sábado, 28 de septiembre de 2019

Miradas africanas: Chimamanda Ngozi Adichie


A finales de la década de los sesenta se produjo al suroeste de Nigeria una de las crisis humanas más graves del mundo. A la inestabilidad política y social del país, que se plasmó en un golpe de Estado y en los enfrentamientos tribales y de diverso tipo que azuzaron toda Nigeria, se unió la declaración de independencia de Biafra, una zona de mayoría Igbo, con una pretendida política progresista y muchos recursos en su suelo, por tanto objeto de demasiados intereses, lo que dio paso a un guerra, pero también a una hambruna que afectó a buena parte de la población y que produjo incluso más muertos que los propios enfrentamientos bélicos.

A diferencia de otras guerras y otras tragedias anteriores, la crisis de Biafra fue la primera en transmitirse casi de forma directa y en todo el mundo por televisión, que en ese momento ya estaba lo bastante desarrollada como para informar de lo que pasaba en ese rincón del mundo y además se había extendido su uso en numerosos hogares, sobre todo en los países europeos y en Estados Unidos, pero también en otros muchos lugares. De este modo, las imágenes de las hambrunas y de la locura de la guerra se vieron en muchos de esos hogares, lo que provocó a su vez la primera oleada de indignación y de exasperación global ante las escenas retransmitidas, y de solidaridad internacional.

No será exagerado afirmar que con aquel conflicto se comprobó por primera vez la importancia de un medio como la televisión para incidir en la realidad, no sólo porque se vio en directo las consecuencias del conflicto, sino también porque provocó la primera campaña de ayuda humanitaria en un sentido moderno, tal fue la sensibilidad y el horror provocados en numerosos hogares anónimos, pero también en los de algunos responsables políticos, el de Nixon entre ellos, que en 1968 alcanzaba la presidencia de Estados Unidos y declaró que no era posible mantenerse ajeno a lo que ocurría en Biafra. Hoy estamos acostumbrados a tales escenas retransmitidas por los medios de comunicación y por desgracia los efectos son ahora menos tremendos, se diluyen más rápido los efectos emocionales que producen, casi ha dejado de afectarnos las tragedias, y cuando nos afectan, las olvidamos con excesiva rapidez.

Pero además, aun cuando se comprobara la capacidad de la televisión para difundir hechos y para incidir en la visión de las cosas, hoy son las redes sociales las que muestran tal capacidad, no creo que se pueda afirmar de un modo absoluto que esa difusión haya contribuido a comprender plenamente y mejor los hechos que se muestran, a entenderlos en toda su envergadura por medio de la información y del periodismo, entre otros motivos porque los medios muestran la realidad a menudo como si fueran hechos naturales, como si ocurrieran las guerras o las hambrunas del mismo modo que brotan las flores en primavera, sin permitir entender la realidad plena de los conflictos y menos aún interpretarla, y así lo entiende la mayoría de las veces la opinión pública, cualquier cosa que sea ésta, que son inevitables además de naturales, sin pretender ir más allá, a las raíces de los problemas y los conflictos. Lo expresa a la perfección la escritora chilena Lina Meruane: «Nos mostraban las hambrunas pero no nos hablaban de sus porqués». Y esto se aplicó en la guerra y en la hambruna de Biafra, pero también en tantos otros conflictos y situaciones terribles que se han ido dando a lo largo y ancho del mundo. La consecuencia de todo esto se refleja no en que haya ahora, como antes de los grandes medios de comunicación, una única versión de la realidad, la oficial del lugar donde uno haya nacido, sino que se ha perdido mucha capacidad para interpretar la realidad y lo que se transmite son meros hechos sin más, sin que los podamos asimilar, entenderlos o al final interpretarlos. El resultado es una misma manipulación, aunque cabe que peor, porque normaliza el horror hasta la pura indiferencia.

Sin embargo, hay otras vías de acercamiento a tales hechos que tal vez muestren una capacidad por medio de la sensibilidad de acercarnos a la realidad. A todas luces, la literatura es uno de ellos. No en vano Marx afirmó que le habían servido mucho más las novelas de Zola para comprender los mecanismos sociales que los sesudos estudios económicos y sociológicos de la época. Y eso sigue ocurriéndonos hoy, más aún cuando, como se intuye, parece dominar lo más superficial, la mera fachada, el espectáculo.  

Por ello, si quiere uno acercarse al conflicto de Biafra y entender lo que pasó en Nigeria a finales de los años sesenta, teniendo en cuenta además la escasa información accesible sobre lo que ahí ocurrió entonces, lo mejor es una novela, Medio Sol Amarillo de la escritora Chimamanda Ngozi Adichie, aparecida en 2006 y en castellano publicada por la editorial Random House en traducción de Laura Rins Calahorra. No sólo el lector podrá disfrutar de una novela formidable, de unos personajes bien construidos, de unas situaciones bien diseñadas, con sus conflictos y sus detalles, también podrá descubrir un África distinta a la que los tópicos y estereotipos nos tienen acostumbrados. Porque la novela, además de los logros literarios –no en vano hablamos de una de las mejores escritoras africanas del momento–, recoge esa intrahistoria del país en el sentido del que hablaba Marx respecto a la obra de Zola. Y lo hace además sin pelos en la lengua, mostrando todas las contradicciones, todas las manipulaciones y toda la crueldad posible en el ser humano.

Quien no conozca las sociedades africanas podrá darse de bruces con unos países que, aún diversos entre ellos –África no es un país, recuérdese, es un continente tan variado y diverso como cualquiera de los otros continentes–, poseen todos ellos, ya lo poseían en los años sesenta, cuando una gran parte de los países se fueron independizando, un pluralidad interior enorme, no sólo tribal o étnica, lo que más llama la atención, quizá, a los europeos, cuyos países son más homogéneos, poseen poca pluralidad interior, pero encontrarán también una enorme variedad social, en África existen las clases con intereses diferentes, y cultural, con miradas sobre la realidad muy distintas entre ellas, por lo que no resulta, en este aspecto social, tan diferente a lo que pasa en Europa. Descubrimos de este modo, además de las aldeas con su cultura tribal, una burguesía que gestiona su capital dentro y fuera del país, percibimos un estamento intelectual que debate y discute, apreciamos también la misma preocupación por los sin voz, «¿Cómo se pueden saber los sentimientos de aquellos que no tienen voz?», se pregunta en un momento dado Olanna, una de las protagonistas principales de esta novela coral, o la ansiedad ante la vida y la muerte, un sentimiento sin duda universal y que se acentúa además al encontrarse en medio de una guerra.

En este sentido, todos los personajes se enfrentan a conflictos universales y sienten lo mismo que lo que sienten millones de personas en todo el mundo, aun cuando incidan rasgos propios de las culturas locales. Llama la atención que el joven Ugwu, un adolescente que se adentra en la vida con las mismas pulsiones que cualquier joven de cualquier lugar, se plantea en un momento dado si realmente «no estaba viviendo la vida: la vida le estaba viviendo a él», un conflicto interior que sin duda es común a tantos otros adolescentes del mundo, a lo que todos nos hemos enfrentado en un momento dado de nuestras vidas.

En lo básico nada hace distinto, ni mucho menos peor, a África de lo que son otros continentes con sus sociedades y sus conflictos. Tal vez la diferencia resida sólo en las miradas, que no siempre son justas y están repletas de estereotipos y de evidente supremacismo. «Las guerras de esta gente nunca son civilizadas», afirma en la novela un personaje europeo cuando se inicia el conflicto en Biafra, como si hubiera alguna guerra civilizada, como si las dos guerras mundiales del pasado siglo, originadas y llevadas a cabo en Europa lo hubieran sido, como si la guerra civil española o el conflicto yugoslavo hubieran dado muestras vivas de civilidad y buenas maneras, como si las guerras coloniales de Portugal en Guinea Bissau, Angola o Mozambique, que estallaron casi al mismo tiempo que la guerra de Biafra, probaran por parte del colonizado una exquisita sensatez en sus gestos y actos. O como si la actitud fría, por no decir indiferente, de los Estados europeos ante la tragedia del Mediterráneo que ahora mismo está ocurriendo fuese una prueba de superioridad civilizatoria. Pero mantenemos como sociedad esa mirada desde una pretendida superioridad, sin querer ver que los que transmite Chimamanda Ngozi Adichie en su novela es lo mismo que lo que ocurrió aquí, entre nosotros, no hace tanto tiempo, lo que podría volver a ocurrir aunque se niegue, el mismo horror y la misma insensibilidad que mantenemos ahora, una misma actitud como sociedades que, la verdad sea dicha, no da mucho espacio a la esperanza.

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