Coincide el incendio de
Notre Dame con mi lectura de la novela Banderizos,
de José Manuel Aparicio, y una inevitable reflexión sobre el tópico que nos
envuelve muchas veces acerca de la Edad Media como época sombría. Fue una idea
que surge en el Renacimiento, como forma de rechazo a lo anterior, tal vez una
forma de autoafirmación, de matar al padre para sentirse diferentes, pero
se impuso esa percepción y el romanticismo posterior lo aumentó todavía más,
hasta el punto de estar hoy atrapados por esa visión negativa que, no obstante,
resulta a todas luces injusta, además de incorrecta: la Edad Media comprende
demasiados siglos como para poder resumirlo todo en una mera imagen obscura y
tenebrosa repleta de violencia, crueldad y fanatismo. Al fin y al cabo, la
catedral de Paris se levantó en aquella época, en plena Edad Media, se empieza
a construir en 1163 y un siglo después ya está su base establecida. Plena era
de las catedrales, éstas no son sólo la consecuencia de un salto enorme en lo
arquitectónico y artístico, hay también tras ellas un debate intenso,
apasionado a veces, sobre la vida, el sentido de la existencia, lo colectivo y
el poder.
No está exento, es verdad, ese periodo de
violencia y de crisis. Pero, ¿qué época no lo está?¿Podemos mantener esa mirada
altiva hacia los siglos medievales cuando apenas hemos salido, sin dejar Europa, del genocidio nazi, el baño de sangre de la guerra civil en España, la
desmesura del estalinismo, la guerra de Yugoslavia, los barrios separados por
las alambradas y el odio en el Ulster o acaso no vivimos en plena indiferencia ante un
Mediterráneo convertido en cementerio marino?
El desasosiego repentino
por ese incendio tiene mucho de lamento colectivo y de desaliento compartido
que es el reflejo de los miedos sociales ante lo que somos o podemos dejar de
ser. Se quema Notre Dame y de pronto nos sentimos diferentes, Paris pierde un
rasgo esencial, una efigie representativa que va más allá de lo físico, es algo
simbólico y mental. Nos seguimos por ello moviendo por patrones que
consideramos –y los desdeñamos sin saber que los seguimos sintiendo– medievales.
Las catedrales se levantaron en parte para dar seguridad a las nacientes
ciudades, su grandeza física buscaba dar seguridad y amparo a la comunidad que
crecía a su alrededor, se convierten en el centro de la vida colectiva. Pero
también hay una lucha de poder, por el poder. La caída del Imperio Romano supuso
en gran medida la desmembración política de Europa, surge en muchos lugares un
feudalismo que conlleva la falta de un poder centralizado y pronto surgirán
intentos por cambiar esta situación, por construir nuevas realidades políticas
y la Iglesia –la Iglesia como institución– va a participar en este juego
político. Si la construcción de las Catedrales busca la seguridad, su destrucción,
lo hemos visto ahora, inquieta, perturba y desalienta. Es una misma lógica, sin duda.
La novela Banderizos refleja de manera bien clara, en un pequeño
escenario, el de las Encartaciones, esa lucha por construir algo que va a ser,
con el tiempo, otra cosa. El enfrentamiento entre las huestes de Salazar y las
de Velasco es la versión local de las luchas banderizas en gran parte del
territorio vasco entre gamboínos y oñacinos, que a su vez son el reflejo de
algo mayor, de algo que recorre toda Europa, una lucha por imponer modelos
sociales y económicos, pero también por establecer las lógicas de la vida. Hay
mucha violencia en la historia, es verdad, una violencia que sin duda existió
en aquella realidad, no es gratuita, la sabe insertar su autor con la normalidad con que se vivió, aunque hoy nos sigamos deleitando en el tópico. Pero es un problema del lector como receptor de las visiones de época. Claro que el propio autor cede ante ello en un momento dado, «La Baja Edad Media fue una
época de crisis económica y social en gran parte de Europa», afirma en su
nota al lector, pero ¿qué época no lo fue? Su novela va desgranando, no
obstante, algunas de las particularidades del momento. Es imposible no sentirse,
cuando uno recorre las calles silenciosas del casco viejo de Portugalete, parte
de esa historia, la de ficción de José Manuel Aparicio, o la real en la que se
basa, como si al final el tiempo no transcurriera de forma lineal, como
creemos, sino que se acumula y nos rodea en cada uno de nuestros instantes,
estamos sumergidos por el presente, pero siguen sucediendo los mismos hechos del pasado,
las mismas conversaciones, una y otra vez. El autor consigue que el lector
intervenga en lo narrado no sólo como un testigo al margen, sino que se halla
presente, muy presente, lo que no es poca cosa y desde luego se le agradece.
No es baladí recordar que
cuando suceden los hechos de la novela, Notre Dame ya está construida, esa
misma catedral que ahora hemos visto arder y que, dicen, va a ser de nuevo
levantada, con un fervor y clamor colectivos no muy diferente al de las épocas de las que hablamos.
Los hombres y mujeres que vivieron en lo que
llamamos Edad Media no eran conscientes de la época, como no lo somos nosotros,
aun cuando vivimos más determinados por la historia, tenemos una mayor
conciencia del tiempo, aunque es el tiempo de Cronos el que se ha impuesto, no el
de Aión o el de Kairós. Ha sido una opción, en mi opinión no la más afortunada,
con su linealidad y su reglamentación excesiva. También con sus tópicos, la
linealidad requiere rechazar lo anterior, llenar de tópicos los ayeres, los de
esa Edad Media que es también la era de las sagas artúricas, la de las cantigas
galaicoportuguesas y las jarchas, el Libro del Buen Amor –todo un monumento,
por cierto, construido con la mentalidad y la sátira del momento– y las gestas,
la juglaría y la clerecía.
Es una época que está
presente, muy presente, pese a todo y sobre todo a imágenes manidas. Hace un
tiempo, en un concierto renacentista de una coral en la Basílica de Santa
María, en Portugalete, quien presentaba y guiaba el acto lo iniciaba cayendo en
esos mismos tópicos de la Edad Media, época tenebrosa, decía, para luego, al
desgranar los cantos, caer en la contradicción, sin duda no consciente, de
remitirnos a las raíces medievales de los mismos. Sin ver que lo que llamamos
Edad Media es también nuestra época.
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