Decía Unamuno que un
español culto debía por lo menos entender el portugués y el catalán, y sugería
que conociese algunas de las lenguas españolas, además de la oficial y de la
lengua vecina.
No es mala idea cuando de
nuevo la cuestión de los idiomas vuelve a saltar a la palestra tras la
aprobación de que se puedan utilizar las lenguas cooficiales en el Congreso,
esto es, las lenguas de aquellas Comunidades que las ha reconocido legalmente,
utilizadas en la administración e introducidas en los respectivos sistemas
educativos. No son todas las que hay, porque además existen otras, a medio
camino entre idioma o dialecto, las fronteras son a menudo difusas, en algunos
casos consideradas lenguas protegidas –el asturiano, el aragonés, el
asturleonés, el extremeño– o en otros situadas en un limbo, como el portugués
hablado en la raya de Cáceres y Badajoz, la gacería o el caló, lengua esta
última olvidada de pleno porque pesan siempre los prejuicios, parece ser.
El primer debate del
Congreso con posibilidad de emplear las lenguas cooficiales tuvo momentos muy
esclarecedores. Los representantes de Vox, que tienen como una de sus señas de
identidad el patriotismo español, marcharon de la Cámara en cuando se escuchó
las primeras palabras en lengua distinta a la castellana o española. Parece ser
que en su España tan amada como idealizada no caben los otros idiomas, da igual
que existan o no. El PP se opuso también, pero permanecieron en el debate, aun
cuando no se pusieron el correspondiente pinganillo. La nota de color la puso
su representante Borja Sémper, que utilizó el vasco, aunque fuera para criticar
tal uso, en un guiño que nos recuerda en su momento la oposición del PP a la
reforma legal para permitir el matrimonio homosexual, que pese a todo se
aprobó, y cuya oposición, pese a todo, no fue óbice para que muchos dirigentes
del partido acudieran a la boda de Javier Maroto, dirigente del PP, con un
hombre tiempo después de la referida votación. Política de hechos, lo llaman.
De este modo, las tres
lenguas cooficiales, el gallego, el vasco y el catalán, las utilizaron las
formaciones nacionalistas, con lo que no nos quitamos esa idea de que dichos
idiomas son en buena medida una parte de las reivindicaciones soberanistas, y
no una realidad que debiera estás más o menos asumida. Esto es, nos mantenemos
en la politización de las lenguas, que invade, tal vez debiera decirse más bien
que contamina, la filología. Hay quien reclama desde ciertas posiciones afines
al PP que el valenciano es idioma distinto al catalán, lo que defendía el blaverismo de antaño, e incluso en
algunos carteles y servicios aparece diferenciado, como si el reconocimiento de
ser una misma lengua supusiera la pertenencia a una misma comunidad política, y
así dando a la variedad título de lengua. Con dicha lógica debiéramos reconocer
al andaluz la condición de idioma. En su momento el filólogo Joan Fuster llegó
a solicitar que se recuperara el nombre Llemosí para denominar a la lengua
hablada en Cataluña, Valencia y Baleares.
El uso de las otras
lenguas en el Congreso y en el Senado tiene un simbolismo sin duda necesario o
importante. Positivo, sin duda, porque parte de un reconocimiento social e
institucional. Claro que también puede llegar a ser engorroso, ralentiza el
trabajo, obliga a tener un servicio de interpretación cuando todos los miembros
del Parlamento hablan el castellano. Es una situación diferente la de España a
la de Suiza o Bélgica, por ejemplo, donde no hay cooficialidad, sino que cada
cantón o las regiones tienen un único idioma, sin que la población pueda llegar
a saber, ni está obligado a ello, las otras lenguas del país.
Quizá el paso debiera ser
el reconocimiento de dichas lenguas como idiomas también de Estado. Obligaría a
que toda la documentación oficial se tradujera para su entrada en vigor. Un
gasto, dirán algunos, pero es lo que tiene la pluralidad. Al fin y al cabo se
asumen otros gastos sociales imprescindibles para la buena marcha de la
sociedad.
Y no quiero ni pensar qué
ocurriría si se plantease el reconocimiento del caló, por justicia y acto de
desagravio hacia la comunidad gitana, o se tuviera en cuenta otros idiomas
aportados por las comunidades inmigradas a España. Se abriría todo un melón,
que se dice ahora.
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