Nos lo indica Fernando
Ángel Moreno en su prólogo a Corte de
Corteza: las novelas ambientadas en el futuro no tratan realmente del
futuro. Pero, además, aplicándolo a la ciencia ficción, este género -si es que
existen los géneros más allá de su interés académico- no tiene tampoco como
tema la ciencia, sino su repercusión en la realidad descrita, su influencia en
lo colectiva y también en lo individual, y su analogía con el presente, sus
consecuencias en la sociedad para la cual se escribe y también para la del
futuro. De allí que la visión, por ejemplo, de Blade Runner, la gran película de Ridley Scott, deje siempre que la
vemos, incluso cuando repetimos, una sensación agridulce provocada por la duda
de que Rick Deckard, y a lo mejor también cada uno de nosotros, sea en realidad
un replicante, lo que cuestiona toda la existencia, nuestro sentido de
humanidad, nuestro concepto de libertad, de responsabilidad y personalidad, la
vida entera en definitiva.
Las novelas ambientadas
en el futuro o la ciencia ficción nos exhortan a reflexionar sobre la propia
vida, la de los lectores y por tanto receptores de los relatos encuadrados en
tales clasificaciones. De ahí que 1984,
Un mundo feliz o El talón de hierro,
por hablar de tres títulos reconocidos e importantes que se encuadran en el
futuro, que son a su vez distopías enunciadoras de un mundo tremendo,
angustioso, nos induzcan a plantear la realidad circundante, la de los momentos
en que se publicaron, y la nuestra hoy, cuando han pasado lustros desde su
publicación y podemos percibir hasta qué punto sus autores, Georges Orwell,
Aldous Huxley y Jack London, respectivamente, no estaban tan desencaminados.
Hay por tanto un elemento
de crítica o reflexión social en este tipo de obras, una reflexión sobre los
modelos de sociedad y la incorporación del individuo a las mismas, sea de un
modo consciente o no la voluntad de retratar de un modo crítico la sociedad
inmediata. Pero además Daniel Sueiro, el autor de Corte de Corteza, es un escritor que se inicia en los años
cincuenta, junto a autores como Sánchez Ferlosio, Ángel Crespo, Ignacio
Aldecoa, Ana Maria Matute, Alfonso Sastre, Carmen Martin Gaite o Medardo
Fraile, por citar algunos nombres entre otros muchos, que comienzan a publicar
a mediados del siglo pasado, en la década de los cincuenta, con el recuerdo aún
de una guerra civil que duele en lo más profundo pero que se quiere superar
para asumir una cotidianidad que no se acaba muy bien de concebir. Es también
un grupo de autores que escriben tras un tremendismo
literario que antecede a esa etiqueta de realismo social que se les da y que
muestra en gran medida una realidad hiriente y complicada.
Pero en estos autores
existe también una apuesta estilística de renovación, de experimentación en el
estilo, cuya expresión más extrema pudiera ser Carlos Edmundo de Ory, pero que
lo poseen todos en una mayor o menor medida, siendo su estilo un aspecto muy
importante de su narrativa. El estilo a veces frío, a veces intenso, a veces
articulado, como si en ocasiones fuera un informe, de la novela de Sueiro
recuerda el de otro contemporáneo del autor, Luis Martín-Santos, que en Tiempo de silencio nos habla de un
médico y científico que se enfrenta a la investigación en un país poco dado a
las elucubraciones médico-científicas. Claro que la novela de Martín-Santos se
desarrolla en la misma época en que la escribe, a inicios de los sesenta,
mientras que la novela de Sueiro, escrita a finales de esa misma década, nos remite
a un futuro indeterminado, lo cual quizá no sea casual.
Corte
de Corteza no sólo es una acronía, un relato fuera del tiempo o
en un futuro no concretado, también es a la vez una distopia y una utopía,
según se mire, o sea un no-lugar o un lugar formado por múltiples lugares y
tiempos, que referencias hay al pasado y a otros lugares. Digo que puede ser
distopía y utopía porque en ella se enfrentan una utopía científica, la de la
capacidad de asumir y superar grandes retos, avanzar, desarrollar procesos
inimaginables, y una distopía social, porque aquellos inciden en la realidad
sin que signifiquen, contra lo que pudiera pensarse si nos atenemos sólo a los
avances científicos, desarrollo social, no conllevan realmente mejoras en la sociedad,
a veces muy al contrario: la ciencia avanza, si, una barbaridad, pero ello se
traduce en tremendos procesos sociales y profundas cuitas personales provocados
por tales avances, no siempre asumibles, con frecuencia negativos o
determinantes en la vida de las personas por poseer un aspecto limitador.
La novela se publicó en
1969, tras ganar el Premio Alfaguara 1968, un año de revueltas en Europa y dos
años después de que el doctor Christiaan Barnard y su equipo realizaran, en
condiciones de semiclandestinidad, el primer trasplante de corazón de la
historia. Por tanto, el debate sobre los límites de la medicina fue intenso y
sin duda hubo defensores, pero también detractores y dudas éticas respecto a
tales experiencias médicas. Cincuenta años después las ciencias -y no digamos
la tecnología- se han desarrollado de un modo brutal, han creado a su vez
mayores dudas, hasta el punto de tenerse que desplegar una nueva disciplina, la
bioética, que analiza en gran medida el alcance ético de la actividad
científica.
De ahí que haya sido muy
oportuna la publicación de la novela, relegada a cierto olvido, por parte de la
editorial Salto de Página en 2012. No en vano, si la experiencia narrada se
produjera en la realidad y en nuestros días, provocaría los mismos debates
éticos que se plantean en el libro y que también se dan en torno a otras
prácticas médicas permitidas por los referidos avances.
Porque lo que plantea
Daniel Sueiro en Corte de Corteza es un
trasplante de cerebro, nada menos, que pase un cerebro sano de un cuerpo
moribundo a un cuerpo sano cuyo cerebro se halla extinto, en muerte cerebral. Será
el primer cuerpo, el moribundo, el que se da por muerto, será sobre él que se
redactará un certificado de defunción y se le entierra con todas sus
consecuencias legales, pero ese cerebro sigue poseyendo sus recuerdos, sus
valoraciones, su ética incluso, tan diferentes todos ellos a los recuerdos
recreados por los propios sentidos del cuerpo receptor. ¿Quién es al final la
persona resultante? Es evidente que la ley dice una cosa, ese cerebro insertado
en un cuerpo ajeno pasa a vivir, a intentarlo al menos, la vida de éste, pero los
propios médicos no lo tienen claro, tampoco la persona resultante, y no es
casualidad que, una vez realizada con éxito la operación, se le llame
indistintamente con los nombres de las dos personas interconectadas, Adam y
David.
No hay una conclusión,
Daniel Sueiro no elabora una tesis, sino que deja entrever varias opciones ante
lo que sucede. Eso sí, resulta evidente el caos en que vive el nuevo ente
envuelto en grandes dudas de identidad y que la medicina o la ley no parecen
saber dirimir. Para él esa revolución médico científica plantea grandes
interrogantes, no siempre fáciles de responder.
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