A la entrada de Sestao,
cuando se circula desde Barakaldo por la carretera vieja, la que bordea la ría,
en una pared junto a una fábrica, en el lado derecho de la ruta, hay una pintada
solitaria de un grupo político de izquierdas que reza: «Euskadi, ejemplo de
lucha obrera». La carretera continúa en paralelo al Nervión. Aún hay algunas
empresas ubicadas en la Margen Izquierda, aunque apenas es lo que fue hace ya
varios lustros, cuando a ambos lados de la ría se concentraba parte importante
de la industria del hierro vasca: los Altos Hornos, algún que otro astillero y
varias empresas que prestaban servicio a esa potente industria.
Todo aquello se desbarató
durante los ochenta, tras unos años de crisis profunda, despidos masivos y reconversión.
Afectó a todo el País Vasco, en unos momentos de tensión política y
coincidiendo con la transición española. No fueron tiempos fáciles en el norte.
La crisis pegó fuerte, la clase trabajadora sufría condiciones de vida cada vez
más nefastas, con sueldos que no alcanzaban para soportar la alta inflación,
tras años de relativa bonanza en los cincuenta y sesenta, de recuperación tras
una posguerra complicada y con un Estado paternalista en lo social, aunque desde
luego del lado del empresariado. Y sí, la respuesta obrera a aquel estado de
cosas fue amplio y combativo, como estaba ocurriendo en otras partes del
Estado, aunque la coincidencia con el conflicto nacional, con lucha armada de por
medio, añadía altas dosis de nerviosismo a una transición que no fue ni de
lejos pacífica, ni tan modélica como a veces nos han querido mostrar.
Hoy se cuestiona en gran
medida esta interpretación ejemplarizante de aquellos años setenta y ochenta,
al terrorismo de ETA hubo que añadir la acción de la extrema derecha que golpeó
con dureza –abogados de Atocha, el asesinato de Yolanda González, entre otros-
y a una actuación policial que a veces fue excesiva y cuyo resultado estuvo y
está cuanto menos cuestionada. Lo sucesos de Vitoria, a principios de marzo de
1976, fue en gran medida uno de los principales puntos álgidos de un momento de
enorme tensión. Las huelgas masivas en las industrias alavesas, a las que se
unieron el comercio y la enseñanza, puso incluso en entredicho un modelo
sindical que empezaba a despuntar: pactista, de representación y de
sometimiento a directrices políticas más interesadas en afianzar la transición
que en defender los intereses obreros.
El 3 de marzo de aquel
año una asamblea en la Iglesia de San Francisco de Vitoria, en la que se tenía
que decidir la continuidad de las huelgas y los procesos de lucha, fue disuelta
por la policía que introdujo gases de humos en el edificio mientras disparaba a
los manifestantes que se concentraban en la zona. Cinco trabajadores resultaron
muertos. Nadie pudo justificar una acción policial tan cruenta, pero tampoco
nadie asumió la responsabilidad de una serie de decisiones que a todas luces conllevó
una violencia desatada y la muerte de cinco personas, además de un sinfín de
heridos.
El pasado 1º de Mayo, sin duda una fecha bien
escogida, se estrenaba la película Vitoria:
3 de Marzo, dirigida por Víctor Cabaco y con guion de Héctor Amado y Juan Ibarrondo.
En ella, entre la ficción y el documentalismo, se narran unos hechos que pasan
ante los ojos de una familia cuyos miembros son testigos no sólo de los
acontecimientos, sino de un estado de ánimo que sin duda dominó la ciudad y
todo el país. La hija, Begoña, interpretada por Amaia Aberasturi, vive con
pasión política la posibilidad de asaltar los cielos y transformar la sociedad,
participa en las manifestaciones, distribuye propaganda y acompaña a Mikel,
interpretado por Mikel Iglesias, un joven obrero y sindicalista que se encuadra
en el ala más asamblearia y radical de las movilizaciones. Sus padres contemplan,
al mismo tiempo, toda esa realidad no sin temor, fruto de años de dictadura, y
con contradicciones latentes en todo momento. El padre, José Luís, interpretado
por Alberto Berzal, es un periodista que no simpatiza en absoluto con el poder
ni con quienes lo ocupan, pero en su momento renunció a buena parte de sus
ideales y se enfrenta en ese instante a unas decisiones con las que no está de
acuerdo, pero que acata por la falta de alternativas sociales y personales,
mientras que la madre, Ana, interpretada por Ruth Díaz, vive en un estado de
renuncias por su condición de mujer ante las que parece rebelarse a veces, sin
que acabe de situarse.
La película refleja las
contradicciones que hubo en ambos lados: las divisiones entre concepciones políticas
enfrentadas, vanguardismo clásico frente a asamblearismo, en el lado de los
trabajadores, y divisiones en el campo del poder entre quienes defendían una
negociación y un aperturismo para no cambiar lo esencial, muy al estilo del
Príncipe de Salina en El Gatopardo,
cambiarlo todo para no cambiar nada, frente a un sector que anteponía sobre
todas las cosas sus propios intereses y una acción dura frente a reivindicaciones
obreras que ponía en peligro el orden establecido.
A todas luces se trata de
una cinta interesante con que se intenta recuperar parte de esa memoria de la
historia reciente del país, pero su singularidad radica también en que trata de
mostrar esa historia reciente desde la perspectiva de la clase trabajadora, en
la línea de Joaquín Jordà y sus documentales
Numax Presenta (1980) y Veinte años
no es nada (2004). No hay que olvidar que en la actualidad toda esa cultura
obrera parece haberse diluido en España, sociedad que se pretende absolutamente
de clase media, pero que posee unas bolsas de pobreza enormes –cuarenta por
ciento de la población en índices por debajo de la media– y una precariedad
laboral y vital que se han traducido en desahucios y otros problemas graves.
Llama la atención, en este sentido, que muchas de las reivindicaciones
salariales y sociales reflejadas en la película, reales en 1976, podrían ser
hoy de nuevo reclamadas si hubiese un movimiento sindical ni la mitad de
exigente de lo que fue el movimiento obrero en aquel momento, de hecho casi las
mismas exigencias surgieron en las movilizaciones del 15M, que este año ni
siquiera ha sido objeto de conmemoración. Lo cual indica muchas cosas.
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