Ha coincidido el anuncio
de las nuevas elecciones en España con la emisión en la Televisión Vasca (ETB)
de una película de James Franco, In
Dubious Batlle (“En lucha incierta”),
realizada en 2016 y basada en la novela homónima de John Steinbeck, publicada
en 1936. Inevitable resulta no relacionarlo porque son los dos extremos de unas
realidades que se contraponen a todas luces.
El libro de Steinbeck,
por tanto también la película, muestra una lucha obrera concreta de los Estados
Unidos en los años treinta, la de los trabajadores del campo que se revuelven
contra las condiciones cada vez más precarias que les ofrecen los
terratenientes y comienzan una huelga y su correspondiente acampada que durarán
varias semanas. Los años treinta norteamericanos fueron la culminación de un
largo proceso de organización y lucha de la clase trabajadora norteamericana
que se inició, como en Europa, a finales del siglo XIX y que en aquella década
parece agitarse aún más debido a las consecuencias de la crisis del 29. El
propio Trotsky llegó a considerar la viabilidad de la revolución obrera en los
Estados Unidos, una vez fracasada la revolución alemana que hubiera permitido,
en los años veinte, la expansión del ideario socialista revolucionario.
Surgió de este modo
también toda una generación en el país de escritores que recogieron en sus
obras aquellas tensiones sociales, incluso muchos de ellos defendieron
posiciones izquierdistas y militaron en organizaciones obreras, algo que se inició
a principios del siglo XX con autores como Jack London y John Reed, y continuó
con escritores como Sinclair Lewis, Lillian Hellman, Dashiell Hammett o el
propio John Steinbeck, entre otros.
Es innegable la capacidad
de Steinbeck de recoger la tensión cotidiana que produjo la crisis del 29 y cómo
se fue conformando el día a día de una clase trabajadora que se veía abocada a
decidir entre la movilización y la lucha o la resignación y la desidia. Pero no
hay una heroicidad ejemplarizante en sus obras, sino que muestra las muchas
contradicciones que se van dando en aquellas batallas por el trabajo y la
dignidad, no todo es blanco o negro, muestra bien a las claras los matices e
incluso a veces las carencias de unos seres que no son héroes, sino simplemente
hombres y mujeres que debían tomar unas decisiones y en aquel momento se
decantaron por combatir a un enemigo casi siempre demasiado poderoso y que contaba
además con el aparato del Estado y sus legitimidades para intentar no cambiar
un ápice el orden de las cosas.
Al final no se produjo la
revolución obrera en los Estados Unidos, la que vaticinaba Trotsky en su
optimismo revolucionario, la clase obrera no consiguió la conquista del poder
ni la anulación del capitalismo, pero aquellas movilizaciones de los
trabajadores norteamericanos –muchos de ellos inmigrantes– dieron lugar a que
las instituciones tuvieran que adoptar al final medidas salariales y sociales
para reducir en lo posible los riesgos de una ruptura, se permitió la plena
actividad sindical, se impuso en muchos sectores un salario mínimo y se redujo
la precariedad. No hubo la toma del poder por la clase obrera, pero se ganó a
todas luces una batalla por la vía de las movilizaciones que sirvieron para esa
mejora generalizada en las condiciones de vida.
Desde luego los gestores
del sistema, sus defensores e ideólogos, sus estrategas y planificadores,
tomaron nota de toda aquella movilización que en su momento significó en gran
medida ceder y sin duda sacaron sus conclusiones. Muchos lustros después,
cuando el presidente en funciones español, Pedro Sánchez, da por zanjado el
periodo de negociaciones y da paso a unas nuevas elecciones, vemos que las
movilizaciones no son tan fuertes como setenta años antes, ni siquiera como hace
unos años, durante la transición, y también descubrimos, nos damos de bruces
con ello, que incluso la izquierda pone en lo institucional la única forma posible
de acción política. Sólo desde el gobierno se pueden cambiar las cosas, ha
llegado a afirmar Irene Montero, para justificar el empeño de la coalición de
Unidas Podemos por entrar en el mismo, olvidando las protestas de ocho años
atrás en el 15M y en gran medida sus propios contenidos de acción en la calle.
Las frases reivindicativas de aquel momento, repletas de ensoñaciones y crítica
social, han quedado para el olvido o, a
los sumo, para una poesía social que apenas ha perdurado en el tiempo.
Y si en esta época nuestra las
movilizaciones han perdido fuelle, sólo las hay sectoriales, la de la ecología,
la feminista –ésta no sin una enorme fuerza, todo hay que decirlo–, las de la
clase trabajadora casi han desaparecido, en buena medida por una acción sindical
que ha reducido su actividad prácticamente a lo judicial, a sus servicios
jurídicos en los juzgados de lo social. Menos da una piedra, desde luego.
Tal vez han cambiado,
están aún cambiando, las mentalidades y los paradigmas con que nos movemos.
Tanto quizá que no cabe transposición de aquella sociedad de los años treinta a
la del presente. No hay una concepción social o de clase, ahora se impone la
clase media y consigue que sus valores se vuelvan hegemónicas.
De repente se ha vuelto a
emplear el término mediocracia, pero
ya no como referencia a los medios de comunicación y su incidencia en la
percepción social, tampoco como ese modelo de democracia sugerido en su momento
por Bobbio y que rechaza los extremos de izquierda y derecha, algo que ahora
mismo no es tan evidente, tras el viraje (ultra)conservador de los últimos
lustros, sino que se refiere al pensamiento relativista o posibilista de esa
clase media tan poco dada a disquisiciones de cualquier tipo. O, según Alain
Deneault, a la más absoluta mediocridad reinante.
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