Septiembre es el mes de
la vuelta a la normalidad. Se retorna a la rutina, a esa vida cotidiana,
ordenada y corriente, la marcada por los horarios –de trabajo, de los estudios,
de todos nuestros hábitos, incluso la marginalidad posee rasgos de rutina establecidos–, cuando
toda esta rutina significa en gran medida el dominio de un modo de entender el tiempo, un
tiempo según Cronos que todo lo envuelve con su inercia y ese tono de lo
repetitivo, de lo ya visto. Se habla incluso de síndromes postvacacionales
originados por la vuelta a la vida ordenada y que tan ajena resulta para muchas
personas.
En gran medida el
escritor Raymond Carver y el pintor Edward Hopper reflejan en sus obras esta
atmósfera septembrina. No siempre se establece un espacio temporal en los relatos
del primero o en los cuadros del segundo, pero sus escenas podrían ocurrir
perfectamente en septiembre, ese mes tan extraño en cuanto a sentimientos y
emociones. Se dejan atrás muchas posibilidades, muchas de ellas no cumplidas o
frustradas, desalentadoras al final.
Claro que es en
septiembre cuando se anuncian nuevas perspectivas, cuántas veces se han
anunciado otoños calientes en lo
social, en lo político, sin embargo tales anuncios resultan la mayoría de las
veces anodinos porque luego todo queda en nada, no los ha habido al final, todo
se desenvuelve con la normalidad de siempre, y cuando ha habido cierta tensión,
ésta se ha conseguido canalizar y se ha vuelto al redil, como si en septiembre
ya se hubiese anunciado la imposibilidad de ningún cambio o, menos aún, de
cualquier revolución. Pocos acontecimientos trascendentales se han producido en
septiembre, como si este mes de transición fuera inhábil para la historia.
Quizá ello sea así por confiar
demasiado en lo exterior, en agentes externos que inciden, y creemos que tal
vez salven, nuestra cotidianidad, tal vez tuviéramos que invertir el proceso,
buscar más en nosotros mismos y cambiar los esquemas y las perspectivas con las
que nos movemos, aunque puede que ésta sea una explicación de manual de
autoayuda, demasiado new age, cuando
no todo depende de nosotros mismos pues estamos al fin y al cabo sujetos por
miles de vínculos que nos atan a los demás y a los esquemas de la realidad
material. No siempre querer es poder, es evidente para quien se atreve a
avanzar en sus proyectos, no lo es tal como nos lo repiten con frecuencia, hasta
la saciedad, tal vez con intención de culpabilizarnos todavía más del fracaso y
de la impotencia ante la vida.
El director de cine Jaime
Rosales recoge en gran medida este elemento invisible que mueve los hilos de
nuestra cotidianidad. Incluso lo más hiriente y doliente de la existencia se
incorpora a la rutina y lo asumimos como parte de la misma, sin grandes
aspavientos, sin ni siquiera elevar preguntas al destino con que intentamos
retar la trascendencia de los hechos.
Es un cine, el suyo, en
el que parece que no pasa nada. O pasa la vida tal cual es, asistimos en sus
películas a los hechos como se suceden en nuestra propia vida, un minimalismo
que nos conduce al recuerdo de lo que somos, ese lento pasar de las horas que, sin embargo,
en su conjunto, las horas ligadas unas a otras conformando el tiempo crónico,
se suceden demasiado deprisa, sin apenas darnos cuenta y sin percibir apenas lo
que sucede durante su transcurso.
En un breve relato de
Gonzalo de Berceo un monje sale al jardín del monasterio y contempla el
espectáculo de la naturaleza, pierde la noción del tiempo según Cronos, un tiempo no apto
para la mística ni para la contemplación de la belleza, y se introduce en otro concepto
de tiempo que los griegos supieron diferenciar, el tiempo de Aión, y cuando el
monje regresa al monasterio nadie lo reconoce porque han pasado muchos años en ese
ínterin y apenas queda el recuerdo de su nombre. Es una anécdota que se repite en otros relatos de otros lugares y
otras épocas. Se trata de un juego del tiempo por medio de la palabra, que
engaña nuestra percepción y los sentidos, como ocurre también con uno de los
cuentos del Conde Lucanor, en la
historia del deán quien, entre la solicitud demandada y la comida que trae la
criada, ve transcurrir todo el futuro, con sus falsas ilusiones y sus promesas
falaces.
Quizá haya toda una
batalla por el dominio del tiempo o por la concepción de su paso. Al fin y al
cabo, la organización del tiempo a su vez tiene que ver con un modelo de
producción y por tanto es objeto de valor y de cambio –suele decirse, de hecho,
que el tiempo es oro– y septiembre
nos devuelve tal concepción, tras un verano que apenas nos proyecta un
espejismo en el sentir del tiempo.
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