Sin duda resulta injusto
o desfasado, pero no puedo evitar sentir un tedio profundo cuando escucho
juntas las palabras fútbol y patria. Me retrotraen a otra época, a unos tiempos
rancios, a una realidad tejida a golpe de pasiones que no acabo de entender, al
fin y al cabo el espectáculo del fútbol me aburre apenas iniciadas las primeras
carreras detrás del balón y en cuanto a la patria, me parece que su mero
enunciado sólo sirve para llamar a la guerra contra otras patrias y en las que
mueren personas, la mayoría trabajadoras, estudiantes, personas sencillas que
no puedo ni quiero tener por enemigas.
Claro que no debiera ser
así, lo sé. Hace poco más de dos lustros, comienzo a datar mi vida en lustros,
incluso en decenios, vi enteros varios partidos de la Copa Mundial de Sudáfrica
gracias a la insistencia de un amigo, Mahmoud, aficionado a este deporte y con
quien gocé de varios encuentros en la terraza veraniega de un bar mientras me
explicaba él con gracia los detalles de los movimientos que los jugadores
realizaban para lograr el deseado gol y la victoria de uno de los dos equipos. Resultó
apasionante el partido entre España y Portugal para el cual Mahmoud reunió a la
mesa a españoles y portugueses. No quise ver, sin embargo, el partido final de
la competición en la que ya entraban en juego no pocas arengas patrióticas que
me producían dentera. En todo caso, creo que fue la única vez que vi tantos
partidos seguidos y además enteros sin sentir ningún sopor. Llegué incluso a
entender la filosofía de este deporte, la de once jugadores que actúan en
común, cada uno con sus funciones asignadas y en completa igualdad e importancia
todas ellas, un ejercicio de solidaridad grupal que millones de personas
ejecutan todos los días, aun cuando el balompié profesional tenga ese sesgo
millonario y elitista que no elimina, sin embargo, ese carácter grupal tan
constructivo.
Puedo incluso llegar a
reconocer la importancia del deporte como elemento vital de y en la sociedad,
un ejercicio sano y con ese componente solidario en los deportes colectivos. En
Bilbao, por ejemplo, se fomentó la práctica del deporte en general ya a finales
del siglo XIX, Manuel Aranaz Castellanos fue uno de sus impulsores principales,
y con el salto al siglo XX nacía el Athletic Club de Bilbao en pleno centro de
la Villa, en el Café García, sito en el número 8 de la Gran Vía Lope de Haro,
justo delante del Café Lyon d´Or, reflejando ambos lugares el inicio de una
época gloriosa tanto deportiva como literaria en una ciudad en plena expansión.
Nada que haya nacido en un Café puede ser malo.
Sin embargo, el fútbol ha
servido y sirve a finalidades políticas ajenas a la actividad en sí misma, aparte
de la componente económica ya mencionada, con la correspondiente creación de
una élite profesional que actúa más con fines individuales y de enorme
especulación añadida, con jugadores estrellas que mueven millones ellos solos. Pero
sobre todo con fines políticos y de defensa del Estado que me chirrían
enormemente. Más ahora, cuando cada vez le deseo menos un Estado a nadie. No en
vano, el fútbol muchas veces emula la guerra, refleja un choque entre
territorios, eso sí, de otro modo, mucho más pacífico y desde luego sería mejor
dirimir los conflictos en estadios de fútbol que en campos de batalla.
Si el fútbol me aburre al
poco de iniciarse, la patria da un paso adelante y me deja por completo frío.
No porque yo adquiera, ni lo pretenda, la condición de ciudadano del mundo,
fórmula hueca que nada significa, sino porque considero que los lazos
identitarios no pueden ni deben circunscribirse a un ordenamiento jurídico
soberano, en un mundo además en el que la sociedad y su organización política
son más y más complejos, hasta el punto de arrinconarme en un rincón desde el
cual resulta cada vez más difícil entender los mecanismos sociales y sobre todo
las relaciones de poder.
Estamos inmersos en la
Final de la Copa del Rey que se pospuso el año pasado por el tema de la pandemia
y en el que participan dos equipos vascos, el Athletic de Bilbao y la Real
Sociedad. El partido se celebra la víspera del Aberri Eguna (el Día de la Patria Vasca), las calles por las que me
muevo se han llenado de banderas rojiblancas, algunas pocas son de la Real, pero
no se prevén rivalidades violentas, esta vez ganamos todos, Bai edo Bai (sí o sí). La afición lo
invade todo, las fachadas y los balcones, las vitrinas de las tiendas, la de los
bares, las portadas de los diarios, las conversaciones en la calle y en los programas
de radio. Se anuncian programas especiales tanto en radios como en televisión. Es
casi una cuestión de país, todo un país entero pendiente del partido. Se ha
llegado a decir incluso que es la antesala perfecta para la celebración
patriótica al día siguiente.
Se vuelve entonces imposible que no sienta todo ese tedio que me producen ambas palabras juntas, fútbol y patria. Sé que es injusto, no estamos en aquellos tiempos rancios de proclamas y fidelidades únicas. Cabe la indiferencia y vivir ajeno al espectáculo, lo que sin duda haré, cuando ni siquiera me queda la opción de que Mahmoud, que vive lejos, me acompañe a ver el partido y me lo explicara como el aficionado brillante e irónico que es él.
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