domingo, 25 de abril de 2021

Exilios

 


Tras treinta y seis años fuera del País Vasco con la correspondiente lejanía física por este largo exilio que le llevó a Cuba, tras un tiempo desaparecido, el escritor Joseba Sarraionandia ha regresado a su Iureta natal. A principios de verano de 1985 protagonizó una fuga bastante sonada de la prisión de Martutene que tuvo mucho de novelesco y que contribuyó a envolverle de cierto romanticismo en algunos ambientes: escondido en uno de los altavoces que el cantante Imanol Larzabal había utilizado en su concierto en la cárcel, sin que el músico ni sus colaboradores lo supieran, no tuvo más que esperar a que el camión con la carga saliera del establecimiento penitenciario para lograr su objetivo. Fue enorme la repercusión de la fuga e incluso sonó mucho una canción de Kortatu, «Sarri, Sarri» que contribuyó a forjar el mito.

Llevaba el escritor cumplidos casi cinco de los dieciocho años de su condena por militancia en ETA, en un año, recuérdese, especialmente crudo en la actividad del grupo armado, con lo que sin duda ese romanticismo que rodea el activismo de entonces debería revisarse por mor de unos efectos a todas luces desgraciados de una actividad armada que acabó siendo, para el conjunto de la sociedad, un peso enorme, incluso perjudicando los propios objetivos políticos y sociales que decían defender.  

No obstante, hablamos también de un escritor que formó parte del grupo literario Pott Banda, junto a Bernardo Atxaga, Jon Juaristi o Ruper Ordorika, entre otros, y que había comenzado a publicar antes de su entrada en prisión y también luego, durante su exilio. El mismo año de su detención, a finales de 1980, había obtenido un premio por su primer poemario, Izuen gordelekuetan barrena, y otros dos premios por sendos relatos breves. Recibió otros galardones, en ocasiones con polémica incorporada: en 2011 se le concedió el Premio Euskadi en su modalidad de ensayo, reteniéndose la cuantía del premio durante un tiempo por si hubiera responsabilidades civiles o penales pendientes; varias fueron además las veces que obtuvo el Premio de la Crítica Narrativa, exigiéndose en algún que otra ocasión explicaciones por tales premios debido a la militancia del escritor. El que se trate de alguien dedicado a la actividad literaria, con cierta calidad además, en una lengua minoritaria, no mengua desde luego la responsabilidad de sus decisiones y menos aún de sus acciones, ojalá pueda aportar una reflexión profunda para entender en la medida de lo posible el porqué de sus opciones.

En todo caso, treinta y seis años son muchos años, más en unos tiempos que cambian con tanta rapidez. Él mismo lo reconoce en una entrevista a un medio local (https://anboto.org/iurreta/1619112033308-joseba-sarrionandia-iurretara-bueltatu-da-lau-hamarkadaren-ostean), cuando el País Vasco entraba además en una nueva fase que, sin embargo, no redujo por desgracia la violencia que arrastraba desde hacía lustros. El autor se refiere a la presencia de la Ertzaintza en las calles de la Comunidad Autónoma Vasca y que él no ha conocido hasta ahora o a la posibilidad de ver en directo ETB, y reconoce sorprenderse ante las muchas rotondas que abundan en las carreteras del país, sin duda un símbolo de la modernización estética de estos últimos lustros, frente al tono gris, fabril, que ha dominado el paisaje durante tantas décadas.



No hay duda que volver al país tras treinta y seis años supone darse de bruces también con una sociedad distinta. Recuerda en cierto modo, salvando las enormes distancias pues hablamos de personas y circunstancias distintas, el caso de Max Aub, quien marchó al exilio en enero de 1939 y no regresó hasta 1969, en un primer viaje, y 1971, una segunda vez, enfrentándose a un país totalmente distinto que nada tenía que ver con el que este escritor valenciano afincado en México había dejado atrás y que le produjo no poca frustración y zozobra.  Pero en el caso de Joseba Sarrionandia puede que el regreso le haya supuesto también replantearse sus propias opciones y el papel jugado por su militancia en una organización armada cuyo balance deja bastantes zonas obscuras.

Claro que es difícil entender todos los mecanismos emocionales que se dieron en aquellos años tan diferentes a los actuales y que llevaron a mucha gente a tomar compromisos que implicaban el uso de la fuerza o por lo menos a compartir un espacio con quienes emplearon la violencia como respuesta y modo de actuación política. Aitor Merino lo plantea en un documental impactante, Asier eta biok, y hoy desde la literatura se rememoran cada vez más situaciones de un momento que no fue fácil, que dividió la sociedad y muchas de cuyas consecuencias nunca debieron de haberse producido.

En todo caso, no todo el nacionalismo vasco ni la izquierda transformadora vasca en su conjunto compartieron el uso de la lucha armada como método político, del mismo modo que en otros países y continentes no toda la izquierda revolucionaria estuvo de acuerdo con la táctica del guerrillerismo, al que se acusó de sustituir la actuación de los pueblos y del proletariado, y de acabar actuando con una mentalidad militar(ista). No hay duda de que en el País Vasco hubo algo de esto último, pura sustitución de las responsabilidades y de los compromisos, y que produjo a la larga desmovilización social. Nahuel Moreno, desde el activismo político, o Juan Gelman y Eduardo Galeano, desde la literatura, lo rechazaron en América Latina y no poca ni marginal fue en el País Vasco la crítica abierta a la lucha armada.  

Pero si la visión de un País Vasco distinto impacta a quien vivió fuera mucho tiempo, un impacto análogo produce la España del final del franquismo y de la transición. He hablado de Max Aub, que no llegó a ver el proceso de cambio político, murió en 1972, pero que no pudo evitar un profundo malestar ante la visión de ese país que ya no podía considerar como propio, concluyó incluso que él pertenecía a un país que ya no existía, había mantenido viva en la memoria la España republicana. Algo parecido le ocurrió a José Bergamín. Escritor, poeta, editor, activista cultural y político durante aquella República tan esperanzadora para muchos. Salió de España tras la guerra civil. Sintió una profunda nostalgia por España y tal vez por ello aprovechó el resquicio legal que permitía la vuelta de parte de los exiliados para regresar en 1958. No pudo evitar volver al compromiso, a reclamar unas libertades y una justicia social que a todas luces faltaban en España. Se solidarizó con la huelga de los mineros asturianos en aquel momento y firmó un manifiesto junto a otros escritores y pensadores. Manuel Fraga instó a que se marchara de nuevo de España, polémica y recriminaciones mediante, y se exilió de nuevo en 1963, regresando en 1970, incapaz de vivir fuera de España, aunque fuese una España distinta a la recordada y a la ansiada.



Él sí vivió esa transición, la siguió con atención, consideró sin duda que las cosas sucederían de otra forma y fue imposible que no le decepcionara profundamente la realidad tal cual transcurría. No fue el único, sin duda, que se sintió traicionado por un PCE que asumía los pilares de la transición, que aceptaba la monarquía, hablaba de reconciliación de dos modelos de España que en su fuero interno se confrontaban de manera inapelable, también le debió de crear no poco malestar la falta de un pensamiento firme cada vez menos presente en el debate público. «Mi mundo no es de este reino», acabaría afirmando y se marcharía al País Vasco, invitado por Alfonso Sastre y Eva Forest, que llevaban años en Guipúzcoa, quién sabe si idealizando en demasía las luchas sociales, políticas y nacionales que se daban en tierras vascas. Murió Bergamín en 1983 y fue enterrado en Hondarribia, fuera según él de esa España que tanto le decepcionó. Hace unos días el cantante Josean Larrañaga, Urko, lo rememoraba en una entrevista en Radio Euskadi, lo había visto en aquellos primeros años de los ochenta cruzarse con él por las calles, sumido en sus propios pensamientos, como un fantasma de otra época no tan lejana en cuanto a tiempo cronológico, pero sí emocional. Nunca lo paró para hablar con él, no se atrevió a turbar los pensamientos del otrora hombre clave de la cultura española, dirigió la revista Cruz y Raya, fue editor de Lorca, guardó el Romancero Gitano para publicarlo ya en el exilio, en México y en los Estados Unidos, un nombre el suyo que cada vez ha ido desapareciendo del recuerdo colectivo, quizá por ello Urko cantase tiempo después poemas de Bergamín, para recordarlo, para que no se sumiera en el olvido, para que siguiera presente, con sus aciertos y sus dudas, con su aportación única y personal a la cultura española.

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