Decía Miguel de Unamuno que
cualquier ciudadano español o portugués que se pretendiera medianamente culto
debería hablar el idioma del país vecino y una cualquiera de las otras lenguas
peninsulares. Uno de sus libros, Por
tierras de Portugal y España, recopila varios artículos en los que
transmite sus impresiones sobre los rincones de la Península que va visitando y
cómo forja de esa manera un patriotismo que no es tópico ni estereotipado, sino
que nace de tales visitas y de la curiosidad por contemplar los dos países, de
conocer sus paisajes y sus gentes.
Ni que decir tiene que
tal deseo de recorrer los rincones peninsulares y de contemplar los paisajes
procede del romanticismo decimonónico que hizo de la contemplación de la
naturaleza uno de sus rasgos propios, pero también posee la influencia de un cierto
iberismo que se había acentuado a lo largo del siglo XIX, un iberismo con
toques la mayoría de las veces progresistas.
El iberismo del siglo XIX
nada tiene que ver con ese periodo de sesenta años en los que España y Portugal
estuvieron unidos bajo la Casa de Austria. Hay que tener en cuenta que ésta fue
una unión real, esto es, bajo un mismo rey, sin que eso significara una unificación
institucional y legal, algo que ni siquiera España tenía. En todo caso, las
poblaciones respectivas en nada incidieron para potenciar esta unión, bastante
tenía buena parte de las mismas con sobrevivir en el día a día. Ese iberismo
decimonónico, defendido por círculos politizados e intelectuales, tuvo bases
progresistas, republicanas, confederalistas e incluso proudhonianas.
Proudhon aún influía
mucho en el pensamiento de Antero de Quental cuando el 27 de mayo de 1871, en el
marco de las Conferencias del Casino Lisboeta, dio una conferencia bajo el
título «Causas da Decadência dos Povos
Peninsulares nos últimos três séculos» e influye también en Pi i Margall,
que apenas unos poquísimos años después sería presidente de la Primera
República española. Menos proudhoniano pero no menos progresista fueron otros iberistas de la época, como Rafael María
de Labra Cadrana, liberal –nada que ver con la acepción que se da hoy al
concepto de liberal–, quien consiguió nada menos que la abolición de la esclavitud
–dudo mucho que los actuales liberales pusieran el más mínimo ímpetu por tal
causa, si existiera hoy la esclavitud–, en todo caso apenas cuajó el iberismo
ni en España ni en Portugal, y cuando Unamuno escribía sus artículos ya el
iberismo era apenas una causa medio olvidada.
Una imagen que suele
darse en España sobre las relaciones entre los dos países es la de dos países
que se dan mutuamente la espalda, aunque a decir verdad es la sociedad española
la que ignora lo que ocurre al otro lado de la raya, en Portugal se conoce
mejor lo que sucede en este lado y no habría más que saber, siguiendo a Unamuno,
los índices de conocimiento del idioma vecino en cada uno de los dos países
para darse cuenta de la diferencia, y eso que el portugués ha despertado un
mayor interés en los últimos años en España, más allá de las zonas de frontera.
Es que el español es el segundo idioma más hablado del mundo, afirmarán algunos
para explicar tal diferencia, claro que el portugués es el sexto, algo de lo
que no se es consciente muchas veces.
España desconoce
Portugal, incluso hay una mirada vagamente despreciativa, más propia de esa
actitud retrógrada de despreciar lo que se ignora. Apenas hay información sobre
Portugal en la prensa española, incluso desaparece este país de los mapas del
tiempo españoles, como por arte de birbilirboque, y eso que de pronto pueda
parecer que Portugal está de moda en España y aumentan los viajes al país
vecino y se haya hablado mucho del modelo portugués de estabilidad política a
raíz de los encontronazos españoles para formar gobierno, y no sólo ha habido
referencias a este país en este debate político, sino que se le ha puesto como
ejemplo frente al estancamiento español.
A pesar de todo esto, las
elecciones portuguesas recién celebradas han vuelto a pasar desapercibidas,
apenas han aparecido en los medios de comunicación españoles, aunque ya sea
algo que por lo menos aparezcan, por fin. Puede que en esta ocasión lo que haya
es cierta envidia por la estabilidad que muestra Portugal frente al caos
institucional y social que existe en España, una misma envidia que pudieron
tener en su momento buena parte de la oposición española al ver como por fin
Portugal se sacaba de encima la dictadura en el 74 de un modo rotundo, sin
necesidad de complicados acuerdos ni de colocar decorados varios.
Envidia, al fin, de un
país que parte de un poeta para establecer su día nacional, el 10 de junio como
homenaje a Camões y a las comunidades del mundo que hablan portugués, sin
necesidad de acudir a sus gestas imperiales, que también las tuvo.
Apenas persiste hogaño el
iberismo de antaño. Las cosas hoy van por otro derrotero y tal vez sea mejor
que empiecen a leerse a los escritores portugueses en España para que por fin
las relaciones entre ambos países vayan por esos otros derroteros, sin duda mucho
más sanos y cordiales. Aunque cabe que todo esto no sea más que un efecto
postelectoral de lunes por la mañana.
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