En el documental El silencio de otros se destaca que el
silencio es un efecto de la represión y del miedo –el miedo como instrumento
extraordinario del poder–, un silencio que no busca reflexión, sino al
contrario, olvido, y que es intergeneracional, los padres que vivieron la
guerra, pero sobre todo la posguerra, no les hablaban a los hijos de su derrota,
y estos a su vez no podían transmitir a los suyos esa información de lo ocurrido,
de la historia real.
De este modo, se rompe la
necesaria relación entre las generaciones y cada generación tiene que empezar
de cero. En España, además, la transición le dio carta de naturaleza al
silencio, lo oficializó. El pacto entre los renovadores del Estado –cambiarlo todo
con el menor coste posible para los ejercientes del poder o, Lampedusa dixit en boca del Príncipe de Salina,
cambiarlo todo para no cambiar nada– y las principales fuerzas de la oposición
se basó en el silencio, en no recordar, en hacer tabla rasa, de este modo sólo
mucho después de culminada la transición, con una democracia representativa más
o menos estable, descubrimos que España es el segundo país del mundo, después
de Camboya, con más desaparecidos y muertos en cunetas. Ante esto, ¿qué hacer?
A estas alturas, es complicado ya procesos de justicia o de reparación, se
trata más bien, como alguien afirma en el documental citado, de saber dónde
están los desaparecidos, recuperar su memoria, enterrar cada cual a los suyos,
sin estridencias ni aspavientos, algo que, a pesar de lo fácil que pudiera
parecer, no lo es tanto por algo que se nos escapa.
El silencio, no obstante,
no fue patrimonio de España, lo es de todo autoritarismo. El silencio o la
apariencia de silencio más bien fue lo que tuvo la Alemania nazi, el desconocimiento
pretendido del no lo sabíamos, todo
el mundo decía ignorar lo que ocurría en los campos de concentración, como si
no hubieran visto antes la persecución de los judíos, su marginación,
concentración y traslado a los campos de la muerte, como si no conocieran las
bases supremacistas en que se basaba el nazismo, como si todo eso les fuera
ajeno y el ciudadano corriente se limitase al fin y al cabo a cumplir las leyes.
Es la banalidad del mal, que llamó Hannah Arendt, con ese mismo mecanismo
basado en el silencio que rodea hoy a las muertes del Mediterráneo, amparado
todo lo más en un bueno, sí, es
dramático, pero hay que regular la extranjería, cuando no hablamos de eso,
sino de una sangría en vidas humanas ante lo que no se hace nada e incluso se
ponen obstáculos a los barcos que pretenden un mínimo salvamento, tal vez
porque esta actitud conlleva romper el obligado silencio. Da miedo que también
las democracias busquen, como el fascismo o el nazismo, el silencio ante los
hechos, que se vaya más allá de la imposibilidad del heroísmo –no podemos hacer
nada, no podemos enfrentarnos–, que no se hable, no se diga nada.
Pero el silencio, ese
silencio forzado que busca el olvido, lo emplean también quienes pretenden un
mundo mejor. Tantos muertos en nombre de Dios, incluso ahora, un Dios de amor
que se sustenta en organizaciones humanas que han acabado por ser genocidas,
represoras, mutiladoras de cuerpos y pensamientos, que persiguen el olvido de
toda disidencia y de paso del sentido del mensaje propio. E incluso ocurre con las
ideologías de la emancipación, la transformación socialista de la sociedad, ese
pretendido mundo nuevo que ha acabado siendo «un universo lleno de espacios vacíos y de silencio», como afirma
Fernando Palazuelos en Llamadme Ẑula
(editorial Txertoa), una reflexión acerca del poder, la palabra y la actitud
ante la vida y la sociedad en el marco del socialismo real. Stalin y sus
sucesores impusieron el silencio, a sangre y fuego como se supo muy bien en
España, donde se aplastó al POUM por haber denunciado, desde la izquierda
transformadora, los procesos de Moscú, y por tal delito, por esa denuncia, se
condenó al POUM también al silencio, al olvido, doblemente olvidado por su
doble condición de derrotados de la guerra y víctimas del estalinismo. Manuel
Vázquez Montalbán lo refleja de un modo rotundo en El pianista.
Da la sensación de que es
un mecanismo contra el cual nada se puede hacer. Da igual que se parta de
posiciones positivas, emancipatorias, de justicia o de complicidades, o que se
establezcan reglas institucionales de convivencia, al final, de un modo u otro,
se imponen los miedos, los silencios, la apatía y la dejadez, todo entonces
vuelve a funcionar de la peor forma para los individuos. Individuos que, a su
vez, son –somos– responsables de tal desaguisado. No llegamos a ser héroes,
pero a veces ni siquiera llegamos a romper el molde de silencio que se nos
impone, que nos imponemos, aun cuando lo rodeemos ahora de un exceso de ruido,
incapaces de luchar contra nosotros mismo, aterrorizados incluso, como
Lancelot, de luchar contra sí mismo en una noche de luna llena.
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