sábado, 24 de junio de 2017

La Europa idílica

El 28 de julio de 1914 un joven nacionalista serbio, Gavrilo Princip, asesinó en Sarajevo al archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero de la corona del Imperio Austrohúngaro. Comienza entonces una guerra cuya repercusión y consecuencias motivarán que se le dé el calificativo de mundial. Será la primera de las dos guerras que recibirán tal consideración, pues al poco de su declarado final, en 1918, en concreto veintiún años después, comenzará otra con efectos aún más devastadores. De hecho, se podría decir que ese atentado de Sarajevo cierra una cierta etapa de paz en Europa, la Europa de la belle epoque, y abre un largo periodo de violencia: en 1917, aún no acabado el primero de esos conflictos, estalla la Revolución Soviética que a su vez conllevará una guerra civil en territorio ruso durante varios años, Alemania vive un periodo de tensión y conflicto social violento que amenaza la estabilidad de la República de Weimar y que dará paso, en 1933, al régimen nazi, uno de los más criminales de la historia, durante esos años treinta se afianza en la URSS un régimen de opresión y terror cuya punta de lanza fueron los denominados Procesos de Moscú, por su parte España inicia en 1936 una guerra civil cruenta que fue la antesala de la segunda guerra mundial, iniciada en 1939 como consecuencia del expansionismo alemán y que terminó en 1945.

Suele afirmarse que en 1945, tras el final de la guerra, se dio paso a un nuevo periodo de paz y estabilidad en Europa. Claro que no es tanto así: perduraban en la Europa del Sur tres países ─España, Grecia y Portugal─ con regímenes dictatoriales que hunden sus raíces en el fascismo de los años treinta y que se mantienen sobre la base de la represión y la socialización del miedo hasta su final, a mediados de la década de los setenta, mientras que en el este europeo varios países se construyen a imagen del autoritarismo estalinista surgido en la URSS hasta que se derrumba ese modelo tras la caída del Muro de Berlín, en 1989. Después, como si se cerrara un círculo de violencia en Europa, estalla en 1991 un conflicto violento, en realidad una serie de guerras cruentas, en la antigua Yugoslavia, con uno de sus epicentros en Sarajevo, la misma ciudad del atentado que motivó la primera guerra en suelo europeo.

Por tanto, no es cierto esa imagen que se tiene a veces, efecto de la propaganda o de una memoria colectiva que selecciona y edulcora los hechos de la historia, de una Europa en paz y tranquilidad frente a un mundo, al resto del mundo mejor dicho, donde abundan las guerras y las dictaduras, por tanto los desplazados y los refugiados, los perseguidos y los condenados por sus ideas o sus disidencias. Europa fue también a lo largo de todo el siglo XX, como lo fue antes, en toda su historia, a lo largo de todos los siglos, escenario de una serie de conflictos, fue territorio de conflicto, por mucho que se imponga una idea hegemónica de paraíso sistémico en la tierra, modelo a seguir y también enemigo a batir por corrientes intolerantes y autoritarias del resto del mundo.

Incluso se podría incluir aquí, para rebatir tal idea, tal idealización, las conexiones de esa idílica Europa en conflictos fuera de sus propios límites territoriales, pero sería largo de contar, sin duda, y daría motivos a una luenga discusión. Sea lo que fuere, esa Europa que se pretende fortaleza ─incluso en cierto sentido literal, por el modo de protegerse de las oleadas migratorias externas─ no ha sido en absoluto un territorio de paz y concordia. Es más, el régimen nazi, por mencionar uno de los más sanguinarios entre los habidos, guarda notables similitudes con otros genocidios que en el mundo ha habido, con la práctica de unos campos de exterminio que, como muy bien apunta el escritor Primor Levi, no se les puede calificar tan sólo de campos de concentración, más suave si cabe en su acepción, porque el objetivo de estos, como el nombre indica, es almacenar prisioneros, con todos los efectos perturbadores en la conciencia colectiva que pudieran tener, mientras que, por el contrario, en aquellos se da un paso más al pretender destruirlos, exterminarlos, diferencia que de partida tiene su importancia.

Sin embargo, Europa ha logrado imponer esa visión idílica de sí misma como un paraíso sistémico, gracias en buena medida a unas mejoras materiales que desde luego no se pueden desdeñar, aun cuando se hayan puesto en peligro por políticas de recortes, pero en absoluto se puede deducir por ello una superioridad moral y sistémica frente al mundo, y sin desdeñar en absoluto los logros y el reconocimiento de unos derechos y unas libertades civiles que a todas luces se deben mantener y extender, pero no por ello deja de ser a su vez fuente de violencia y de notables iniquidades. En todo caso, Europa comparte con el resto de continentes ser también territorio de conflictos y escenario de horrores, pero a veces se dan juicios de valor que rozan el desdén, por no calificarlos de racismo evidente, y que denota la imagen que se pretende dar de sí misma. Hace unos días, con ocasión del atropello intencionado ante una mezquita londinense que produjo un muerto y varios heridos, cometido después de otros atropellos que se calificaron sin la menor duda de actos terroristas, y lo fueron desde luego, un importante diario europeo calificaba aquel en su titular como «ataque de venganza contra los musulmanes de Londres», y con eso se trazaba una línea que procede del clásico nosotros y ellos, con un evidente posicionamiento moral. Partir de esta visión ─ellos atentan, nosotros nos vengamos─ ayuda poco a entender en que punto estamos, sobre todo porque quienes atentan y quienes se vengan son apenas una parte del nosotros y ellos. Porque frente a aquellos, hay una inmensa mayoría que viven y sufren los conflictos, algunos en un silencio y en ocasiones indiferencia que pueden llegar a ser cómplices.

Llegados a este punto, la pregunta es obvia: qué hacen, qué hacemos, el resto de la población, cómo reaccionamos los europeos ante los conflictos que ocasionamos, dentro o fuera de nuestras fronteras, y cómo reaccionan, por ejemplo, quienes habitan en países árabes, por referirnos a un conflicto actual, ante los atentados cruentos, execrables, tan injustos hacia sus víctimas, cometidos además en nombre de toda la comunidad.

Una respuesta nos la proporciona el antes mencionado Primo Levi, cuando acude en su libro testimonio de los campos de exterminio Si esto es un hombre a Eugen Kogon, que afirmó: «¿Qué saben los alemanes acerca de los campos de concentración? A más del hecho concreto de su existencia, casi nada, y aún hoy saben poco. Indudablemente, el método de mantener rigurosamente secretos los detalles del sistema terrorista, indeterminando así la angustia y por ende haciéndola mucho más honda se mostró eficaz». Pocas líneas después añade: «Y, sin embargo… y sin embargo, no había un alemán que no supiese de la existencia de los campos, o que no los considerase sanatorios». Dos son por tanto los mecanismos: por un lado, el secreto de los detalles, bien no haciéndolos públicos, bien a través de un mecanismo más actual, más propio de una tecnología mucho más desarrollada, manteniendo tales detalles ocultos bajo capas de exceso de información, con los mismos efectos que el secreto o la censura; por el otro, un mecanismo de cada uno de nosotros de reducir la gravedad y las dimensiones de las acciones del nosotros, aplicando eufemismos como ese calificativo de venganza a lo que es un atentado, calificativo que, por otro lado, el otro lado también podría emplear para propia justificación.


Convivimos con el horror, lo incluimos en nuestra cotidianidad y de este modo vivimos sin sucumbir al espanto. Si el ojo humano pudiera contemplar todo el mal sobre la faz de la tierra, sería imposible vivir, afirma la Torah. Primo Levi lo muestra en su Trilogía de Auschwitz, los prisioneros se enfrentan a todo el horror, saben dónde se hallan, pero son capaces de crear una realidad cotidiana que les permite confrontar el mal. Otro superviviente de los campos de exterminio, Elie Wiesel, comenta no sin sorpresa cómo muchos prisioneros sobreviven al horror y se suicidan una vez liberados, incluso años después, cuando todo parece haberse dejado atrás. Es como una coraza que nos mantiene fuera de peligro, pero de la que nos despojamos cuando salimos del conflicto y no asumimos el discurso dulcificado del poder político cuando crea la imagen de una Europa modélica y en paz. 

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