Ese Bilbao mercantil e
industrial que empieza a crecer con rapidez a finales del siglo XIX y que los
hermanos Azkona reflejan durante el segundo decenio del XX en algunos de sus
documentales parece oponerse a una concepción tradicional de lo vasco, la que
está anclada sobre todo en el mundo de los caseríos y también, aunque menos, en
los puertos pesqueros. Ambos mundos, el tradicional y el moderno, se construyen
en gran medida sobre la base del trabajo, el trabajo duro además, pero a partir
de aquí su cimentación mental y cultural, su imaginario, será muy diferente,
uno y otro estarán contrapuestos e incluso serán incompatibles, no pueden
convivir, lo tradicional y la nueva sociedad mercantil e industrial chocarán
con vehemencia y ésta última se impondrá sobre la sociedad agrícola. El
capitalismo es cruel, arrasa con todo aquello que no entra en la lógica del
beneficio y de un modelo de progreso que sólo entiende de dinero y de intereses.
El mundo tradicional de los mayorazgos y los valles melancólicos repletos de
leyendas no cuadran mucho con el capitalismo expansivo.
Además, la rapidez con
que se transforma todo en Vizcaya despertará no pocos resquemores en uno y otro
sentido. Los liberales, acérrimos defensores del nuevo modelo económico, de la
industria y de la tecnología, contemplan a los baserritaras, los propietarios de los caseríos, con una particular
estructura social anclada en un sistema jurídico propio, como aldeanos zafios e
incultos. Surge en Bilbao una literatura costumbrista que se burla del
castellano de los caseros, vascoparlantes todos ellos, incapaces de lidiar con
las nuevas obligaciones administrativas y con nuevas formas mercantiles. Por el
otro lado hay un primer nacionalismo vasco, alentado por Sabino Arana y su
primer círculo bizkaitarra, que
rechazará los cambios de este nuevo modelo industrial, defenderá con ahínco la
vida tradicional, las viejas leyes, el idioma antiquísimo y con elementos
legendarios, la religión y la probidad de la etnia frente a la indignidad
perversa y vil de los que arriban a la mítica Vasconia para malvivir en las
minas y en la industria locales. Claro que pronto llegará una segunda
generación de nacionalistas vascos que no ven con desagrado la industrialización,
la fomentarán, en buena medida porque muchos de sus defensores forman parte de
las élites económicas, como la familia de la Sota, y alentarán un nacionalismo
moderno, burgués e incluso social, pero al mismo tiempo transigirán en una
visión mítica del pasado donde lo agrícola ocupa buena parte del imaginario.
Habrá también cierto
rechazo a la modernidad en el clasicismo de muchos de los escritores del café
Lion d´Or que reaccionan contra ella acudiendo a ese pasado mítico de Roma y su
esplendor, y desembocan en un patriotismo español al recordar la influencia de
la antigua Hispania en tal imperio, lo querrán restaurar. La influencia de
Marinetti y el futurismo, aun cuando se contradiga en apariencia con el
clasicismo referido, atraerá a muchos de los participantes de la Escuela Romana
del Pirineo hacia al falangismo y sus ideales utópicos. Es un grupo
esteticista, intelectual, atraído por el lado más erudito de José Antonio, que
poco tendrá que ver con la bravuconería que luego conoceremos, con sus huestes
mamporreras y sus ansias revanchistas.
Son reacciones a un mundo
nuevo que sin embargo se impondrá. Bilbao se industrializará, pero no sólo la
ciudad, también su área de influencia y la provincia entera, también Guipúzcoa
seguirá un proceso similar, y con el tiempo Álava, también Navarra. Joseba
Zulaika habla ya para los años setenta de un proceso de extrañamiento del mundo
rural vasco: lo que había sido nuclear se convierte en periférico, el mundo del
caserío pasa a ser un mundo marginal por su peso cada vez menor en la economía
vasca, que es a todas luces una economía industrial y mercantil, y aun cuando
la crisis de los ochenta, con una reconversión salvaje que afectó sobre todo a
Bilbao y a la Margen Izquierda, parecía que iba a trastocarse por completo el
panorama económico, el País Vasco recuperó fuelle gracias a la incorporación de
las nuevas tecnologías y del sector de los servicios.
Aun así, ha seguido dominando
en el imaginario vasco el mundo de los caseríos, pese a que lo agrícola apenas
alcance un índice pequeño en el conjunto de las actividades laborales y en la
economía del país. Ocurre lo mismo con el ámbito de los arrantzales, los pescadores, sin duda una actividad con más
presencia, pero marginal también con relación a la actividad industrial o
comercial. Es curioso observar cómo el mundo de la industria o del taller no ha
penetrado en el imaginario vasco tanto como los símbolos míticos del caserío o
de los arrantzales, a pesar de que la
presencia industrial supere el siglo o que Bilbao haya sido desde su origen
como Villa, en 1300, una ciudad comercial. A pesar también de contar con un
movimiento obrero activo y organizado desde los inicios de la industrialización
hasta hoy mismo. No obstante, uno observa en Santurce, ciudad que creció a
partir de una aldea de pescadores con un aluvión de inmigrantes que trabajaron
en el puerto o en las industrias de la Margen Izquierda, como se rememora el
pasado arrantzale que muy pocos de
sus habitantes han conocido directamente o lo conocieron apenas sus antepasados, la gente se viste de pescadores en las fiestas locales. No dudo de que haya
un gesto de memoria de lo que fue ese rincón de Vizcaya, una voluntad de hilar pasado y presente, pero
sospecho también que se fomenta una visión idílica del pasado con fines de
conformación de la realidad actual.
Sin duda la literatura y
el arte contribuyeron a fomentar esa visión nostálgica del campo tradicional. Domingo
Agirre u Orixe fueron escritores en lengua vasca que vivieron entre el siglo
XIX y el XX, y recogen en su obra esa vida mítica del caserío y del puerto
pesquero. El propio Pío Baroja, poco amigo de elucubraciones que alentasen el
tradicionalismo más reaccionario o folclórico, escribe algún cuento de ambiente
campestre mítico. El propio poema de Gabriel Aresti Nire Aitaren Etxea (“La casa de mi padre”) tiene una lectura, a
pesar de encuadrarse este autor en el realismo social, de defensa del caserío
tradicional como foco central de la sociedad. Aunque es una interpretación con
la que podemos discrepar y discrepamos muchos. Los actuales escritores parecen
ir por otros derroteros, se alejan de la mirada mítica y parten de un presente
muy diferente a aquel. Vemos en la obra de Karmele Jaio, de Unai Elorriaga, de
Kimen Uribe, de Pedro Ugarte o de Kepa Murua, por citar a unos pocos, un punto
de partida más urbano y con menos nostalgia de lo que hubiera podido ser el
país.
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