lunes, 24 de mayo de 2021

José Bonaparte

 


No sé muy bien cómo ni el porqué la conversación derivó en José Bonaparte. Cecilio Olivero lo citó por casualidad, mencionamos su mala fama, José Botella lo llamaban los pretendidos patriotas españoles más conservadores, o tal vez fuera yo quien lo recordara, ese sobrenombre ofensivo con el que pretendían desprestigiar al nuevo rey, ascendido al trono por las fuerzas de las armas –¿qué monarca, rey o emperador no lo ha sido, él mismo o sus ancestros?–, tras la abdicación de Carlos IV y su heredero Fernando. El 6 de junio de 1808 fue la proclamación de José I Bonaparte. Antes intentó reinar sobre Nápoles. Duró hasta diciembre de 1813 en el trono español.

Los Bonaparte, en todo caso, no gozaron de buena fama, ni en España ni en ningún sitio. El desprestigio, pura filfa, por borrachín que se ganó José I no era nada si comparamos el desprecio con que se hablaba de su hermano más conocido, Napoleón, al que se le llamó Pequeño Cabo o el Ogro de Ajaccio, entre otras lindezas, pese a que consiguió alzarse a lo más alto en la Francia posrevolucionario. Fue militar y un magnífico estratega, pero sin duda debía de ser hábil en el diálogo, aun cuando cuentan que hablaba mal francés, recuérdese que era corso y que nació antes de que Córcega se incorporara a Francia. Logró convencer al Directorio para que sufragaran una expedición en Egipto. Claro que tal vez cedieran para quitárselo de encima en Paris. La cosa no salió muy bien, pero lo interesante es que le acompañó un grupo de historiadores y científicos, puso su empeño en ello para así conocer aquella civilización, y sin duda sin tal expedición los estudios sobre el antiguo Egipto no serían hoy lo mismo.

Aun cuando Napoleón se interesó por cuestiones históricas, cabe que fuese por ataviar su poder a medida que ascendía hasta el puesto de emperador, quien de verdad tuvo una verdadera inclinación por cuestiones culturales fue su hermano José. Abogado, diplomático y por fin Rey de España, dominó varias lenguas y se preocupó por las culturas locales. En este sentido, le atrajo la lengua de los vascos, aunque fue un sobrino suyo, Louis Lucien Bonaparte, quien comenzó a estudiar los dialectos eusquéricos de un modo más sistemático.

Además de su fervor cultural, José Bonaparte era sensible a su oficio político y creía con firmeza en los derechos asumidos tras la Revolución Francesa, que estalló, hay que tenerlo en cuenta, diecinueve años antes de que fuera proclamado Rey de España. A todas luces fue este talante progresista, heredero de aquel proceso, lo que no gustó en absoluto a los sectores reaccionarios españoles, vieron en él y en el Estatuto de Bayona de 1808, la primera Constitución Española, cuatro años anterior a la de Cádiz, una verdadera amenaza, pero en vez de combatirla mediante la palabra y la confrontación de ideas, optaron por el ataque personal y la difamación, y cuando se acude, en cualquier momento de la historia, inclusive hoy, a tal recurso, suele haber detrás falta de ideas o mera defensa de unos privilegios en peligro.

Esa atención por los valores de la Revolución también le confrontó a veces a su propio hermano, más práctico en lo que a tales cuestiones se refiere, más táctico en lo político y en lo militar. En todo caso, hubo muchos españoles para quienes tanto la entrada de los franceses en 1808 como su intervención en la política española supusieron una bocanada de aire fresco, aunque entre los liberales y progresistas hubo gradaciones y así como hubo quien defendió al nuevo Rey, también hubo quien no estuvo del todo de acuerdo con sus aportes y defendió posturas más moderadas, muchas de ellas reflejadas en las Cortes de Cádiz.

En todo caso, es muy representativo que quienes apoyaban posturas liberales y progresistas recibieran el calificativo de afrancesados. José Antonio Gabriel y Galán escribió una novela al respecto, El bobo ilustrado, que refleja el ambiente en esos años tan caóticos. Claro que no sólo hubo afrancesados con la entrada de los ejércitos napoleónicos, los hubo antes, ya en el siglo XVIII.



En este sentido, tenemos la experiencia de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, creada por Xabier Maria de Munibe e Idiáquez, Conde de Peñaflorida, junto a Félix Maria de Samaniego, los hermanos Elhuyar o Valentín de Foronda. Una de las instituciones creadas por la Sociedad fue el Real Seminario de Vergara, centro educativo para hijo de nobles, funcionarios del Estado y militares, con un profundo interés por lo que se estaba escribiendo en el país vecino. Muy indicativo resulta que hubiese en Vergara once suscriptores a la Enciclopedia de Diderot y D´Alambert. A pesar del carácter nobiliario de la institución, hoy diríamos de clase, se veían con buenos ojos los valores de la Ilustración francesa, frente al rechazo a cualquier debate de otros círculos aristocráticos, que no pudieron evitar el recurso al desprestigio, como ese calificativo insolente del Padre Isla, los Caballeretes de Azcoitia, con que denominaba al grupo que se reunía en el palacio de Insausti, en Azcoitia, perteneciente al Conde de Peñaflorida. Ya se ve que es un recurso antiguo este de la mofa.

Sea lo que fuere, José I Bonaparte no consiguió enraizarse en España. Buena parte de los ilustrados españoles no le siguieron, por miedo tal vez a que se les tachara de traidores a la patria. Otros creyeron en el deseo de pacto que proclamó Fernando VII para que le restituyeran en el trono. Puede que se perdiera la oportunidad de tener un gobernante ilustrado como lo fue José Bonaparte. De habérsele hecho más caso, tal vez las circunstancias ahora serían bien diferentes, puede que mejores. Aunque nunca podremos saberlo ya, sólo imaginarlo.

 

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