miércoles, 18 de septiembre de 2019

En lucha incierta


Ha coincidido el anuncio de las nuevas elecciones en España con la emisión en la Televisión Vasca (ETB) de una película de James Franco, In Dubious Batlle (“En lucha incierta”), realizada en 2016 y basada en la novela homónima de John Steinbeck, publicada en 1936. Inevitable resulta no relacionarlo porque son los dos extremos de unas realidades que se contraponen a todas luces.

El libro de Steinbeck, por tanto también la película, muestra una lucha obrera concreta de los Estados Unidos en los años treinta, la de los trabajadores del campo que se revuelven contra las condiciones cada vez más precarias que les ofrecen los terratenientes y comienzan una huelga y su correspondiente acampada que durarán varias semanas. Los años treinta norteamericanos fueron la culminación de un largo proceso de organización y lucha de la clase trabajadora norteamericana que se inició, como en Europa, a finales del siglo XIX y que en aquella década parece agitarse aún más debido a las consecuencias de la crisis del 29. El propio Trotsky llegó a considerar la viabilidad de la revolución obrera en los Estados Unidos, una vez fracasada la revolución alemana que hubiera permitido, en los años veinte, la expansión del ideario socialista revolucionario.

Surgió de este modo también toda una generación en el país de escritores que recogieron en sus obras aquellas tensiones sociales, incluso muchos de ellos defendieron posiciones izquierdistas y militaron en organizaciones obreras, algo que se inició a principios del siglo XX con autores como Jack London y John Reed, y continuó con escritores como Sinclair Lewis, Lillian Hellman, Dashiell Hammett o el propio John Steinbeck, entre otros.

Es innegable la capacidad de Steinbeck de recoger la tensión cotidiana que produjo la crisis del 29 y cómo se fue conformando el día a día de una clase trabajadora que se veía abocada a decidir entre la movilización y la lucha o la resignación y la desidia. Pero no hay una heroicidad ejemplarizante en sus obras, sino que muestra las muchas contradicciones que se van dando en aquellas batallas por el trabajo y la dignidad, no todo es blanco o negro, muestra bien a las claras los matices e incluso a veces las carencias de unos seres que no son héroes, sino simplemente hombres y mujeres que debían tomar unas decisiones y en aquel momento se decantaron por combatir a un enemigo casi siempre demasiado poderoso y que contaba además con el aparato del Estado y sus legitimidades para intentar no cambiar un ápice el orden de las cosas.

Al final no se produjo la revolución obrera en los Estados Unidos, la que vaticinaba Trotsky en su optimismo revolucionario, la clase obrera no consiguió la conquista del poder ni la anulación del capitalismo, pero aquellas movilizaciones de los trabajadores norteamericanos –muchos de ellos inmigrantes– dieron lugar a que las instituciones tuvieran que adoptar al final medidas salariales y sociales para reducir en lo posible los riesgos de una ruptura, se permitió la plena actividad sindical, se impuso en muchos sectores un salario mínimo y se redujo la precariedad. No hubo la toma del poder por la clase obrera, pero se ganó a todas luces una batalla por la vía de las movilizaciones que sirvieron para esa mejora generalizada en las condiciones de vida.

Desde luego los gestores del sistema, sus defensores e ideólogos, sus estrategas y planificadores, tomaron nota de toda aquella movilización que en su momento significó en gran medida ceder y sin duda sacaron sus conclusiones. Muchos lustros después, cuando el presidente en funciones español, Pedro Sánchez, da por zanjado el periodo de negociaciones y da paso a unas nuevas elecciones, vemos que las movilizaciones no son tan fuertes como setenta años antes, ni siquiera como hace unos años, durante la transición, y también descubrimos, nos damos de bruces con ello, que incluso la izquierda pone en lo institucional la única forma posible de acción política. Sólo desde el gobierno se pueden cambiar las cosas, ha llegado a afirmar Irene Montero, para justificar el empeño de la coalición de Unidas Podemos por entrar en el mismo, olvidando las protestas de ocho años atrás en el 15M y en gran medida sus propios contenidos de acción en la calle. Las frases reivindicativas de aquel momento, repletas de ensoñaciones y crítica social, han quedado para el olvido o,  a los sumo, para una poesía social que apenas ha perdurado en el tiempo.

Y si en esta época nuestra las movilizaciones han perdido fuelle, sólo las hay sectoriales, la de la ecología, la feminista –ésta no sin una enorme fuerza, todo hay que decirlo–, las de la clase trabajadora casi han desaparecido, en buena medida por una acción sindical que ha reducido su actividad prácticamente a lo judicial, a sus servicios jurídicos en los juzgados de lo social. Menos da una piedra, desde luego.

Tal vez han cambiado, están aún cambiando, las mentalidades y los paradigmas con que nos movemos. Tanto quizá que no cabe transposición de aquella sociedad de los años treinta a la del presente. No hay una concepción social o de clase, ahora se impone la clase media y consigue que sus valores se vuelvan hegemónicas.

De repente se ha vuelto a emplear el término mediocracia, pero ya no como referencia a los medios de comunicación y su incidencia en la percepción social, tampoco como ese modelo de democracia sugerido en su momento por Bobbio y que rechaza los extremos de izquierda y derecha, algo que ahora mismo no es tan evidente, tras el viraje (ultra)conservador de los últimos lustros, sino que se refiere al pensamiento relativista o posibilista de esa clase media tan poco dada a disquisiciones de cualquier tipo. O, según Alain Deneault, a la más absoluta mediocridad reinante.

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