miércoles, 11 de septiembre de 2019

Septiembre


Septiembre es el mes de la vuelta a la normalidad. Se retorna a la rutina, a esa vida cotidiana, ordenada y corriente, la marcada por los horarios –de trabajo, de los estudios, de todos nuestros hábitos, incluso la marginalidad posee rasgos de rutina establecidos–, cuando toda esta rutina significa en gran medida el dominio de un modo de entender el tiempo, un tiempo según Cronos que todo lo envuelve con su inercia y ese tono de lo repetitivo, de lo ya visto. Se habla incluso de síndromes postvacacionales originados por la vuelta a la vida ordenada y que tan ajena resulta para muchas personas.

En gran medida el escritor Raymond Carver y el pintor Edward Hopper reflejan en sus obras esta atmósfera septembrina. No siempre se establece un espacio temporal en los relatos del primero o en los cuadros del segundo, pero sus escenas podrían ocurrir perfectamente en septiembre, ese mes tan extraño en cuanto a sentimientos y emociones. Se dejan atrás muchas posibilidades, muchas de ellas no cumplidas o frustradas, desalentadoras al final.

Claro que es en septiembre cuando se anuncian nuevas perspectivas, cuántas veces se han anunciado otoños calientes en lo social, en lo político, sin embargo tales anuncios resultan la mayoría de las veces anodinos porque luego todo queda en nada, no los ha habido al final, todo se desenvuelve con la normalidad de siempre, y cuando ha habido cierta tensión, ésta se ha conseguido canalizar y se ha vuelto al redil, como si en septiembre ya se hubiese anunciado la imposibilidad de ningún cambio o, menos aún, de cualquier revolución. Pocos acontecimientos trascendentales se han producido en septiembre, como si este mes de transición fuera inhábil para la historia.

Quizá ello sea así por confiar demasiado en lo exterior, en agentes externos que inciden, y creemos que tal vez salven, nuestra cotidianidad, tal vez tuviéramos que invertir el proceso, buscar más en nosotros mismos y cambiar los esquemas y las perspectivas con las que nos movemos, aunque puede que ésta sea una explicación de manual de autoayuda, demasiado new age, cuando no todo depende de nosotros mismos pues estamos al fin y al cabo sujetos por miles de vínculos que nos atan a los demás y a los esquemas de la realidad material. No siempre querer es poder, es evidente para quien se atreve a avanzar en sus proyectos, no lo es tal como nos lo repiten con frecuencia, hasta la saciedad, tal vez con intención de culpabilizarnos todavía más del fracaso y de la impotencia ante la vida.

El director de cine Jaime Rosales recoge en gran medida este elemento invisible que mueve los hilos de nuestra cotidianidad. Incluso lo más hiriente y doliente de la existencia se incorpora a la rutina y lo asumimos como parte de la misma, sin grandes aspavientos, sin ni siquiera elevar preguntas al destino con que intentamos retar la trascendencia de los hechos.

Es un cine, el suyo, en el que parece que no pasa nada. O pasa la vida tal cual es, asistimos en sus películas a los hechos como se suceden en nuestra propia vida, un minimalismo que nos conduce al recuerdo de lo que somos, ese lento pasar de las horas que, sin embargo, en su conjunto, las horas ligadas unas a otras conformando el tiempo crónico, se suceden demasiado deprisa, sin apenas darnos cuenta y sin percibir apenas lo que sucede durante su transcurso.

En un breve relato de Gonzalo de Berceo un monje sale al jardín del monasterio y contempla el espectáculo de la naturaleza, pierde la noción del tiempo según Cronos, un tiempo no apto para la mística ni para la contemplación de la belleza, y se introduce en otro concepto de tiempo que los griegos supieron diferenciar, el tiempo de Aión, y cuando el monje regresa al monasterio nadie lo reconoce porque han pasado muchos años en ese ínterin y apenas queda el recuerdo de su nombre. Es una anécdota que se repite en otros relatos de otros lugares y otras épocas. Se trata de un juego del tiempo por medio de la palabra, que engaña nuestra percepción y los sentidos, como ocurre también con uno de los cuentos del Conde Lucanor, en la historia del deán quien, entre la solicitud demandada y la comida que trae la criada, ve transcurrir todo el futuro, con sus falsas ilusiones y sus promesas falaces.

Quizá haya toda una batalla por el dominio del tiempo o por la concepción de su paso. Al fin y al cabo, la organización del tiempo a su vez tiene que ver con un modelo de producción y por tanto es objeto de valor y de cambio –suele decirse, de hecho, que el tiempo es oro– y septiembre nos devuelve tal concepción, tras un verano que apenas nos proyecta un espejismo en el sentir del tiempo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario