miércoles, 14 de junio de 2017

Daniel Sueiro: «Corte de Corteza»

Nos lo indica Fernando Ángel Moreno en su prólogo a Corte de Corteza: las novelas ambientadas en el futuro no tratan realmente del futuro. Pero, además, aplicándolo a la ciencia ficción, este género -si es que existen los géneros más allá de su interés académico- no tiene tampoco como tema la ciencia, sino su repercusión en la realidad descrita, su influencia en lo colectiva y también en lo individual, y su analogía con el presente, sus consecuencias en la sociedad para la cual se escribe y también para la del futuro. De allí que la visión, por ejemplo, de Blade Runner, la gran película de Ridley Scott, deje siempre que la vemos, incluso cuando repetimos, una sensación agridulce provocada por la duda de que Rick Deckard, y a lo mejor también cada uno de nosotros, sea en realidad un replicante, lo que cuestiona toda la existencia, nuestro sentido de humanidad, nuestro concepto de libertad, de responsabilidad y personalidad, la vida entera en definitiva.

Las novelas ambientadas en el futuro o la ciencia ficción nos exhortan a reflexionar sobre la propia vida, la de los lectores y por tanto receptores de los relatos encuadrados en tales clasificaciones. De ahí que 1984, Un mundo feliz o El talón de hierro, por hablar de tres títulos reconocidos e importantes que se encuadran en el futuro, que son a su vez distopías enunciadoras de un mundo tremendo, angustioso, nos induzcan a plantear la realidad circundante, la de los momentos en que se publicaron, y la nuestra hoy, cuando han pasado lustros desde su publicación y podemos percibir hasta qué punto sus autores, Georges Orwell, Aldous Huxley y Jack London, respectivamente, no estaban tan desencaminados.

Hay por tanto un elemento de crítica o reflexión social en este tipo de obras, una reflexión sobre los modelos de sociedad y la incorporación del individuo a las mismas, sea de un modo consciente o no la voluntad de retratar de un modo crítico la sociedad inmediata. Pero además Daniel Sueiro, el autor de Corte de Corteza, es un escritor que se inicia en los años cincuenta, junto a autores como Sánchez Ferlosio, Ángel Crespo, Ignacio Aldecoa, Ana Maria Matute, Alfonso Sastre, Carmen Martin Gaite o Medardo Fraile, por citar algunos nombres entre otros muchos, que comienzan a publicar a mediados del siglo pasado, en la década de los cincuenta, con el recuerdo aún de una guerra civil que duele en lo más profundo pero que se quiere superar para asumir una cotidianidad que no se acaba muy bien de concebir. Es también un grupo de autores que escriben tras un tremendismo literario que antecede a esa etiqueta de realismo social que se les da y que muestra en gran medida una realidad hiriente y complicada.

Pero en estos autores existe también una apuesta estilística de renovación, de experimentación en el estilo, cuya expresión más extrema pudiera ser Carlos Edmundo de Ory, pero que lo poseen todos en una mayor o menor medida, siendo su estilo un aspecto muy importante de su narrativa. El estilo a veces frío, a veces intenso, a veces articulado, como si en ocasiones fuera un informe, de la novela de Sueiro recuerda el de otro contemporáneo del autor, Luis Martín-Santos, que en Tiempo de silencio nos habla de un médico y científico que se enfrenta a la investigación en un país poco dado a las elucubraciones médico-científicas. Claro que la novela de Martín-Santos se desarrolla en la misma época en que la escribe, a inicios de los sesenta, mientras que la novela de Sueiro, escrita a finales de esa misma década, nos remite a un futuro indeterminado, lo cual quizá no sea casual.

Corte de Corteza no sólo es una acronía, un relato fuera del tiempo o en un futuro no concretado, también es a la vez una distopia y una utopía, según se mire, o sea un no-lugar o un lugar formado por múltiples lugares y tiempos, que referencias hay al pasado y a otros lugares. Digo que puede ser distopía y utopía porque en ella se enfrentan una utopía científica, la de la capacidad de asumir y superar grandes retos, avanzar, desarrollar procesos inimaginables, y una distopía social, porque aquellos inciden en la realidad sin que signifiquen, contra lo que pudiera pensarse si nos atenemos sólo a los avances científicos, desarrollo social, no conllevan realmente mejoras en la sociedad, a veces muy al contrario: la ciencia avanza, si, una barbaridad, pero ello se traduce en tremendos procesos sociales y profundas cuitas personales provocados por tales avances, no siempre asumibles, con frecuencia negativos o determinantes en la vida de las personas por poseer un aspecto limitador.

La novela se publicó en 1969, tras ganar el Premio Alfaguara 1968, un año de revueltas en Europa y dos años después de que el doctor Christiaan Barnard y su equipo realizaran, en condiciones de semiclandestinidad, el primer trasplante de corazón de la historia. Por tanto, el debate sobre los límites de la medicina fue intenso y sin duda hubo defensores, pero también detractores y dudas éticas respecto a tales experiencias médicas. Cincuenta años después las ciencias -y no digamos la tecnología- se han desarrollado de un modo brutal, han creado a su vez mayores dudas, hasta el punto de tenerse que desplegar una nueva disciplina, la bioética, que analiza en gran medida el alcance ético de la actividad científica.

De ahí que haya sido muy oportuna la publicación de la novela, relegada a cierto olvido, por parte de la editorial Salto de Página en 2012. No en vano, si la experiencia narrada se produjera en la realidad y en nuestros días, provocaría los mismos debates éticos que se plantean en el libro y que también se dan en torno a otras prácticas médicas permitidas por los referidos avances.

Porque lo que plantea Daniel Sueiro en Corte de Corteza es un trasplante de cerebro, nada menos, que pase un cerebro sano de un cuerpo moribundo a un cuerpo sano cuyo cerebro se halla extinto, en muerte cerebral. Será el primer cuerpo, el moribundo, el que se da por muerto, será sobre él que se redactará un certificado de defunción y se le entierra con todas sus consecuencias legales, pero ese cerebro sigue poseyendo sus recuerdos, sus valoraciones, su ética incluso, tan diferentes todos ellos a los recuerdos recreados por los propios sentidos del cuerpo receptor. ¿Quién es al final la persona resultante? Es evidente que la ley dice una cosa, ese cerebro insertado en un cuerpo ajeno pasa a vivir, a intentarlo al menos, la vida de éste, pero los propios médicos no lo tienen claro, tampoco la persona resultante, y no es casualidad que, una vez realizada con éxito la operación, se le llame indistintamente con los nombres de las dos personas interconectadas, Adam y David.


No hay una conclusión, Daniel Sueiro no elabora una tesis, sino que deja entrever varias opciones ante lo que sucede. Eso sí, resulta evidente el caos en que vive el nuevo ente envuelto en grandes dudas de identidad y que la medicina o la ley no parecen saber dirimir. Para él esa revolución médico científica plantea grandes interrogantes, no siempre fáciles de responder.

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