José María Bilbao iba
para sastre, pero le gustaba demasiado la música para que quedara tan sólo como
una mera afición. Escuchaba tanto a Gerry Mulligan y hablaba tanto de él, que
le empezaron a llamar Jerry. A
finales de los cincuenta un danés nacido en Amorebieta, Pío Lindegard, y que
fue poco después cónsul de Dinamarca en Bilbao, fundó en la bolera Niágara un
club de jazz. Un jovencísimo entonces José María, que estudiaba en el
conservatorio clarinete y fagot, aparte de su formación como sastre en el colegio
de La Misericordia, escuchó tanto ese estilo de música, se habituó de tal forma
a su ritmo, que aprendió de oídas a tocar el saxofón. Ni sospechaba siquiera que
muy pronto eso le iba a resultar útil. Si ahora lo es, en aquel momento,
finales de los cincuenta, debía ser inimaginable eso de vivir de la música, del
arte. Además, su padre había muerto hacía ya algún tiempo, se quedó con su
madre y el dinero no abundaba, al contrario, escaseaba en casa y lo sensato era
ir a lo seguro, seguir con lo de sastre. Ya era aprendiz en un taller, aunque
el sueldo no alcanzaba para mucho. Por eso también aceptó tocar de tanto en
tanto con el grupo que amenizaba las sesiones del salón Vila Rosa, en el barrio
de San Francisco. Tuvo más bolos y el primer año de la década de los sesenta
comenzó a tocar también en otros salones y antros, en el Novedades, en el
Tropical, en el Póker. Ganaba más que como sastre en ciernes, así que la
decisión, al fin, no fue difícil de tomar, era lo que le gustaba, la música, y
se ganaba bien la vida con ello.
Algo parecido le ocurrió
a Alejandro Barredo. Trabajaba en La Palma, cuando esta mítica zapatería
bilbaína estaba todavía en la calle García Salazar esquina con San Francisco,
antes por tanto de que en los cuarenta ocupara el local dejado por el Café
Suizo, al principio de la calle Correos. Justo encima de aquella primera tienda
se hallaba la academia de música y variedades de Pilarín Muñoz. Al joven
Alejandro le gustaba todo aquel mundo de la farándula, aunque no tenía tan
claro como José María Bilbao cuál sería su perfil. Puede en todo caso que fuera
algo más decidido: a los dieciocho años, impresionado por el Circo Castilla,
deja la zapatería y se marcha con los de la carpa. Comienza a ser conocido como
Angelillo Barredo y después, cuando empieza a actuar en los cabarés de San
Francisco y Cortes como transformista y usa esas camisas suyas de colores
variados y llamativos, se le empieza a conocer como colorines.
Ambos se mueven por La
Palanca, esa zona de San Francisco y Cortes de vida alegre y libertina, y
asisten también a su decadencia. No cabe duda de que la edad dorada de la zona
fue la de los primeros lustros del siglo XX, cuando en ese Bilbao ya en plena
ebullición apareció esa zona de confluencia de patricios y proletarios donde
las noches eran intensas, alegres y bastante jaraneras. En el Bilbao burgués de
la época, tan conservador en las costumbres y un tanto mojigato, se miraba
hacia otro lado cuando los señoritos bilbaínos y los jóvenes hijos de las
familias distinguidas pasaban las noches de farra. En una sociedad de clases
como aquella la inmoralidad estaba en los obreros, mineros, portuarios o en la
soldadesca del cuartel de la zona que frecuentaban las casas licenciosas, sobre
todo los días de cobro, nunca en la gente pudiente a la que se le permitía
tales deslices. En el barrio, al fin, todos se mezclaban sin muchos
aspavientos. Claro que no todo era alegría, había bastante sordidez también. No
obstante, hasta la guerra el lugar era famoso, abundaban los locales de todo
tipo y condición, y la música sonaba mientras se bebía y se reía, fueran o no
las risas verdaderas o apañadas.
La guerra lo cambió todo.
La vida libertina y jaranera se detuvo de golpe, aunque no la prostitución, y
aun cuando Bilbao pasara a estar bajo el bando nacional en junio de 1937, se
ocupó o se liberó según el lado en que estuviera cada cual, y por tanto se
impuso el nacionalcatolicismo, se siguió haciendo la vista gorda a ciertos
menesteres. La posguerra fue tiempo de hambre y necesidad, de mayor sordidez si
cabe y de adhesiones inquebrantables o sigilos timoratos, aunque poco a poco La
Palanca fue recuperando algo del alborozo de antaño, se abrieron algunos de los
salones de entonces u otros nuevos, y en ellos se movieron José María Bilbao y
Angelillo Barredo, cruzándose entre otros con Juanito La Trianera o con Teresa La
Topolino.
Mientras realizaba sus
bolos en los locales de la zona, Jerry
colabora y funda algunas bandas o conjuntos. Una de ellas se llamó Los Dinámicos; otra, la K-2. Con este grupo logra salir de La
Palanca, llegan a tocar nada menos que en el Club Marítimo de Neguri, epicentro
de la gran burguesía vizcaína. Un crítico de música que se iniciaba en los
sesenta en las lides periodísticas, José María Iñigo, los rebautiza como Los Daiquiris. Angelillo Barredo, por su
parte, sigue actuando por La Palanca, en el Maxims, en el Bataclán, en
cualquiera de los otros salones que perduran, a veces solo, a veces junto a
Tania La Muñequita.
Pero La Palanca ya no
sólo no alcanzaría el antiguo esplendor, sino que va a degenerar del todo. Las
minas de Miribilla, a escasos metros del barrio, ya no dan mucho más de sí,
comienzan a cerrar sin remedio ni alternativa posible y los mineros, sin trabajo,
vuelven a sus lugares de origen o se buscan empleo por otras zonas vecinas.
Mientras, la heroína hace estragos y sus víctimas se concentran muchas de ellas
en La Palanca. Los señoritos bilbaínos y los jóvenes patricios, por su parte,
ya han encontrado otros lugares de asueto y diversión, abandonan La Palanca a
su suerte.
José María Bilbao
consigue un puesto fijo en la Banda Municipal de la Villa a principios de los
setenta y se mantendrá en ella hasta su jubilación, en 2007. Alejandro Barredo
dio sus últimos recitales en La Palanca también a principios de los setenta y
tal vez fuera él a quien le correspondiera cerrar el largo ciclo de jarana y
alborozo de esa zona bilbaína, tan céntrica, tan mítica.
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