La Revolución Francesa
transformó en gran medida las ideas políticas de Europa y del mundo, y supuso
un salto hacia la moderna concepción nacional de los pueblos. En gran medida, fue
fundamental para desarrollar el concepto de nación. Pero no parece que este
concepto coincidiera plenamente en el momento de la Revolución francesa con el
que acabó entendiéndose tras el romanticismo del siglo XIX. Al igual de lo que
ocurrió tras la independencia de los Estados Unidos, el protagonismo se le daba
al ciudadano, a lo civil, al individuo que se asociaba libremente a la
comunidad. Aunque hay que tener cuidado también con estos términos, no siempre
tienen el mismo significado y lo que hoy entendemos por ciudadanía, pueblo y derechos
no coincide con lo que se entendía entonces y sería erróneo un paralelismo
exacto. Tampoco tengo claro que sean hoy los idóneos para pensar la realidad.
Hay que tener en cuenta por
otro lado que la Francia prerrevolucionaria poco tenía que ver con la que acabó
siendo después de 1789 y de las etapas que le siguieron. Antes de la Revolución,
Francia no tenía la homogeneidad cultural, idiomática, institucional o legal
que acabó teniendo a partir de mediados del siglo XIX. La Revolución fue un
modo radical de instaurar el concepto de un pueblo, una ley, un idioma (del
axioma se cayó una religión, en beneficio de la laicidad). Por eso le dio tanta
importancia a lo civil como elemento unificador. La necesidad de garantizar la
gobernanza en unos momentos tan turbios acentuó la urgencia por homogeneizar la
realidad.
Aun así, entre los
defensores y agitadores revolucionarios hubo quien mantuvo la importancia de los
elementos propios de los diversos territorios que compondrían Francia. Los
hermanos Garat, por ejemplo, originarios de la provincia vasca de Labort, ambos
representantes en los Estados Generales, ambos partidarios de un cambio radical
de las instituciones, se comprometieron con firmeza con la Revolución. Pero en
1790 el hermano mayor, Dominique, se opuso a la ley de departamentalización que
reunía su provincia con la de Baja Navarra y el Bearn, mientras que el hermano
menor, Dominique Joseph, defendió que la lengua vasca se mantuviera en el
sistema de instrucción infantil del territorio vascofrancés.
No era el suyo, en aquel
momento, un discurso nacionalista, no hablaban entonces de una nación vasca. El
romanticismo de principios del siglo XIX aportaría después no pocos elementos
míticos, esenciales para el desarrollo de la conciencia de unos rasgos comunes,
étnicos y, con el tiempo, nacionales, y a la larga del nacionalismo. Los rasgos
más etnicistas entrarían por tanto poco después en el imaginario colectivo –lengua,
valores, pasado, leyes comunes– y con ello surgiría el nacionalismo actual,
tanto el de los Estados-nación como el de las naciones sin Estado. En consecuencia,
los hermanos Garat no emplearon en su discurso, no era posible, los mismos
conceptos nacionales que emplearían a partir de finales del XIX los partidarios
del bizkaitarrismo de Sabino Arana y del
posterior nacionalismo vasco.
Sin embargo, sí que
existía el concepto de Estado, de hecho la Revolución francesa conformó el
Estado tal como lo conocemos ahora, como mecanismo complejo, legalista y
centralizador. Así que Dominique Garat, tras vivir con intensidad los cambios de
la Revolución –sustituyó a Danton como Ministro de Justicia, debatió sobre el
papel del Rey de Francia (y de Navarra) hasta su sangriento final, se esforzó
por situar Labort en el entramado del Estado revolucionario–, acabó por
plantear a José I Bonaparte la posibilidad de un Estado Vasco, la primera vez
que aparecía un proyecto así para aquellos territorios de lengua vasca.
En aquel momento se
comenzaba ya a formular los elementos míticos del espíritu del pueblo, una
argamasa mítica y legendaria que construía el alma nacional. En la propuesta de
Dominique Garat al Rey José I el nuevo Estado pasaría a llamarse Nueva Fenicia,
se asociaba así a los vascos con un pasado mítico, y estaría conformado por
tres departamentos: Nueva Fenicia propiamente dicha, constituida por las tres
provincias con salida al mar –Vizcaya, Guipúzcoa y Labort–; Nuevo Tiro,
constituida por Álava y las dos Navarras (la Alta y la Baja); y por último la
provincia de Zuberoa a la que se añadirían los valles del Roncal y Salazar, por
hablarse, supongo, variantes del dialecto suletino. La enseña nacional, por
cierto, sería la bandera navarra, recuperada por parte del nacionalismo vasco
actual.
Se sabe que la propuesta
no obtuvo ningún éxito, tal vez porque el reinado de José I Bonaparte duró poco
y apenas lo apoyaron una minoría de los liberales y progresistas españoles, de
los afrancesados. Francia, por su
parte, nunca se salió ya del centralismo jacobino heredado de la Revolución,
una Nación, una Lengua, una Ley. Las tres provincias vascofrancesas quedaron
encuadradas en el Departamento de los Bajos Pirineos, en la región de
Aquitania, aunque se ha aprobado una mínima estructura legal, la Mancomunidad
Vasca, embrión para algunos de un deseado departamento vasco. La escuela
pública tiene como lengua el francés, aunque en los últimos años se ha
incorporado parcialmente el vasco en las escuelas. Ha habido estos meses un
intento legal de reconocimiento de las lenguas regionales en la escuela
pública. Pero la justicia francesa ha terminado por tumbar el proyecto de ley. Por
lo demás, apenas se recuerda hoy a los hermanos Garat más que por el nombre de
una calle en su Ustaritz natal.
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