Las fronteras no son sólo
los límites de los Estados, las líneas más o menos reales o ficticias que
marcan los confines de los países, establecidas siempre por leyes, convenios y
acuerdos que a menudo resultan de conflictos armados, guerras que provocan muertos
–aunque muchas veces las fronteras estables y ordenadas los siguen provocando, demasiados
muertos siempre, sin necesidad de declarar la guerra–, y que en ocasiones son
fuente de tensión, de discusión, aunque hay rencillas que han quedado en el
olvido, que ya no crean tensiones, las vemos como límites normales entre
Estados.
Por ejemplo, España tiene
varios tipos de fronteras. Unas son exageradas, duras, defensivas: las
fronteras de Ceuta y Melilla, convertidas ahora en la frontera sur de Europa, con
concertinas durante un tiempo en lo alto de las vallas, sustituidas ahora por
barrotes, y fuerte presencia policial. Nada tiene que ver con éstas la frontera
de Olivenza, territorio reivindicado por Portugal, país que no reconoce el
trazado fronterizo actual, aunque ya dé igual, no existe presencia policial,
ambos Estados son firmantes del Tratado de Schenger, sólo la falta del cartel
anunciador de que se entra en Portugal indica que algo hubo hasta hace bien
poco. Algo parecido ocurre con la frontera del Bidasoa, afectada por varios
conflictos –la ocupación de Navarra por Castilla, en 1512, la guerra Hispano
Francesa entre 1635 y 1659 y que terminó con el Tratado de Westafalia, la
Guerra de Independencia entre 1808 y 1814–, con esa curiosa Isla de los
Faisanes cuya soberanía es compartida entre Francia y España. El nacionalismo
vasco reivindica, por su parte, la unidad de un País Vasco dividido entre los
dos Estados. Hay lugar también a cierto absurdo, como la de la localidad de
Riohonor de Castilla, en Zamora, o Rio de Onor en la región de Trás-os-Montes,
una misma localidad dividida entre dos países.
Existen también las
fronteras asépticas de los aeropuertos, con una zona que no pertenece al país
donde estén ubicados, pura ficción, y que suelen ser accesos fríos, parecidos
unos a otros, incómodos a pesar del diseño.
Pero las fronteras de las
que habla José Miguel Aragón en su libro de relatos Las fronteras de dentro son bien distintas, están formadas por
tópicos y prejuicios, por desconocimiento y temores, aparecen en la
cotidianidad, a menudo por hechos intrascendentes que dan luz a personas que no son de aquí, no las reconocemos muchas
veces, ni los vemos a veces, o las reconocemos de repente, casi por casualidad.
Las suyas son historias sencillas, rutinarias, personas con quienes se cruzan
todos los días o con las que compartimos espacios –un edificio de viviendas, un
equipo de fútbol, una biblioteca, un lugar festivo o vacacional– y tras las
cuales, de pronto, discernimos una historia más intensa, profunda y a menudo
dolorosa.
José Miguel Aragón se refiere sobre todo a un grupo concreto de emigrantes, los que llegan a la península
saltando las vallas o en patera, que deambulan sin papeles, viven una situación
irregular, con trabajos sin contrato, cuando consiguen un trabajo, o venta
callejera, los Top-manta, el autor
los conoce bien a partir de su actividad en la Asociación El Olivar de Madrid,
que presta ayuda y techo a algunos de ellos.
La inmigración en España
se ha convertido en debate público y tema de campaña electoral. No siempre para
bien, el debate se ha enredado de tal forma que se asocia inmigración con
inmigración irregular o, peor aún, con delincuencia. Aunque sí, también hay
personas extranjeras, entre ellas algunos sin papeles, que delinquen, no
hablamos de héroes de cine o de santos sempiternos, no son, al fin, ni mejores
ni peores que la gente local, pero ciertos planteamientos oportunistas,
interesados y alarmistas quieren dar una visión catastrofista, cuasi
terrorífica, aun cuando los que delinquen sean los menos. Mientras, en los
cultivos, los servicios y las obras miles de personas inmigradas ejercen sus
labores con absoluta normalidad, cualquier cosa que sea esto de la normalidad. La
realidad, en consecuencia, admite varias tonalidades, lo que nos lleva a no
asumir ni un discurso buenista ni la
constante acusación malintencionada de una inmigración siempre conflictiva. Esta
evidencia, en todo caso, nos fuerza a plantear el tema en claves de absoluta
equidad.
Mientras, los relatos de Las fronteras de dentro nos pueden
ayudar a una mirada diferente a la que, por desgracia, se nos impone en estos
tiempos aciagos.
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