Borges, al escribir Pierre
Menard, autor del Quijote, plantea el tema de la relectura y la
correspondiente interpretación -¿reescritura?- de una obra de ficción. Qué
sentido tiene, nos podríamos preguntar, leer el Quijote hoy -o el Lazarillo, o
la Odisea, o el Gargantúa, o cualquier obra antigua o clásica-, cuando han
pasado, nada menos, que cuatrocientos años de su publicación y, por tanto, han
ocurrido demasiadas cosas, buenas y malas, entre ellas el cambio en el idioma
castellano, la modificación política, social, económica, ideológica del país de
Cervantes, numerosas guerras, entre ellas dos mundiales, el fascismo, la
Ilustración, la aceptación cada vez mayor del matrimonio homosexual, el racismo
institucionalizado, la separación Iglesias-Estados, la enseñanza universal, el
pacifismo y el antimilitarismo, el absolutismo estalinista, la minifalda, la
revolución francesa, la descolonización, el feminismo, las declaraciones de
derechos, las utopías que miran al futuro, las guerras carlistas, la esclavitud
masiva (taylorista), la revolución
industrial, el avance tecnológico, los nuevos roles masculinos, la
universalización de la sanidad, el estructuralismo, la amenaza nuclear, el nouveau roman, el surrealismo, etc, etc.,
todo lo cual nos llevaría a percibir que leer una obra de hace cuatrocientos
años pudiera ser un ejercicio cuando menos ornamental, un mero lujo las veces que nos
lo podemos permitir en nuestras ocupadas, excitantes y mediocres vidas
contemporáneas.
Salta por tanto a la vista: el lector del Quijote de noviembre de 2016
es muy diferente al lector de la obra en noviembre de 1616, cuando Cervantes
llevaba ya unos meses fallecido. Incluso el lector de noviembre de 2016 va a
cambiar mucho dependiendo la edad, su grado de formación y la experiencia vital
y/o literaria (si acaso son distintas) que tenga. Qué sentido, pues, tiene leer
El Quijote. La respuesta va a depender en gran medida de que aceptemos que la
lectura es una interpretación -o una reinterpretación que tiene en cuenta las
lecturas anteriores-, y por tanto una reescritura de la obra leída, ¿estamos
entonces ante un Quijote, una sola obra, o ante tantas obras como lectores
haya? Pierre Menard escribe el Quijote, las frases son las mismas que las del
Quijote de Cervantes, pero no es el mismo libro, entre otras cosas porque
Pierre Menard y Miguel de Cervantes no son las mismas personas, obvio, pero no
lo son tampoco sus tiempos, sus lecturas, sus intereses culturales y personales,
sus vidas, sus experiencias. Como no lo somos los lectores actuales, por eso el
Quijote de Menard le resulta forzado al narrador de Borges -«adolece alguna afectación», afirmará-
mientras que el estilo de Cervantes es a todas luces desenfadado.
Lo que nos lleva a entender la obra literaria -El Quijote o cualquier
otra- no desde su tiempo, con el correspondiente análisis de la biografía del
autor y de su época, sino desde las características del momento que en la obra
sea leída. En este sentido, la voz femenina de algunas cantigas que cuenta a su
madre, y nos cuenta hoy, en galaicoportugués, que había acudido a la fuente y
había contemplado cervatillos escandalizaba en el siglo XVII, se ignoraba en el
XIX o nos resulta indiferente, moralmente, en 2016: no cambia la obra (ni las
circunstancias en que fue escrita), sino la época de su lectura, la de sus
receptores. De este modo, tal vez al estudiantazgo escolar y universitario
habría que enfocarle la obra no según la época en que fue escrita, sino de
acuerdo a la época desde la que se la lee. Sin duda, les sería mucho más útil a
quienes se acercaran a la literatura en nuestros días, sobre todo a estudiantes
cuya aproximación a la materia literaria tal como se conforma hoy no es, a todas luces, la más acertada,
no lo ha sido en mucho tiempo.
Es algo que se plantea Tzvetan Todorov en su ensayo La literatura en peligro, un libro que
publicó en 2007 en Francia y que es un breve acercamiento a la literatura y la
manera de leerla, acogerla y entenderla más allá de visiones formales
-formalistas- y en exceso académicas. Estudiar los recursos retóricos y
estilísticos, las figuras, los encadenamientos y fórmulas narrativas está muy
bien, pero al final lo que importa es lo que dice la obra al lector, lo que le
comunica y lo que le permite entender no de la obra, sino de sí mismo. La
pregunta que habría que formular, por tanto, a cualquier estudiante actual no
es qué quiso decir Cervantes al escribir el Quijote en función de su propia
vida y de su tiempo, sino que le dice el Quijote al estudiante de su propia
vida, como lector, si lo es, o como persona. Dicho de otro modo: El Quijote,
como cualquier otra obra, no nos habla tanto, que también, de una determinada
época, sino que nos puede reflejar el presente si atendemos a la obra como un
espejo en el que reflejarnos.
Tal vez sólo así se consiga que la literatura sea apreciada no como
una materia erudita ajena a la experiencia vital -es útil estudiar matemáticas,
o física, o leyes, o economía, o electricidad o buenos modales, para nuestra
vida cotidiana, no lo es tanto, según esta visión, estudiar literatura más allá
de un mero divertimento-, sino como algo que lleva a pensar, a pensarse y
reflexionar así sobre su medio y su propia existencia. Al fin y al cabo, no es
algo nuevo: ya en la Edad Media había los exemplos,
aquellos relatos, casi siempre breves, que servían de espejo al lector, un joven
que se preparaba para la vida, le enseñaba a pensar, a vivir, a evolucionar y
madurar, si es que alguien madura realmente alguna vez. El Conde Lucanor, escrito por don Juan Manuel, sería un bueno
modelo de ello. Tampoco son otra cosa muchos de los cuentos infantiles, los
actuales y los de toda la vida.
Intentar que un escolar lea El
Lazarillo desde planteamientos sólo formales es, en definitiva, matar la
obra y el interés que pueda obtenerse de ella: ni se entiende el lenguaje, ni
se entienden las figuras retóricas, ni se deducen las cuestiones sociales que
entrañaba la obra. Se pierde interés por la obra y al final se perderá la
ocasión de percibir la enorme crítica hacia su época y de paso hacia la actual,
que también la tiene, de esta novela. En este sentido, el profesor José María
Valverde comentaba que si a los jóvenes de escuelas e institutos se les
enseñase una hipotética materia de drogas del mismo modo que se les enseña
literatura, con toda certeza nadie se drogaría en este país.
Quizá toda esta reflexión haya sido en vano y resulte insustancial
planteársela en nuestros días: los planes de estudio parece que le hayan dado
una patada a la asignatura y la hayan dejado en un rincón del patio. Hay quien
dice que esta marginación de ciertas materias en los programas de estudio forma
parte de una estratagema de los poderes de este mundo por forjar individuos sin
pensamiento, ni crítico ni de ningún tipo. Puede que ni siquiera llegue a ello:
el mundo se ha vuelto, ni más ni menos, anodino y sólo nos queda escoger entre
lo malo y lo peor. Tal vez don Quijote nos diga algo al respecto.
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