No sé muy bien cómo ni el porqué la conversación derivó en José Bonaparte. Cecilio Olivero lo citó por
casualidad, mencionamos su mala fama, José
Botella lo llamaban los pretendidos patriotas españoles más conservadores,
o tal vez fuera yo quien lo recordara, ese sobrenombre ofensivo con el que
pretendían desprestigiar al nuevo rey, ascendido al trono por las fuerzas de
las armas –¿qué monarca, rey o emperador no lo ha sido, él mismo o sus
ancestros?–, tras la abdicación de Carlos IV y su heredero Fernando. El 6 de
junio de 1808 fue la proclamación de José I Bonaparte. Antes intentó reinar
sobre Nápoles. Duró hasta diciembre de 1813 en el trono español.
Los Bonaparte, en todo
caso, no gozaron de buena fama, ni en España ni en ningún sitio. El
desprestigio, pura filfa, por borrachín que se ganó José I no era nada si
comparamos el desprecio con que se hablaba de su hermano más conocido,
Napoleón, al que se le llamó Pequeño Cabo
o el Ogro de Ajaccio, entre otras lindezas, pese a que consiguió
alzarse a lo más alto en la Francia posrevolucionario. Fue militar y un
magnífico estratega, pero sin duda debía de ser hábil en el diálogo, aun cuando
cuentan que hablaba mal francés, recuérdese que era corso y que nació antes de
que Córcega se incorporara a Francia. Logró convencer al Directorio para que
sufragaran una expedición en Egipto. Claro que tal vez cedieran para quitárselo
de encima en Paris. La cosa no salió muy bien, pero lo interesante es que le
acompañó un grupo de historiadores y científicos, puso su empeño en ello para
así conocer aquella civilización, y sin duda sin tal expedición los estudios
sobre el antiguo Egipto no serían hoy lo mismo.
Aun cuando Napoleón se
interesó por cuestiones históricas, cabe que fuese por ataviar su poder a
medida que ascendía hasta el puesto de emperador, quien de verdad tuvo una
verdadera inclinación por cuestiones culturales fue su hermano José. Abogado,
diplomático y por fin Rey de España, dominó varias lenguas y se preocupó por
las culturas locales. En este sentido, le atrajo la lengua de los vascos,
aunque fue un sobrino suyo, Louis Lucien Bonaparte, quien comenzó a estudiar
los dialectos eusquéricos de un modo más sistemático.
Además de su fervor
cultural, José Bonaparte era sensible a su oficio político y creía con firmeza
en los derechos asumidos tras la Revolución Francesa, que estalló, hay que
tenerlo en cuenta, diecinueve años antes de que fuera proclamado Rey de España.
A todas luces fue este talante progresista, heredero de aquel proceso, lo que
no gustó en absoluto a los sectores reaccionarios españoles, vieron en él y en
el Estatuto de Bayona de 1808, la primera Constitución Española, cuatro años anterior
a la de Cádiz, una verdadera amenaza, pero en vez de combatirla mediante la
palabra y la confrontación de ideas, optaron por el ataque personal y la
difamación, y cuando se acude, en cualquier momento de la historia, inclusive
hoy, a tal recurso, suele haber detrás falta de ideas o mera defensa de unos
privilegios en peligro.
Esa atención por los
valores de la Revolución también le confrontó a veces a su propio hermano, más
práctico en lo que a tales cuestiones se refiere, más táctico en lo político y en
lo militar. En todo caso, hubo muchos españoles para quienes tanto la entrada
de los franceses en 1808 como su intervención en la política española
supusieron una bocanada de aire fresco, aunque entre los liberales y
progresistas hubo gradaciones y así como hubo quien defendió al nuevo Rey,
también hubo quien no estuvo del todo de acuerdo con sus aportes y defendió
posturas más moderadas, muchas de ellas reflejadas en las Cortes de Cádiz.
En todo caso, es muy
representativo que quienes apoyaban posturas liberales y progresistas
recibieran el calificativo de afrancesados.
José Antonio Gabriel y Galán escribió una novela al respecto, El bobo ilustrado, que refleja el
ambiente en esos años tan caóticos. Claro que no sólo hubo afrancesados con la entrada de los ejércitos napoleónicos, los hubo
antes, ya en el siglo XVIII.
En este sentido, tenemos
la experiencia de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, creada por
Xabier Maria de Munibe e Idiáquez, Conde de Peñaflorida, junto a Félix Maria de
Samaniego, los hermanos Elhuyar o Valentín de Foronda. Una de las instituciones
creadas por la Sociedad fue el Real Seminario de Vergara, centro educativo para
hijo de nobles, funcionarios del Estado y militares, con un profundo interés
por lo que se estaba escribiendo en el país vecino. Muy indicativo resulta que
hubiese en Vergara once suscriptores a la Enciclopedia de Diderot y D´Alambert.
A pesar del carácter nobiliario de la institución, hoy diríamos de clase, se
veían con buenos ojos los valores de la Ilustración francesa, frente al rechazo
a cualquier debate de otros círculos aristocráticos, que no pudieron evitar el
recurso al desprestigio, como ese calificativo insolente del Padre Isla, los Caballeretes de Azcoitia, con que
denominaba al grupo que se reunía en el palacio de Insausti, en Azcoitia,
perteneciente al Conde de Peñaflorida. Ya se ve que es un recurso antiguo este
de la mofa.
Sea lo que fuere, José I
Bonaparte no consiguió enraizarse en España. Buena parte de los ilustrados
españoles no le siguieron, por miedo tal vez a que se les tachara de traidores
a la patria. Otros creyeron en el deseo de pacto que proclamó Fernando VII para
que le restituyeran en el trono. Puede que se perdiera la oportunidad de tener
un gobernante ilustrado como lo fue José Bonaparte. De habérsele hecho más
caso, tal vez las circunstancias ahora serían bien diferentes, puede que
mejores. Aunque nunca podremos saberlo ya, sólo imaginarlo.
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