lunes, 29 de abril de 2019

De silencios y olvidos


En el documental El silencio de otros se destaca que el silencio es un efecto de la represión y del miedo –el miedo como instrumento extraordinario del poder–, un silencio que no busca reflexión, sino al contrario, olvido, y que es intergeneracional, los padres que vivieron la guerra, pero sobre todo la posguerra, no les hablaban a los hijos de su derrota, y estos a su vez no podían transmitir a los suyos esa información de lo ocurrido, de la historia real.

De este modo, se rompe la necesaria relación entre las generaciones y cada generación tiene que empezar de cero. En España, además, la transición le dio carta de naturaleza al silencio, lo oficializó. El pacto entre los renovadores del Estado –cambiarlo todo con el menor coste posible para los ejercientes del poder o, Lampedusa dixit en boca del Príncipe de Salina, cambiarlo todo para no cambiar nada– y las principales fuerzas de la oposición se basó en el silencio, en no recordar, en hacer tabla rasa, de este modo sólo mucho después de culminada la transición, con una democracia representativa más o menos estable, descubrimos que España es el segundo país del mundo, después de Camboya, con más desaparecidos y muertos en cunetas. Ante esto, ¿qué hacer? A estas alturas, es complicado ya procesos de justicia o de reparación, se trata más bien, como alguien afirma en el documental citado, de saber dónde están los desaparecidos, recuperar su memoria, enterrar cada cual a los suyos, sin estridencias ni aspavientos, algo que, a pesar de lo fácil que pudiera parecer, no lo es tanto por algo que se nos escapa.

El silencio, no obstante, no fue patrimonio de España, lo es de todo autoritarismo. El silencio o la apariencia de silencio más bien fue lo que tuvo la Alemania nazi, el desconocimiento pretendido del no lo sabíamos, todo el mundo decía ignorar lo que ocurría en los campos de concentración, como si no hubieran visto antes la persecución de los judíos, su marginación, concentración y traslado a los campos de la muerte, como si no conocieran las bases supremacistas en que se basaba el nazismo, como si todo eso les fuera ajeno y el ciudadano corriente se limitase al fin y al cabo a cumplir las leyes. Es la banalidad del mal, que llamó Hannah Arendt, con ese mismo mecanismo basado en el silencio que rodea hoy a las muertes del Mediterráneo, amparado todo lo más en un bueno, sí, es dramático, pero hay que regular la extranjería, cuando no hablamos de eso, sino de una sangría en vidas humanas ante lo que no se hace nada e incluso se ponen obstáculos a los barcos que pretenden un mínimo salvamento, tal vez porque esta actitud conlleva romper el obligado silencio. Da miedo que también las democracias busquen, como el fascismo o el nazismo, el silencio ante los hechos, que se vaya más allá de la imposibilidad del heroísmo –no podemos hacer nada, no podemos enfrentarnos–, que no se hable, no se diga nada.

Pero el silencio, ese silencio forzado que busca el olvido, lo emplean también quienes pretenden un mundo mejor. Tantos muertos en nombre de Dios, incluso ahora, un Dios de amor que se sustenta en organizaciones humanas que han acabado por ser genocidas, represoras, mutiladoras de cuerpos y pensamientos, que persiguen el olvido de toda disidencia y de paso del sentido del mensaje propio. E incluso ocurre con las ideologías de la emancipación, la transformación socialista de la sociedad, ese pretendido mundo nuevo que ha acabado siendo «un universo lleno de espacios vacíos y de silencio», como afirma Fernando Palazuelos en Llamadme Ẑula (editorial Txertoa), una reflexión acerca del poder, la palabra y la actitud ante la vida y la sociedad en el marco del socialismo real. Stalin y sus sucesores impusieron el silencio, a sangre y fuego como se supo muy bien en España, donde se aplastó al POUM por haber denunciado, desde la izquierda transformadora, los procesos de Moscú, y por tal delito, por esa denuncia, se condenó al POUM también al silencio, al olvido, doblemente olvidado por su doble condición de derrotados de la guerra y víctimas del estalinismo. Manuel Vázquez Montalbán lo refleja de un modo rotundo en El pianista.

Da la sensación de que es un mecanismo contra el cual nada se puede hacer. Da igual que se parta de posiciones positivas, emancipatorias, de justicia o de complicidades, o que se establezcan reglas institucionales de convivencia, al final, de un modo u otro, se imponen los miedos, los silencios, la apatía y la dejadez, todo entonces vuelve a funcionar de la peor forma para los individuos. Individuos que, a su vez, son –somos– responsables de tal desaguisado. No llegamos a ser héroes, pero a veces ni siquiera llegamos a romper el molde de silencio que se nos impone, que nos imponemos, aun cuando lo rodeemos ahora de un exceso de ruido, incapaces de luchar contra nosotros mismo, aterrorizados incluso, como Lancelot, de luchar contra sí mismo en una noche de luna llena.    

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