Siguiendo con el tema de
este pasado reciente que en España centra bastante el debate público actual,
hay que decir que no es sólo cosa de España, sino que en mayor o menor medida
en todos los países, incluido los europeos, entre ellos los de más amplia tradición
democrática, se han tenido en algún que otro momento que enfrentar a sus
fantasmas y ajustar cuentas o por lo menos establecer un reconocimiento de un
pasado nada pacífico y mucho menos cómodo. No son pocas las veces que las
asociaciones de memoria alegan que lo que ocurre en España no ocurre en
Alemania o en Italia, por ejemplo, ni siquiera en Portugal, donde no hay
fundaciones que recuerden a los respectivos dictadores, y es cierto, pero lo es
por una diferencia a todas luces sustancial: en esos países hubo procesos de
ruptura, ya sea por vía de una derrota bélica rotunda, ya sea por procesos
políticos que rompieron el marco político dictatorial. Lo mismo se puede
aplicar a los regímenes estalinistas del Este europeo, que desaparecieron de la
noche a la mañana, aun cuando en algunos casos los jerarcas y burócratas
estalinistas supieron y pudieron amoldarse a los nuevos tiempos.
Claro que ha habido
algunos casos en Europa en los que el proceso de memoria o rehabilitación del
pasado no ha sido tan fácil y ha tenido que pasar muchos años para que algunas
cuestiones salieran a la luz. Francia, por ejemplo, ha sido uno de estos casos y
hablar del Gobierno de Vichy –el régimen de Vichy–, instaurado por el mariscal
Pétain, no fue cómodo por esos estrechos lazos con el nazismo que entrañó una
colaboración criminal, ignominiosa para la cuna de la declaración de derechos. Incluso
es un tema incómodo en la principal fuerza de extrema derecha francesa. Porque
hubo un gobierno de Vichy que colaboró con los nazis y hubo también una
sociedad que no tuvo problemas en asumir algunas medidas que afectaron a miles
de ciudadanos franceses judíos o en menor medida gitanos, aunque el número de
afectados no le quite tampoco trascendencia a otros genocidios.
En 2010 la directora de
cine y documentalista Roselyn Bosch, hija por cierto de un anarquista español
refugiado en Francia, presentaba su película La Rafle (La Redada) en
la que narra la operación llevada a cabo en 1942 por la gendarmería francesa,
en colaboración con el ejército alemán, de arresto, detención, concentración y
envío a campos de exterminio en el este de Europa de judíos franceses. La
pretensión inicial era detener a 27 391 personas, se arrestaron al final a 13
152. Hubo, en efecto, actos de rechazo, de resistencia o de protesta por parte
de la sociedad civil, incluso por parte de algunos miembros de la gendarmería –cuerpo
militar, recuérdese, por ello con un sistema disciplinario más severo y
jerárquico–, con gestos de inacción que ayudaron en algunas fugas, pero también
hubo apoyos claro a ese antisemitismo velado que recuerda al caso Dreyfus,
ocurrido cuarenta y cinco años antes. La decisión de esa redada supuso un
sometimiento consciente a la política nazi, un ejemplo más de un gobierno que
atentaba contra el discurso francés republicano y de ciudadanía más tradicional.
Tras la guerra se tomaron
medidas contra algunos colaboracionistas, siendo uno de los casos más
destacados el de Louis-Ferdinand Céline, escritor que también expresó
claramente sus posiciones antisemitas, pero en general se intentó menguar la
acción de la Francia colaboracionista, desde luego no mayoritaria en la
sociedad, pero muy influyente en sectores del poder. Ha costado bastante, en
todo caso, poder reflejar esa situación en Francia, de allí que se pueda
entender hasta cierto punto que en España la cuestión de la memoria, pero sobre
todo de las víctimas de fusilamientos masivos o de la represión del franquismo,
no se haya desarrollado tampoco con la normalidad deseada y se pueda
rehabilitar por lo menos a quienes los sufrieron. No es fácil cuando lo que
hubo en los años setenta fue una transición, más bien una recomposición del
Estado, en la que se cambiaba por completo el modelo político sin tocar muchas
de sus estructuras, de allí que el reclamo de rehabilitación de los condenados,
fusilados y represaliados bajo el franquismo se tome como venganza contra
quienes ejercieron la represión y que nunca fueron sancionados por ello.
Este estado de cosas en
España queda reflejado en el documental El
Silencio de otros, realizado el año pasado por Almudena Carracedo y
Robert Bahar, que muestra bien a las claras los constantes obstáculos, incluso
administrativos, para avanzar en la cuestión de dar nombre a los sin nombres. Se
optó por el silencio, un silencio que se transmite generación tras generación. Se
ha asumido respecto al Estado de entonces que no se le derrotó, que se
establecieron bases nuevas con los mimbres de esa época tan larga, pero clama
al cielo que el silencio sea siempre el de los otros, aun cuando ciertas cosas
no merecerían tanto ruido, por ejemplo que cada cual pueda dar sepultura a sus
muertos, a sus lamentos.
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