domingo, 30 de mayo de 2021

Los hermanos Garat

 


La Revolución Francesa transformó en gran medida las ideas políticas de Europa y del mundo, y supuso un salto hacia la moderna concepción nacional de los pueblos. En gran medida, fue fundamental para desarrollar el concepto de nación. Pero no parece que este concepto coincidiera plenamente en el momento de la Revolución francesa con el que acabó entendiéndose tras el romanticismo del siglo XIX. Al igual de lo que ocurrió tras la independencia de los Estados Unidos, el protagonismo se le daba al ciudadano, a lo civil, al individuo que se asociaba libremente a la comunidad. Aunque hay que tener cuidado también con estos términos, no siempre tienen el mismo significado y lo que hoy entendemos por ciudadanía, pueblo y derechos no coincide con lo que se entendía entonces y sería erróneo un paralelismo exacto. Tampoco tengo claro que sean hoy los idóneos para pensar la realidad.

Hay que tener en cuenta por otro lado que la Francia prerrevolucionaria poco tenía que ver con la que acabó siendo después de 1789 y de las etapas que le siguieron. Antes de la Revolución, Francia no tenía la homogeneidad cultural, idiomática, institucional o legal que acabó teniendo a partir de mediados del siglo XIX. La Revolución fue un modo radical de instaurar el concepto de un pueblo, una ley, un idioma (del axioma se cayó una religión, en beneficio de la laicidad). Por eso le dio tanta importancia a lo civil como elemento unificador. La necesidad de garantizar la gobernanza en unos momentos tan turbios acentuó la urgencia por homogeneizar la realidad.

Aun así, entre los defensores y agitadores revolucionarios hubo quien mantuvo la importancia de los elementos propios de los diversos territorios que compondrían Francia. Los hermanos Garat, por ejemplo, originarios de la provincia vasca de Labort, ambos representantes en los Estados Generales, ambos partidarios de un cambio radical de las instituciones, se comprometieron con firmeza con la Revolución. Pero en 1790 el hermano mayor, Dominique, se opuso a la ley de departamentalización que reunía su provincia con la de Baja Navarra y el Bearn, mientras que el hermano menor, Dominique Joseph, defendió que la lengua vasca se mantuviera en el sistema de instrucción infantil del territorio vascofrancés.  

No era el suyo, en aquel momento, un discurso nacionalista, no hablaban entonces de una nación vasca. El romanticismo de principios del siglo XIX aportaría después no pocos elementos míticos, esenciales para el desarrollo de la conciencia de unos rasgos comunes, étnicos y, con el tiempo, nacionales, y a la larga del nacionalismo. Los rasgos más etnicistas entrarían por tanto poco después en el imaginario colectivo –lengua, valores, pasado, leyes comunes– y con ello surgiría el nacionalismo actual, tanto el de los Estados-nación como el de las naciones sin Estado. En consecuencia, los hermanos Garat no emplearon en su discurso, no era posible, los mismos conceptos nacionales que emplearían a partir de finales del XIX los partidarios del bizkaitarrismo de Sabino Arana y del posterior nacionalismo vasco.

Sin embargo, sí que existía el concepto de Estado, de hecho la Revolución francesa conformó el Estado tal como lo conocemos ahora, como mecanismo complejo, legalista y centralizador. Así que Dominique Garat, tras vivir con intensidad los cambios de la Revolución –sustituyó a Danton como Ministro de Justicia, debatió sobre el papel del Rey de Francia (y de Navarra) hasta su sangriento final, se esforzó por situar Labort en el entramado del Estado revolucionario–, acabó por plantear a José I Bonaparte la posibilidad de un Estado Vasco, la primera vez que aparecía un proyecto así para aquellos territorios de lengua vasca.



En aquel momento se comenzaba ya a formular los elementos míticos del espíritu del pueblo, una argamasa mítica y legendaria que construía el alma nacional. En la propuesta de Dominique Garat al Rey José I el nuevo Estado pasaría a llamarse Nueva Fenicia, se asociaba así a los vascos con un pasado mítico, y estaría conformado por tres departamentos: Nueva Fenicia propiamente dicha, constituida por las tres provincias con salida al mar –Vizcaya, Guipúzcoa y Labort–; Nuevo Tiro, constituida por Álava y las dos Navarras (la Alta y la Baja); y por último la provincia de Zuberoa a la que se añadirían los valles del Roncal y Salazar, por hablarse, supongo, variantes del dialecto suletino. La enseña nacional, por cierto, sería la bandera navarra, recuperada por parte del nacionalismo vasco actual.

Se sabe que la propuesta no obtuvo ningún éxito, tal vez porque el reinado de José I Bonaparte duró poco y apenas lo apoyaron una minoría de los liberales y progresistas españoles, de los afrancesados. Francia, por su parte, nunca se salió ya del centralismo jacobino heredado de la Revolución, una Nación, una Lengua, una Ley. Las tres provincias vascofrancesas quedaron encuadradas en el Departamento de los Bajos Pirineos, en la región de Aquitania, aunque se ha aprobado una mínima estructura legal, la Mancomunidad Vasca, embrión para algunos de un deseado departamento vasco. La escuela pública tiene como lengua el francés, aunque en los últimos años se ha incorporado parcialmente el vasco en las escuelas. Ha habido estos meses un intento legal de reconocimiento de las lenguas regionales en la escuela pública. Pero la justicia francesa ha terminado por tumbar el proyecto de ley. Por lo demás, apenas se recuerda hoy a los hermanos Garat más que por el nombre de una calle en su Ustaritz natal.

 

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