lunes, 5 de junio de 2017

El frágil horror

El pasado 24 de mayo se realizó en el puerto de Santurce un acto de homenaje y recuerdo de aquellos niños de la guerra que ochenta años atrás salieron de la localidad vizcaína hacia Gran Bretaña o hacia la URSS. El representante del Gobierno vasco, Josu Erkoreka, afirmó que aquellos niños, algunos de ellos presentes, ya ancianos, en la conmemoración, sufrieron un «episodio duro y dramático» y abogó por «un mañana mejor y más justo» en el que no haya ni «ni guerras ni personas refugiadas». Vicente Cañada, uno de aquellos niños que embarcó en Santurce, fue más concreto y se refirió a los refugiados de hoy, en particular a los sirios, que viven una situación parecida. «Nosotros estuvimos en tal situación ─afirmó─ y creo que debemos solidaridad a estas personas. España no sé si cumple con esa solidaridad, pero debería ser así».

Hay imágenes de toda aquella oleada de refugiados españoles en Europa y en América Latina, miles de personas que huyeron de la violencia de la guerra y también, después, de una represión que amenazó las vidas de muchas personas. A los pocos meses de acabada la guerra civil, comenzó la segunda guerra mundial, que también produjo miles de desplazados. Sin embargo, aquellos primeros refugiados españoles, al igual que hoy los sirios, sufrieron también en muchos casos una política insolidaria en Europa, no así en América Latina, con centros de internamiento en condiciones penosas que nos vienen a la memoria cuando contemplamos los mismos centros en Grecia o en Turquía. Es como si la historia estuviese condenada a repetirse una y otra vez. Y hasta puede que los argumentos de entonces para tanta ignominia se parezcan a los que se lanzan hoy con idéntica e interesada parsimonia.

Sin duda, si queremos conocer en la medida de lo posible, nosotros que no somos refugiados ni nuestras vidas están tan directamente amenazadas, lo que sintieron aquellos españoles que salieron con lo puesto, podríamos preguntarles a los sirios de hoy, a los sudaneses, a los kurdos, a los ciudadanos que han de buscar asilo al escapar de todos los conflictos armados o de las dictaduras que en el mundo hay. Existe una línea invisible que liga a todos esos hombres y mujeres. No obstante, aun cuando las experiencias sean similares, también es cierto que cada caso es particular, único, intransferible, a pesar de los paralelismos y las afinidades.

Como lo son las experiencias de las víctimas de las guerras, la de los concentrados en los campos de concentración nazis, por ejemplo, sean judíos, gitanos o perseguidos de cualquier etnia o ideología. Todas esas víctimas sufrieron un mismo horror, pero cada horror, con toda su crueldad, es diferente. No se trata de buscar quien sufrió más y quien sufrió menos, el sufrimiento no admite gradaciones, hay una base común para todos, pero luego están los detalles, detalles que convierten cada experiencia en única, lo que comporta que el ejercicio de la memoria sea tan importante, sobre todo cuando un conflicto, como hoy el de Colombia, con su propia oleada de desplazados y de muertos, parece dar a su fin.

En este sentido, la literatura permite una aproximación singular, permite expresar esa infrahistoria de la que hablaba Unamuno, esa franja que está por debajo de la Historia y que permite contemplar la realidad, a veces con más precisión y crudeza que los grandes tratados. El escritor italiano Primo Levi escribió buena parte de su obra rememorando esa experiencia de los campos de concentración que él conoció y a la que nos traslada en sus relatos.

Pero lo más tremendo que uno descubre entre líneas en su obra es la aparente cotidianidad, en su sentido de normalidad, con que se vivió todo ese horror. Los relatos cortos de Pretérito Perfecto, reunidos en español en el volumen de la editorial Península con el título Lilit y otros relatos, muestran la tragedia de un modo que aparenta naturalidad, algunas de las historias nos parecen incluso afables, aunque a poco que entrelineemos nos damos cuenta de lo que hay detrás. Y lo que hay es el riesgo de banalizar el mal, de lo que tanto hablaría Hannah Arendt o la silente complicidad de la buena gente, que diría Martin Luther King.

A todas luces es el efecto buscado por Primo Levi, que trasciende todo aquel horror y nos lo extiende a todos, a su generación, pero también a las generaciones que le antecedieron y a las que le siguieron, hasta hoy. No hay escapatoria. Advierte: «(…) también nosotros nos hemos dejado deslumbrar por el poder y el dinero de tal forma que hemos olvidado nuestra fragilidad esencial: hemos olvidado que todos nos hallamos encerrados en un ghetto, que el ghetto está precintado, que fuera del recinto se encuentran los señores de la muerte, y que no muy lejos de él nos está esperando el tren».


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