien, ni
siquiera se atreve a contarle a su madre la realidad acontecida a su hermano
Moussa. A nadie de los de aquí, no obstante, parece importarle los muertos del
mar, esas 15.000 personas que la Asociación pro Derechos Humanos de Andalucía
calcula que han muerto hasta ahora, aunque en realidad es imposible saberlo con
certeza. ¿Por qué les va a importar? «No son sus muertos».
Es la historia contada en
un corto, Barcelone Ba Barsakh (2015),
apenas 13 minutos, casi un cuarto de hora para describir un mar de sentimientos
o emociones: soledad, añoranza, desasosiego, valentía, miedo, rencor,
indiferencia, curiosidad, amabilidad. Lo dirigen Nacho Gil Cid de Diego y
Cristina Vergara Sequeiro y es la historia de Demba (Thimbo Samb), un senegalés
que vende artesanía de madera, al parecer sin mucho éxito, vemos sólo una
venta, el resto es ofrecimiento de sus tallas, y su iniciada amistad con Julia
(Marta Rey), la camarera de un bar, para quien el vendedor resulta la persona
más simpática que pasa por el local, única persona de las de aquí, además, que
establece un puente con él, que es de allí.
Porque de nuevo estamos
ante una historia tras la cual se respira la eterna división: vosotros y
nosotros, los de aquí y los de allí, los blancos y los negros, los del norte y
los del sur. «No son sus muertos»,
afirma el amigo de Demba ante el mar luminoso. Cada cual, nos dice en realidad,
llora a sus muertos, a los que considera los suyos. Por tanto, según el lado
que nos toque seremos indiferentes hacia el dolor del otro. Es algo que hiere.
Molesta que se nos acuse de impasibles, de ser tibios ante el dolor de los
demás, de encerrarnos en el lado que nos tocado y actuar con desafección cuando
escuchamos lo que pasa por el mundo, aunque sea bien cerca, allí donde vivimos.
Pero a lo mejor hay que plantearse que, en efecto, la molestia procede en
realidad de que hay algo de cierto en esa acusación: no son nuestros muertos. ¿Por qué nos iban a importar?
Sin embargo, la compasión
es uno de los sentimientos más presente en la historia humana. Es compasión lo
que siente Abraham ante el anunció de Jehová de la destrucción de Sodoma e
intercede por sus habitantes, alegando la presencia de justos en la ciudad. Es
compasión la que siente Prometeo por los frágiles seres humanos y que le
llevará a donarles el fuego, aun cuando no se le permitiera. Aristóteles define
en Retórica la compasión como «cierto pesar por la aparición de un mal
destructivo y penoso en quien no lo merece, que también cabría esperar que lo
padeciera uno mismo o alguno de nuestros allegados». Se inició con el mismo
ser humano, en el mismo momento en que nos planteamos el mal y el dolor
presentes en la vida humana. Intuimos que hay algo tremendo en esto del mal y
el sufrimiento; cuando no es merecido, por tanto no es buscado, hay algo
arbitrario, un destino caprichoso e inexplicable que te somete a decisiones
incomprensibles. ¿Qué culpa tiene Demba de nacer en un lugar y no en otro?¿Qué
responsabilidad tiene de ser de los seres humanos con menos derechos, por
ejemplo de movimiento? Cualquier europeo se puede mover por el mundo y sin
muchos problemas económicos o burocráticos se podría instalar si lo quisiera en
Senegal o en cualquier lugar sin que los trámites burocráticos le sean un
obstáculo desmesurado, sin que le pare la policía cada dos pasos; para Demba,
por el contrario, poder moverse por el mundo es algo difícil, a pesar de ser
alguien con iniciativa, puede incluso perder la vida en el intento.
Pero además la compasión
es en cierto modo un impulso que nos conduce a empatizar con el otro, con el
prójimo, y a actuar a su favor. La solidaridad, el compromiso, la ayuda o la
adhesión provienen de una compasión que, en palabras de Victoria Camps, nos
crea indignación. Quien se indigna se ha compadecido antes y actuará después. Y
para ello, para sentirla, no es necesario pertenecer a un grupo o a otro,
formar parte de una comunidad que sufre o de un colectivo que padece. Se siente
porque uno ha sufrido o porque ese mal lo podemos llegar a sentir alguna vez,
nosotros o quienes tenemos cerca. Claro que existe la compasión parcial, nos
recuerda Victoria Camps, la que sentimos por los próximos, los cercanos, pero
no por quienes están lejos. Su dolor apenas es un apunte en un informativo y lo
olvidamos de inmediato. De esa compasión parcial surge ese «No son sus muertos» que nos golpea
duramente.
Claro que puede ser peor
aún, que sea una absoluta indiferencia, que nos dé igual lo que le pase al
otro, porque no le reconocemos como parte del nosotros, nos encerremos en
nuestras propias fronteras o le neguemos al fin su condición humana. Ni
siquiera consideramos la posibilidad de que ese mal que sufren ellos, esa
necesidad de emigrar, de arriesgar incluso su propia vida, de asilarse para
evitar la represión o la posibilidad de mejorar en lo material nos pueda llegar
a pasar a nosotros. Algo que a todas luces no es verdad, ya ha ocurrido,
millones de europeos salieron de sus países e incluso del continente huyendo
del hambre, de las guerras, de la represión, y ha ocurrido hace poco, aún hay
memoria y testimonios de tales situaciones.
Es una indiferencia que
tiene algo de soberbia. En la Europa de los mercaderes se mira al otro por
encima del hombro, como nuevos ricos que han olvidado lo que fueron, lo que son
incluso hoy, cuando la crisis ha golpeado con dureza a millones de personas y
la precariedad y la pobreza han aumentado. Pero es curioso, el nivel de vida
alto lleva a olvidar aquellos sentimientos básicos que permitían cierto
humanitarismo en la sociedad, la compasión o la hospitalidad. Cierto, allí de
donde viene Demba tampoco están exentos de males varios, la fatalidad ha hecho
mella en sus habitantes y eso confirma la afirmación de Hans Blumenberg de que
el ser humano «es un ser necesitado de
consuelo». Puede que no haya salida posible, que al final haya que aceptar
el infortunio de la vida, puede que sólo podamos crear pequeños espacios que
intenten escapar a esta barbarie permanente. Pero da algo de miedo el mundo que
se está construyendo.
https://vimeo.com/117478271
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