En su primera novela Things Fall Apart (Todo se desmorona), publicada en 1958, el escritor nigeriano Chinua
Achebe describe la desazón que provoca en Okonkwo enfrentarse a la llegada de
los blancos a su rincón del mundo. El autor sitúa su historia en la primera
mitad del siglo XIX, cuando el colonialismo adopta una nueva forma, surge un
imperialismo más audaz para el cual el ser humano es un objeto, empieza a ser un
bien de intercambio económico que se puede comprar y vender, una pieza más de
un engranaje mucho mayor e imposible de aprehender desde la individualidad.
Claro que, pensándolo bien, lo que ocurre en ese momento no es nada nuevo, nada
que no se hubiera vivido ya en otras épocas y en otros parajes en los que otros
Okonkwos saben, intuyen más bien, no sin una base, desde una experiencia vital
e histórica, con un vaticinio de lo qué es la humanidad, que su mundo se
desmorona sin vuelta atrás. Es una novela que transmite pesimismo y fatalidad.
He recordado ese libro al
escuchar una entrevista en el programa Efecto Doppler, de Radio 3, a Lucas
Barrero, joven estudiante de biología y de ciencias ambientales, uno de los
organizadores en España de las protestas de los viernes por el medio ambiente,
ese movimiento cuyo inicio se atribuye a Greta Thunberg. Estas protestas son
herederas del ecologismo, del medioambientalismo, del interés por la naturaleza
que ha existido siempre, pero que ahora adopta tintes dramáticos, casi apocalípticos.
Pocas esperanzas pueden haber cuando el Amazonas se quema y no parece que
Bolsonaro se preocupe mucho por ello, más bien se entrevén los beneficios que imaginan
él y su camarilla y sus amigos –socios tal vez– que van a hacer negocio del árbol
caído, nunca mejor dicho, mientras Trump pretende comprar Groenlandia con sus
recursos incorporados y ningún dirigente de país ninguno parece muy presto a
cumplir ni siquiera los planes ambientales que cualquier mandatario y otros
estadistas han pactado, todo ello con protestas, sí, al menos la hay, debe
haberlas frente al caos y el desastre, aun cuando no haya lugar para el
optimismo, por mucho que nos empeñemos en serlo, unas protestas que, por ser
jóvenes quienes las protagonizan, se pretenden optimistas.
Ahora, como a principios
del siglo XIX, las buenas intenciones esgrimidas, en la época de Okonkwo fueron
la evangelización, la expansión de la civilización, del progreso, la educación
de todos los pueblos en los valores, por supuesto superiores, de los europeos,
sólo ocultan el deseo de saciar los beneficios empresariales de unos pocos a
costa de una buena parte de la humanidad. Todo lleva hoy la etiqueta verde o ecológico, desvirtuando el propio mensaje, aun cuando luego todo
siga igual, y ese grupo de jóvenes, los Okonkwos
de nuestro tiempo, sospechan que todo se desmorona sin remedio y protestan por
ello, con un aplauso generalizado, incluido el de muchos de los gestores del
desastre. Sin duda, es el mismo grito de ansiedad ante lo real o lo inevitable.
Diecisiete años antes de
la publicación de la novela de Chinua Achebe, un escritor peruano, Ciro
Alegría, publicaba El mundo es ancho y
ajeno, que describe el proceso de una comunidad indígena en su intento de
mantener la comunidad viva frente a las ambiciones de un hacendado que pretende
usarlos como mineros y cómo ese puñado de hombres y mujeres se hunden en una
realidad más y más abrupta, todo ello en medio de una naturaleza despiadada,
tan despiadada como el destino de sus protagonistas. No muy diferentes son los
escenarios descritos por José María Arguedas, Jorge Icaza, Manuel Scorza o, en
Centroamérica, Miguel Ángel Asturias. Subyace en sus novelas una desazón enorme
ante ese mundo que se desmorona, no cabe de ningún modo ese optimismo que se
atribuye a la voluntad, como si los indígenas amerindios compartieran la misma
decepción que los igbos, que Okonkwo.
A veces da la sensación
de que todo se repite, una y otra vez, generación tras generación, ciclos que
se suceden sin que en realidad vayamos a ningún sitio. Tal vez sea consecuencia
de una falsa idea de progreso o de linealidad del tiempo. Quizá tengamos que
ansiar la naturaleza como medio de vida, esa naturaleza asombrosa y tan
turbadora que describe Gabriel García Márquez o acaso la naturaleza sobria de
la Castilla de Delibes. Cualquier cosa antes que las insustancialidad
contemporánea.
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