Hay una escena de la película «27
horas», hacia la mitad, que apenas dura unos segundos pero que es intensa,
muy simbólica, descriptiva de dos mundos paralelos que en aquel momento,
mediados los ochenta, son los escalones más bajos de la sociedad vasca: Jon, el
joven drogadicto y desarrapado, interpretado por Martxelo Rubío, sube al
autobús con el mono ya iniciado
mientras busca desesperado por San Sebastián su dosis de heroína que no encuentra
y, parado el bus ante un semáforo en rojo, contempla sin mirar por la ventana y
su mirada perdida da con la de un policía nacional de los antidisturbios que viaja
de copiloto en una furgoneta tras disolver una de las muchas manifestaciones
que recorren las calles vascas de la época.
Son las dos miradas que se cruzan intensas, expresivas, afectadas. Jon
es un marginado social. Se trata de un heroinómano joven que ha abandonado los
estudios, aunque sigue recibiendo el apodo de estudiante. Malvive en casa de su tío, un parado sin dinero, uno
más en la legión de desempleados que pueblan los cinturones industriales del
país, y de su primo, que trabaja en las lonjas donde se reparte el pescado
descargado por los arrantzales, los
cuales le han dado cobijo al echarle su padre de casa. Jon busca trabajo de
descargador de camiones sin mucho éxito, uno más entre un montón de
trabajadores de todas las edades que ansían unas horas de faena, muchos para
poder tirar adelante, en su caso para poderse sufragar la droga. Por su parte,
el policía es un marginado político, forma parte del escalón más bajo de un
Estado que se rechaza, que se odia. Cumple las órdenes de disolver y reprimir, sin
comprender seguramente qué es lo que está defendiendo, por qué le detestan los
de enfrente y sin duda temiendo salir de aquella ciudad muerto, como muchos de
sus compañeros de trabajo.
No sabemos qué piensan, qué sentirán, pero sin duda en ambas miradas
hay una indecisa hermandad entre dos seres que sufren su condición de outsiders, de seres fuera de todo circuito,
incapaces de salir de su absoluta soledad, de entender el porqué de las puertas
que se les cierran, desolado Jon por ver morir a la muchacha que ama, por no
poderse costear la droga, ya ni le fían, por no encontrar un camino en su vida
y carecer de esperanzas, aviejado ya, cuando recién estrena su juventud; el
policía -sólo le vemos en ese momento, en esa escena- atemorizado por vivir
aislado en una sociedad que le odia por su condición de policía, asumiendo una
tarea que es un trabajo, sí, y pensará tal vez que alguien lo tiene que hacer,
pero sin sentido y, en ese momento, sin salida, a las órdenes de un Estado que
parece hacer aguas por todos los lados.
«27 horas» es una película
de 1986. Trata una historia de esos años ochenta que ahora, treinta años
después, se contemplan a veces desde cierta nostalgia, la nostalgia de una
sociedad combativa, aunque ya en declive y con demasiadas víctimas que quedaron
en las cunetas metafóricas, y a veces reales, fuera del tiempo y de la historia.
La dirige Montxo Armendáriz a partir de un guion escrito junto a Elías
Querejeta y es curioso cómo, a pesar de que no fue la única película que
trataba el tema de la droga en el País Vasco, un fenómeno que pegó fuerte en
las grandes y medianas ciudades vascas, que golpeó a muchas familias y afectó a
mucha gente, ha quedado no obstante fuera del debate político y social sobre
esa etapa, no se habla mucho de ello en este momento, permaneciendo como oculta
por la Historia, en la infrahistoria
de un conflicto ya encaminado en estos momento hacia su resolución definitiva.
Pero además, si comparamos ambas épocas, si ponemos frente a frente
las imágenes del San Sebastián de entonces con la ciudad que es hoy, nos damos
cuenta de cómo son dos momentos incluso contrapuestos por lo distinto que es
todo, y con toda seguridad las generaciones más jóvenes ahora, quienes tengan
menos de cuarenta años, apenas podrán reconocer aquella ciudad: ha cambiado el
rostro de la pobreza, no podemos decir desde luego que haya desaparecido, se ha
modificado, es ahora sin duda más vergonzosa y vergonzante, pero fue más cruda
entonces, aun cuando, si comparamos en estos momentos la situación con el resto
de España, la del País Vasco sea a todas luces envidiable, sin echar cohetes;
no existe tampoco la imagen de la heroína azotando a tanta gente y por no ser,
ni siquiera es la misma la situación política del País Vasco en estos treinta
años. De este modo, esta película se convierte en un espejo con el que
compararnos. Desde luego, no pretendo sacar conclusiones: ni cualquier tiempo
pasado fue mejor (o peor) ni hemos de aceptar el presente porque nos parezca
mejor, sigue siendo al fin y al cabo un presente repleto de injusticias y obstáculos. Pero a veces volver a
ver ciertas películas produce efectos en la asunción del tiempo, que pasa
inexorable, nos da perspectivas que no imaginábamos.
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