Cuando se iniciaba
aquella tarde del 3 de marzo de 1976 nadie podía imaginar, quizá, la tragedia
que estaba a punto de producirse en Vitoria-Gasteiz. Estaba siendo un día
tenso, desde luego, dado que se había convocado una jornada de paro general por
los numerosos conflictos laborales que se daban en esa industriosa ciudad del
norte de España, paro que consiguió un aplastante seguimiento en la mayoría de
los centros de trabajo, en las fábricas, en el comercio. La situación política,
además, no ayudaba en absoluto, acentuaba aún más la tensión social: tres meses
antes había muerto el jefe del Estado, el General Franco, que había regido el
país desde los tiempos de la guerra civil, y ya antes de su fallecimiento se
habían iniciado una serie de movimientos, contactos, negociaciones, gestos y
pactos con el objetivo de cambiar la naturaleza política del régimen y que
dejara de ser una dictadura, una dictadura además que se estaba despidiendo
sacando su lado más cruento y represivo, y pasara a ser una democracia. Tal era
el propósito de quienes intervenían, con diferentes grados de convicción y
voluntad, en ese proceso tanto desde las propias estructuras del franquismo
como desde las direcciones políticas de la oposición liberal, socialdemócrata e
incluso del Partido Comunista de España, proceso que pretendían tales
intervinientes pacífico, lo más pacífico posible, y controlado, que nada
se escapara al guion que se estaba escribiendo.
Sin embargo, las
circunstancias no parecían ayudar a que ese cambio pactado, esa transición,
como se empezaba a llamar al proceso político en cuestión, transcurriera del
modo más pacífico y controlado por los mencionados intervinientes, que deseaban
que la transición se alejara lo máximo posible del escenario de ruptura
política que se estaba dando en el vecino Portugal desde abril de 1974. La
crisis estaba golpeando con dureza a España, sobre todo en los grandes focos
industriales como los del País Vasco. Por tanto, ascendía el desempleo en un
Estado que no disponía de mecanismos de protección social más allá de las redes
familiares o de una economía sumergida, no declarada, bastante extensa que
permitía salir del paso a muchos desempleados. La clandestinidad de las
organizaciones políticas, sindicales y sociales no permitía conocer su
capacidad real de arraigo y de incidencia en la sociedad, pero además no estaba
claro que el proyecto de transición fuera a salir bien, no se sabía tampoco
hasta qué punto las fuerzas vivas del régimen -bien insertadas en los poderes
del Estado- estaban realmente comprometidas con los cambios y también se
desconocía la fortaleza de los grupos de oposición, muchos de ellos a la
izquierda del PCE, algunos de los cuales propugnaban una ruptura y empleaban en
algunos casos la lucha armada. El cada vez más movilizado y más radicalizado
movimiento independentista vasco, muy enraizado parte del mismo en el
movimiento obrero, era otro factor presente en las movilizaciones de esa jornada
de paro en Vitoria-Gasteiz.
Aquella tarde se había
convocado una nueva asamblea en la Iglesia de San Francisco de Asís del barrio
de Zaramaga de la capital alavesa. Se trataba de intercambiar informaciones de
las diferentes empresas en conflicto, de saber cómo se había desarrollado la
jornada de paro y de discutir la continuación de las diferentes luchas. En
muchas otras ciudades españolas se daban asambleas similares, algunas con mayor
presencia de los sindicatos clandestinos o semiclandestinos, otras en cambio
más horizontales, más autónomas. La asamblea de Vitoria-Gasteiz, aquella tarde,
fue multitudinaria e incluso mucha gente no pudo acceder a la Iglesia. Es
difícil saber hasta qué punto dicha presencia de personas fue un factor a tener
en cuenta en los mandos policiales y en los responsables de los mismos y que
ordenaron en un momento dado la intervención de las fuerzas antidisturbios. Se
dispersó con dureza a quienes estaban en los aledaños de la iglesia, luego se
intervino en su interior. El trágico resultado fue la muerte de cinco trabajadores y un
gran número de heridos.
Cuarenta y un años
después de aquellos trágicos incidentes se recuerda aquel tres de marzo como
una de las fechas álgidas de la transición, que a todas luces no fue tan
pacífica ni tan modélica como a veces se ha pretendido mostrar. Pero sobre todo
aquella asamblea y las jornadas de paro en la ciudad vasca fueron una de las
expresiones más evidentes de la incidencia en la realidad política y social de
un movimiento obrero que se proyectaba en su imaginario como eje de los
cambios, que pretendía verse a sí mismo con una fuerte identidad social y política,
un elemento integrador ya no sólo de todo un cuerpo social y que perseguía ser
sujeto de la acción política, sino también de una identidad incluso cultural,
aunque empezaba también a tener síntomas, por contradictorio que parezca, de
conservadurismo, de no querer sucumbir a aventuras que pusieran en peligro las
conquistas materiales acumuladas en los últimos años. Se trataba a todas luces
de un conflicto entre la realidad, lo que se tiene, y el deseo, a lo que se
aspira, no siempre coincidentes, a menudo discordantes. Cuarenta y un años
después, cuando el peso de la clase obrera no es en Europa ni de lejos tan
fuerte, se pone en duda su realidad como agente social y se cuestiona incluso el
trabajo asalariado, al menos en un plano teórico, se habla más de movimientos
sociales de cambio que de ejes o sujetos revolucionarios, tampoco parece haber
una respuesta tenaz y constante a los recortes sociales y a la pobreza cada vez
mayor más allá de picos momentáneos. Tal vez por todo ello recordar los hechos
de Vitoria-Gasteiz puede servir para, por lo menos, apreciar ciertos cambios en
las percepciones sociales y saber hasta qué punto persistía realmente una
conciencia obrera, una cultura obrera. La publicación en los años noventa del
Informe Petras explica muchas cosas al respecto, analiza unos cambios cuyas
consecuencias llegan, o se agravan, hasta hoy.
Porque en aquel 1976 se
asistía a los últimos coletazos de unos años de enorme, profunda e imaginativa
lucha social, la que representó el sesentayochismo
que sacó a la calle a miles de estudiantes, que removió también a la clase
trabajadora, que dio voz a nuevos planteamientos sociales de relación, a nuevos
movimientos, como el ecologismo, y que
conllevó que el sufragismo del siglo XIX y XX se volviera un nuevo feminismo
que incidió profundamente en la sociedad (sin duda uno de los éxitos más que
notables de los años sesenta y setenta, aun cuando a veces no lo parezca). El
movimiento obrero no ocupó el centro exacto de la rebelión en los años sesenta
y setenta, al menos lo que era la parte mayoritaria de la clase trabajadora que
miró la realidad de las revueltas un poco desde la barrera, pero qué duda cabe
que fue uno de los factores centrales, tal vez el último momento de esplendor
de ese movimiento obrero que surgió con la revolución industrial.
Una revolución industrial
que llenó Gran Bretaña y Europa Central de fábricas, también los Estados
Unidos, fábricas que requirieron de mano de obra. Las ciudades se agrandaron y
surgieron los barrios a los que se dirigieron masas enormes de hombres y mujeres
prestos a ofrecer su fuerza de trabajo, primero de todo a cambio de sueldos de
miseria. Dickens, Jack London, Gorki, Singer, Zola, Balzac, Clarín, Baroja o
Pardo Bazán, entre tantos otros escritores, explican en gran medida las
condiciones en que vivían esos hombres y mujeres, en algunos casos con tanta
semejanza a la realidad que ayudan a los estudiosos de la economía y de la
sociedad de la época a entender los mecanismos sociales, y a nosotros a disponer
de una mejor visión de las épocas que nos han precedido. Los lazos entre esos
hombres y mujeres se van estrechando y con ello, como muy explica James Petras,
la confianza como para entender lo que les pasa y actuar en consecuencia.
Son estos mecanismos de
aprehensión de la realidad y sus consecuencias en cuanto a asociacionismo a lo
que llamamos cultura obrera, movimiento obrero. El movimiento sindical consigue
no pocas conquistas materiales, imprescindibles para llevar a cabo otras
mejoras culturales o sociales. Clarín, en los últimos años de su vida, escribe
artículos en los que habla del trabajo de numerosos ateneos obreros en Asturias
que permite que los mineros, las trabajadoras de las fábricas y de los talleres
o los obreros aprendan a leer y entender lo que leen, a emitir sus opiniones e
incluso a gozar del arte y de la literatura.
La Revolución Rusa de
1917 supuso que ese movimiento obrero ocupase por primera vez, primera
experiencia en la historia, las estructuras de un Estado. El objetivo es acabar
con la explotación y la consecuente desaparición de las clases sociales,
eliminando de esta manera cualquier obstáculo que impidiese a cualquier persona
su pleno desarrollo personal, social o cultural. En este ámbito, el cultural,
surgen las vanguardias, el surrealismo, los diferentes ismos que cuestionan también las reglas de la realidad y desarrollan
una visión individual de los fenómenos colectivos. Del mismo modo, durante la
rebelión sesentayochista, el
situacionismo plantea un cuestionamiento absoluto de la realidad, un darle la
vuelta a la cotidianidad, a la normalidad, a las reglas asumidas como algo
natural. A la cultura, en definitiva. Parece que esos movimientos culturales
sean en cierto modo el reflejo de un deseo de emancipación social y político,
suponen en lo cultural una extensión de un nuevo mundo, un mundo libre para
seres humanos emancipados.
Claro que fue ese mismo
Estado surgido de la revolución del 17 el que se encargó de liquidar el rico e
intenso mundo cultural que surgió tras la revolución, el que se cepilló el
surrealismo acusándolo de individualismo pequeñoburgués e impuso por decreto,
en 1932, bajo el absolutista gobierno dictatorial de Stalin, el realismo
socialista, que fue asumido como estética obligatoria en el I Congreso de
Escritores de 1934. Por suerte, muchos escritores y artistas surrealistas
rechazaron esa estrecha visión del arte y uno de los fundadores de la Unión
Soviética, Trotsky, ya en el exilio en México, atacó el realismo socialista y
la imposición de la denominada cultura
proletaria en la URSS, alegando su estrechez de miras e ironizando bien a
las claras sobre una sociedad cuyos mandamases declaraban sin clases, como
pretendían que era la Unión Soviética, pero que poseía, lo que resultaba
claramente contradictorio, una cultura proletaria. Al final la URSS, y por ende
los Estados que adoptaron el estalinismo, demuestra que no siempre que hay empoderamiento, anglicismo muy en boga hoy,
se produce emancipación. Del mismo modo, el situacionismo quedó restringido a
núcleos de artistas cada vez más aislados de la cultura general, reducida en
gran medida a objeto de consumo, en vez de ser parte sustancial en el análisis
de la realidad.
En marzo de 1976, cuando
asistimos a los últimos ecos del sesentayochismo,
ya no hay un gran movimiento cultural que recoja esa aparente voluntad de
cambio social. Hace tiempo que los escritores abandonaron, salvo excepciones, honrosas
o no, porque de ello no depende la calidad literaria, el realismo social, se
introducen en temas más introspectivos, no exenta a veces de crítica, todo hay
que decirlo, sin que esté carente de interés. Los cantautores van cambiando
también sus temas, se vuelven más intimistas mientras que la movida de los ochenta se decanta por
otros elementos experimentales, muy alejados de temáticas colectivas. Sus
efectos llegan hasta hoy. Habrá que preguntarse si ello fue y es posible porque
no había ni hay en realidad un ansia de transformación social, que en aquel
marzo del 76 a lo que se asistía es a los últimos coletazos de un movimiento
obrero cuyos activos más dinámicos perdían fuelle, sin poderse considerar ni de
lejos como vanguardias de nada. Cuarenta años después hay un periodo de
politización innegable, una puesta en común de los problemas que causa la
precarización laboral y vital, hay un cuestionamiento de las maneras de vivir. No
obstante, no ha surgido en paralelo un movimiento cultural rupturista y
rompedor. Tal vez porque los agentes en ciernes y las expresiones políticas de
estas nuevas oleadas de protesta en realidad no se plantean grandes
transformaciones.
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