Estos días un gran número
de ciudades occidentales iluminarán muchas de sus calles y con la ornamentación
comenzará de un modo oficial el periodo navideño. La Navidad es ese tiempo de
amor, concordia, buenos deseos, solidaridad, rituales religiosos, sabor añejo
de turrones y dulces de todo tipo, alimentos especiales, reuniones familiares,
comidas de empresa, de estudios, de hermandades variadas, de sonrisas a flor de
piel, pero también, contratópico devenido en un tópico más de las fechas, de
tristeza, añoranzas, depresiones, angustias ante las obligaciones sociales
diversas, broncas familiares al sabor de las comilonas regadas en vinos y
espirituosos. La Navidad. Son tantos lustros, decenios e incluso siglos
celebrándola que ya casi hemos olvidado la raíz religiosa de la celebración,
sobre todo en Europa, donde la práctica de la religión, España incluida, se ha
relegado cada vez más a los círculos cristianos a todas luces minoritarios (se
tendría consultar los datos de prácticas religiosas en cada país para percibir
en qué punto estamos) y que siguen dándole a la fecha un sentido iniciático. Para
el resto, las compras -la mercantilización pura y dura- han venido a sustituir por
completo los ritos espirituales y religiosos. El cristianismo ocupó anteriores
festividades paganas para darle otro sentido, un sentido propio, a las mismas,
se adueñó de ellas, y ahora las grandes superficies siguen un mismo proceso
para convertir la fiesta en una apología al consumo masivo.
No en vano el inicio del
decorado lumínico es objeto de debate público pues hay asociaciones de
comerciantes que reclaman que se comience antes: el exceso de luz recuerda que
hay que comprar -comprar regalos, comida, decorados, ropa, útiles de temporada-
y cuando antes se empiece a comprar más serán los beneficios, sobre todo
después de años de vacas flacas. Incluso se elaboran informes sobre la
repercusión de la fecha en los índices de empleo -hay más contratos de trabajo,
desciende el desempleo-, de consumo, de beneficios empresariales e incluso
incide en una mayor captación de impuestos por la actividad económica. La
Navidad como agente económico, sin duda.
No, no es cuestión tampoco
de valorar, no creo que en otra época, cuando la Navidad era más fiel al objeto
de la fiesta, las cosas fueran mejores o peores, sin duda se celebraba la
Navidad, aunque fuese una Navidad más pura y auténtica, pero porque era lo que correspondía,
lo que imponía la Iglesia, en muchos lugares ejerciente de un intenso monopolio
ideológico y cultural. Tal vez fuese más auténtica, menos superficial, pero no
estaba exenta de una imposición social, de un hábito que va más allá de los
significados. Por otro lado, tampoco es malo que haya un parón en el tiempo y
detengamos esa sensación de que los meses corren sin remisión. Hay necesidad de
símbolos que establezcan lazos sociales, comunitarios. Lo único que, en una
sociedad capitalista como la que tenemos, hasta cierto punto parece normal que
el sistema económico imponga su impronta y nos dé a veces la sensación de que todo
esto de la Navidad haya sido invento de determinadas cadenas comerciales.
Bueno, tal vez todo esto
no sea más que otro hábito más, la de echar pestes de los días que se avecinan
y que tanto desasosiego causan a algunos. Es apenas un mes, se pasa rápido y ya
está, a otra cosa, a la cotidianidad, a lo de siempre, a apaciguar los ánimos que
tanto desestabilizan. Hay desde luego cosas más importantes, graves y puede que
hasta más productivas que echar pestes de la felicidad edulcorada, aun cuando
sea una felicidad mercantilizada. Puede que, al fin y al cabo, para pasarlo mal,
mejor sería despojarse de los malos sentimientos y trasladarse al otro lado, al
de los buenos deseos. O simplemente mantener una cierta equidistancia, aunque
no está bien visto esto de mantener distancias, se entiende que en cierto modo
supone no tomar posición ante las cosas de la vida. Claro que a veces es
inevitable: no se tiene una opinión, tampoco es posible adoptar ante la
realidad una posición.
En este sentido, en una
película de los años 60, La gran Familia,
dirigida por Fernando Palacios, hay una escena que, en ese momento, sin duda
representaba una idea de la Navidad: el hijo pequeño, Chencho, se pierde en la
gran ciudad, Madrid, y la familia pasa un momento de angustia vital. Es
invierno. Las avenidas se llenan de bullicio. El reencuentro con el niño invita
a pasar una Navidad más feliz y plena, habiendo sido conscientes de la tragedia
que pudo haber ocurrido. Sin duda, el espectador de aquel momento, incluso el
de hoy, compartiría la angustia del momento y luego se alegraría del final
feliz, aun cuando supiera que es sólo una película, una situación creada,
porque al fin y al cabo el cine y la literatura no dejan de ser eso, una
situación emocional forzada. Y por ende todas las manifestaciones sociales y
culturales. Puede que la época produzca sentimientos encontrados, aumente la
frustración, sobre todo en quienes tienen motivos para sentirse frustrados,
desasosegados, pero en fin, tampoco es peor dejarse llevar por otras alegrías,
por falsas y edulcoradas que sean.
Otra película, Smoke, del director Wayne Wang y guion
de Paul Auster, refleja por el contrario otro tipo de Navidad, un reflejo más
contemporáneo, más vinculado a las grandes ciudades, donde se recoge el
fenómeno de la soledad, la soledad real, no la de la sensación de sentirse solo
en compañía -existe esa sensación-, sino el verdadero desligamiento con el
resto de personas, solo sin contacto humano, una soledad incluso física, como
la de la anciana al acabar la película, consciente sin duda de que estaba
equivocándose de persona, pero qué más da si al final el error nos arranca un
instante de compañía en una cena de Navidad que se presagiaba en soledad.
Treinta y tres años separan
ambas películas, son mundos muy diferentes, la del Madrid de los años sesenta
es una sociedad que se aleja de la miseria, que entra en la ensoñación de una
pujante clase media, cualquier cosa que sea eso de la clase media, con sus
valores y sus manías, su visión de la realidad y sus fantasías, bajo un régimen
que entra en una fase de paternalismo autoritario pero que quiere despojarse de
la sangrienta tirantez de la posguerra, frente a una gran ciudad que se acerca
al final del siglo, una New York tantas veces reflejada en el cine como urbe
luminosa, pero en la que existe esa soledad tremenda de seres despojados de lazos.
Pero en Navidad ambas se acercan, épocas y mundos parecen idénticos, a la hora
de enfrentarse a lo trágico, a la pena, al dolor, a la Navidad.
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