Reflexiona Plinio: «A pesar de tanta mole, de tanto humo amarillo
y crecimiento, a pesar de tanta improvisación y caos maquinado por locos y
negociantes, todavía conservaba Madrid algo de aspecto clásico, de su estampa a
lo Eduardo Vicente. Cúpulas de las viejas iglesias, la mole gris olvidada del
Palacio Real, los viejos tejados con chimenea y boardillas del XIX. Torres con
veletas, ringlas de árboles y el sol de siempre que hiere los vidrios más altos
al huir. El Madrid de 1936, desde lejos tiene aspecto de ciudad provinciana,
entre castellana y oriental, con no sé qué pobreza mal disimulada. No dominan
los grandes edificios particulares oxidados con la pátina del tiempo. Falta
arquitectura de solera. No se aprecia un trazado racional y clásico. Sobre
viviendas deficientes y medianas, destaca el vuelo de las iglesias y la altura
superdesarrollada de un palacio o edificio oficial. Aspecto de pueblo menestral
o medianamente acomodado que no tuvo capacidad ni poder para alzarse más arriba
de las torres (…)».
Esta meditada observación
de Plinio, sobrenombre con que se conoce a Manuel González, jefe de la policía
municipal de Tomelloso, aparece en la novela Las hermanas coloradas, con la que Francisco García Pavón gana el
premio Nadal en 1969. En ella, el intuitivo policía viaja a Madrid para buscar
a dos antiguas vecinas de Tomelloso residentes en la capital y tanto la
investigación como el descubrimiento del misterio nos lleva a perfilar un suceso
que se entrelaza con la historia reciente de España, acabada la guerra treinta
años atrás, y un presente que parece ya alejado de todo aquello, pero que tal
vez, en esa mirada de Plinio, no lo está tanto. Es una reflexión que nos
traslada a las conversaciones de Andrés Hurtado con su tío el doctor Iturrioz,
descritas por Baroja, tan pesimistas ellas, referidas a la fatalidad y al
sometimiento de un país que no pierde su mentalidad de esclavo. El paisaje no
varía, edificios oficiales e iglesias gigantescas que anonadan los hogares
particulares y que recuerdan en todo momento donde está cada cual.
Sin embargo, por aquellos
años Max Aub viaja por España tras treinta años de exilio y él sí ve cambios,
tal vez porque pretende reencontrarse con la España que él dejó y que ya no
existe, o existe sólo en su cabeza y en las cabezas de la mayoría de los
exiliados que quisieran regresar y toparse con el mismo país, el mismo pueblo,
y continuar la historia allí donde la dejaron, como si no hubiera habido guerra
ni hubieran pasado todos esos años.
Pero si hoy paseáramos
por Madrid y leyéramos esa meditación de Plinio, ¿sentiríamos o no algo
parecido a lo que sintió el policía, acaso no tendríamos un pálpito semejante,
que los edificios oficiales, ahora de bancos y empresas más que de
administraciones públicas o de iglesias, dominan a base de superponerse a la
ciudadanía, una ciudadanía a la que aún hoy carece de «capacidad ni poder para alzarse más arriba de las torres»?
Da grima atender hogaño a
los debates públicos y percibir un sabor añejo porque poco han variado los
temas a discutir. Desesperanza la falta de alternativas o lo rápido que se
encauzan las energías emancipatorias que en España a veces, muy pocas veces a
decir verdad, brotan resueltas, decididas, pero que resultan un espejismo en el
que nadie cree a ciencia cierta. ¿Tienen acaso razón Andrés Hurtado y su tío?
Tampoco Max Aub, en este sentido, parece entusiasmado por la nueva sociedad
española, acaso él mismo vencido por afrontar que pertenece a una España que ya
no es.
Quizá la mirada no es
nunca hacia fuera, sino hacia dentro, vemos lo que hay dentro de cada uno y no
lo que está fuera, del mismo modo que la belleza habita en los ojos que
observan, no en los objetos observados. La cuestión es si resulta posible
compartir las miradas.
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