Pedro Ugarte
Nuestra historia
Páginas de espuma, 2016
Aristóteles concibe la poesía y todo arte como imitación de la
naturaleza. Esto es, el ejercicio de la literatura y en general de cualquier arte
supone expresar lo real. El artista, de este modo, pretende proyectar un
reflejo de lo que sucede a nuestro alrededor y en nosotros mismos y tal vez
esta pretensión del filósofo sea al fin inevitable, puesto que en el caso de la
poesía -de la literatura- partimos de la palabra, que está estrecha e inevitablemente
vinculada a lo real, cada palabra refleja un trozo, a veces mínimo, de lo que
existe y no podemos escapar a esa lógica, construimos nuestro mundo a partir de
ese reflejo. Lo mismo ocurre con las imágenes y quizá sea la música la
expresión más pura puesto que provoca sentimientos sin que nos basemos para
ello en una palabra, en una idea, en una imagen. Claro que la música tiene
mucho que ver con el silencio y el ruido, el bombeo del corazón y los sonidos
del mundo. Son ideas, en definitiva, productos que heredamos de generación en
generación.
Lo que nos lleva a otra inevitabilidad, a la pregunta de qué es la
realidad. Se ha impuesto en ciertos ámbitos, la antropología o la teoría de la
comunicación, entre otros, hablar de la construcción de relatos que interpretan
la realidad, con la que vemos lo que nos rodea, incluso lo que somos. Nos
convertimos de este modo en un relato y ello puede dar lugar a cierta confusión
puesto que la literatura, que es en gran medida un relato o un conjunto de
relatos, se basa en la ficción, es decir, es verosímil pero no siempre real,
inventamos unos personajes y unos hechos que han de tener una coherencia
interna como relato, aunque no existan en la realidad, no sean palpables en el
mundo físico ni haya ocurrido nunca lo que se cuenta. Aunque a menudo los
lectores pueden sentirse identificados con dichos personajes y dichos hechos
por haber vivido circunstancias parecidas o nos resulten muy cercano a lo que
sentimos. Del mismo modo, el autor recoge ámbitos de realidad y los narra de
otra forma, juega con ellos o los parcela para volver a construir lo real de
otro modo.
Bueno, tal vez todo esto no tenga ningún sentido ni sirva en realidad
para mucho, más allá de ser un mero ejercicio de fingida erudición. Al fin y al
cabo, lo que importa en literatura es que guste lo que se lea, nos permita
pasar un buen rato, no sólo en el sentido del ocio, también del atento ejercicio
placentero de la lectura y, tal vez, si tenemos tiempo y algo de ganas,
asociemos lo leído a nuestra propia cotidianidad, a nuestra vida en definitiva.
En todo caso, esta reflexión sobre lo real, lo cotidiano y la ficción
es el efecto que me ha producido leer Nuestra
historia, un conjunto de relatos de Pedro Ugarte, que es un escritor al que
he seguido con no poco interés desde sus inicios por esa manera de coser la cotidianidad
en cada una de sus narraciones. Y a todas luces es un encomiable modisto, como
se aprecia en este su último libro publicado. Ya en la primera página del
primer relato hay toda una declaración o justificación literaria: «Dormir era el único estado en que me sabía a
salvo del infierno», afirma el narrador. Todo lo demás es narrable, porque
quizá el infierno y sus múltiples contenidos sean por fuerza la materia prima
de la literatura. El paradisiaco cielo puede que sea un destino deseable, una
buena aspiración, aunque a todas luces de lo que hablemos y lo que narremos en
él, si es que llegamos a allí, sea de las sagas del infierno.
Hay mucha cotidianidad en los relatos de este libro. También mucho
miedo, mucha frustración y mucho desasosiego en el interior de los personajes,
en su modo de confrontarse a lo real, incluso a una mera y (en apariencia) inocente
anécdota. No es por casualidad que al personaje con más seguridad y entereza, a
Verónica de «Verónica y los dones»,
se le castiga con toda intención a sufrir la incertidumbre, la duda, la
incerteza. No en vano en un mundo con tanta vacilación quien posea el don de
acertar y saber con absoluta claridad -clarividencia- lo que se quiere ha de ser
castigado a que su seguro suelo se tambaleé. Porque nos repele que alguien
escape a nuestros miedos.
Intentamos superar esa cotidianidad atribulada y mediocre
esforzándonos en que las cosas nos salgan bien de una vez, como el comercial
del «Hombre del cartapacio», pero
-¡maldición!- la vida conspira contra nosotros y al final nos queda el recurso
de esperar a que nuestros hijos sean cuanto menos mejores, como en «Vida de mi padre», aunque en realidad no
es así como funcionamos, recuérdese que en la mitología griega la reacción de muchos
dioses, héroes y reyes cuando se les anuncia que sus hijos serán mejores que
ellos es matarlos, expulsarlos lejos de su presencia o encerrar a sus madres
antes de engendrarlos para evitar que nazcan, por lo que en realidad lo que
quieren los padres es que se conviertan en lo que ellos no pudieron y desearon ser.
Cierto, la lectura de este libro provoca una cierta zozobra. Tal vez
advertirlo, si hay alguien que lea esto, eche para atrás a algunos, aunque se
perderían una buena colección de relatos. Claro que la cotidianidad ya aporta buenas
dosis de angustia cotidiana y leer estos relatos ayude en algo a afrontar la
vida con filosofía.
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