jueves, 17 de noviembre de 2016

Literatura

Borges, al escribir Pierre Menard, autor del Quijote, plantea el tema de la relectura y la correspondiente interpretación -¿reescritura?- de una obra de ficción. Qué sentido tiene, nos podríamos preguntar, leer el Quijote hoy -o el Lazarillo, o la Odisea, o el Gargantúa, o cualquier obra antigua o clásica-, cuando han pasado, nada menos, que cuatrocientos años de su publicación y, por tanto, han ocurrido demasiadas cosas, buenas y malas, entre ellas el cambio en el idioma castellano, la modificación política, social, económica, ideológica del país de Cervantes, numerosas guerras, entre ellas dos mundiales, el fascismo, la Ilustración, la aceptación cada vez mayor del matrimonio homosexual, el racismo institucionalizado, la separación Iglesias-Estados, la enseñanza universal, el pacifismo y el antimilitarismo, el absolutismo estalinista, la minifalda, la revolución francesa, la descolonización, el feminismo, las declaraciones de derechos, las utopías que miran al futuro, las guerras carlistas, la esclavitud masiva (taylorista), la revolución industrial, el avance tecnológico, los nuevos roles masculinos, la universalización de la sanidad, el estructuralismo, la amenaza nuclear, el nouveau roman, el surrealismo, etc, etc., todo lo cual nos llevaría a percibir que leer una obra de hace cuatrocientos años pudiera ser un ejercicio cuando menos ornamental, un mero lujo las veces que nos lo podemos permitir en nuestras ocupadas, excitantes y mediocres vidas contemporáneas.

Salta por tanto a la vista: el lector del Quijote de noviembre de 2016 es muy diferente al lector de la obra en noviembre de 1616, cuando Cervantes llevaba ya unos meses fallecido. Incluso el lector de noviembre de 2016 va a cambiar mucho dependiendo la edad, su grado de formación y la experiencia vital y/o literaria (si acaso son distintas) que tenga. Qué sentido, pues, tiene leer El Quijote. La respuesta va a depender en gran medida de que aceptemos que la lectura es una interpretación -o una reinterpretación que tiene en cuenta las lecturas anteriores-, y por tanto una reescritura de la obra leída, ¿estamos entonces ante un Quijote, una sola obra, o ante tantas obras como lectores haya? Pierre Menard escribe el Quijote, las frases son las mismas que las del Quijote de Cervantes, pero no es el mismo libro, entre otras cosas porque Pierre Menard y Miguel de Cervantes no son las mismas personas, obvio, pero no lo son tampoco sus tiempos, sus lecturas, sus intereses culturales y personales, sus vidas, sus experiencias. Como no lo somos los lectores actuales, por eso el Quijote de Menard le resulta forzado al narrador de Borges -«adolece alguna afectación», afirmará- mientras que el estilo de Cervantes es a todas luces desenfadado.

Lo que nos lleva a entender la obra literaria -El Quijote o cualquier otra- no desde su tiempo, con el correspondiente análisis de la biografía del autor y de su época, sino desde las características del momento que en la obra sea leída. En este sentido, la voz femenina de algunas cantigas que cuenta a su madre, y nos cuenta hoy, en galaicoportugués, que había acudido a la fuente y había contemplado cervatillos escandalizaba en el siglo XVII, se ignoraba en el XIX o nos resulta indiferente, moralmente, en 2016: no cambia la obra (ni las circunstancias en que fue escrita), sino la época de su lectura, la de sus receptores. De este modo, tal vez al estudiantazgo escolar y universitario habría que enfocarle la obra no según la época en que fue escrita, sino de acuerdo a la época desde la que se la lee. Sin duda, les sería mucho más útil a quienes se acercaran a la literatura en nuestros días, sobre todo a estudiantes cuya aproximación a la materia literaria tal como se conforma hoy no es, a todas luces, la más acertada, no lo ha sido en mucho tiempo.

Es algo que se plantea Tzvetan Todorov en su ensayo La literatura en peligro, un libro que publicó en 2007 en Francia y que es un breve acercamiento a la literatura y la manera de leerla, acogerla y entenderla más allá de visiones formales -formalistas- y en exceso académicas. Estudiar los recursos retóricos y estilísticos, las figuras, los encadenamientos y fórmulas narrativas está muy bien, pero al final lo que importa es lo que dice la obra al lector, lo que le comunica y lo que le permite entender no de la obra, sino de sí mismo. La pregunta que habría que formular, por tanto, a cualquier estudiante actual no es qué quiso decir Cervantes al escribir el Quijote en función de su propia vida y de su tiempo, sino que le dice el Quijote al estudiante de su propia vida, como lector, si lo es, o como persona. Dicho de otro modo: El Quijote, como cualquier otra obra, no nos habla tanto, que también, de una determinada época, sino que nos puede reflejar el presente si atendemos a la obra como un espejo en el que reflejarnos.

Tal vez sólo así se consiga que la literatura sea apreciada no como una materia erudita ajena a la experiencia vital -es útil estudiar matemáticas, o física, o leyes, o economía, o electricidad o buenos modales, para nuestra vida cotidiana, no lo es tanto, según esta visión, estudiar literatura más allá de un mero divertimento-, sino como algo que lleva a pensar, a pensarse y reflexionar así sobre su medio y su propia existencia. Al fin y al cabo, no es algo nuevo: ya en la Edad Media había los exemplos, aquellos relatos, casi siempre breves, que servían de espejo al lector, un joven que se preparaba para la vida, le enseñaba a pensar, a vivir, a evolucionar y madurar, si es que alguien madura realmente alguna vez. El Conde Lucanor, escrito por don Juan Manuel, sería un bueno modelo de ello. Tampoco son otra cosa muchos de los cuentos infantiles, los actuales y los de toda la vida.


Intentar que un escolar lea El Lazarillo desde planteamientos sólo formales es, en definitiva, matar la obra y el interés que pueda obtenerse de ella: ni se entiende el lenguaje, ni se entienden las figuras retóricas, ni se deducen las cuestiones sociales que entrañaba la obra. Se pierde interés por la obra y al final se perderá la ocasión de percibir la enorme crítica hacia su época y de paso hacia la actual, que también la tiene, de esta novela. En este sentido, el profesor José María Valverde comentaba que si a los jóvenes de escuelas e institutos se les enseñase una hipotética materia de drogas del mismo modo que se les enseña literatura, con toda certeza nadie se drogaría en este país.


Quizá toda esta reflexión haya sido en vano y resulte insustancial planteársela en nuestros días: los planes de estudio parece que le hayan dado una patada a la asignatura y la hayan dejado en un rincón del patio. Hay quien dice que esta marginación de ciertas materias en los programas de estudio forma parte de una estratagema de los poderes de este mundo por forjar individuos sin pensamiento, ni crítico ni de ningún tipo. Puede que ni siquiera llegue a ello: el mundo se ha vuelto, ni más ni menos, anodino y sólo nos queda escoger entre lo malo y lo peor. Tal vez don Quijote nos diga algo al respecto. 

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