jueves, 23 de febrero de 2017

Historias del ferrocarril subterráneo

En 1851 la escritora norteamericana Harriet Beecher Stowe publicaba una novela, La Cabaña del Tío Tom, que no pasó desapercibida en Estados Unidos. De hecho, fue la novela más leída a mediados del siglo XIX sólo superada por la Biblia. Incidía de forma directa en el debate sobre la esclavitud, fundamental en aquel país desde el siglo XVIII, tal como ocurría también en otros países que se habían enriquecido con la mano de obra esclava. Surgió un movimiento abolicionista que poco a poco se fue expandiendo en todo el territorio norteamericano, gracias a la intervención de numerosas iglesias cristianas de distintas denominaciones -Harriet Beecher Stowe estaba vinculada a una iglesia congregacional- y también de sectores liberales y del incipiente movimiento obrero. Algunos activistas cuáqueros crearon una red clandestina que se encargaba de favorecer la fuga de esclavos desde los Estados del Sur, donde la esclavitud era legal, hacia el Canadá o hacia los Estados del Norte, donde la esclavitud estaba prohibida. Dicha red, denominada en clave como el Ferrocarril Subterráneo -Underground Railroad-, consiguió la libertad de miles de personas gracias a la labor de sus activistas que se jugaban muchas veces años de cárcel e incluso la vida por su compromiso.

La guerra civil (1861-1865) culminó con la abolición de la esclavitud en todo el territorio de los Estados Unidos. Sin embargo, aun cuando el avance legal fue enorme, la situación de los negros siguió siendo durante mucho tiempo penosa ya que eran objeto de una marginación a veces tremenda, no sólo en las condiciones de trabajo, también en las sociales y políticas.

En 1943, noventa y dos años después de publicada La Cabaña del Tío Tom y setenta y ocho de que acabara la guerra, una niña negra de diez años, Eunice Kathleen Waynon, y gran talento musical da un recital de piano y sus padres, a todas luces orgullosos, acuden al evento para contemplar a su hija desde la primera fila, pero antes de que comenzara el concierto tuvieron que retirarse hacia las filas de atrás ya que los mejores asientos se reservaban a los asistentes blancos. Esa niña vivió de primera mano un racismo y marginación latentes que desde luego no debía de desconocer, sólo cuatro años antes su admirada cantante Marian Anderson no pudo ofrecer el recital al que se le había invitado en el Constitution Hall  de Washington por el hecho del color de su piel y a pesar de haber realizado una exitosa gira por Europa -cantó en Madrid ante García Lorca pocos meses antes de la trágica muerte del poeta español- y sin duda ambos hechos, el propio y el sufrido por Marian Anderson, fueron determinantes para que la jovencísima Eunice tomara conciencia de la lucha por la igualdad y participara en el movimiento por los derechos civiles, una vez convertida en una famosísima cantante con el nombre de Nina Simone.

La lucha por los derechos civiles fue adquiriendo durante los años cincuenta y sesenta del siglo XX una enorme importancia, la misma que tuvo un siglo antes el abolicionismo. Habían cambiado las condiciones legales, sí, pero no las sociales y políticas, la justa reclamación de igualdad se enfrentaba no sólo a la resistencia de sectores reaccionarios, sino, lo que es más difícil de cambiar, a un silencio cómplice de una mayoría que, aun pudiendo no estar conforme con la situación, asumía como normal la marginación e incluso la separación racial. Una película del 2002, Far from Heaven (“Lejos del Cielo”), de Todd Haynes, refleja a la perfección cómo se vivía esa cotidianidad durante los años cincuenta en los que de nuevo hubo que hacer frente a la segregación y al racismo con enormes movilizaciones, pero también con pequeños gestos.

Algunos de estos se dieron en transportes públicos, tal vez como una evocación inconsciente a ese ferrocarril subterráneo que había liberado a tantos esclavos. En junio de 1946 Irene Morgan Kirkaldy se negó a ceder su asiento en un autobús urbano de Virginia para que pudiera sentarse una pareja blanca. El 2 de marzo de 1955 Claudette Colvin, de 15 años, hizo lo propio y se negó a levantarse de su asiento en un autobús de Montgomery para que se sentara una mujer de mediana edad. Meses después, el 1 de diciembre de 1955, Rosa Parks, una activista negra contra la segregación, decidió rechazar la normativa que ordenaba que los negros se sentaran en los asientos traseros de los autobuses, reservando a los blancos los asientos delanteros, y se sentó en estos. Fue uno de los gestos más conocidos y recordados de un movimiento que a partir de entonces creció por todo el país, a la par que otras movilizaciones, la de los amerindios, la de los estudiantes, la de los trabajadores.

Un siglo después de la guerra civil el conflicto de la segregación produjo también sus víctimas, víctimas de una violencia desatada, descontrolada, cruenta. El 21 de febrero de 1965 se asesinaba a uno de los líderes negros más influyentes, Malcom X, y tres años después, el 4 de abril de 1968, caía abatido por unos disparos Martin Luther King. Ambos eran los nombres, sin duda, más conocidos de una amplia lucha por la igualdad, pero no fueron por desgracia los únicos. La violencia, no obstante, no limitó la movilización ni tampoco las conquistas que poco a poco se fueron ganando, conquistas que permitirían, lustros después, que un presidente no blanco nada menos llegara a la presidencia norteamericana. Por el camino hubo logros enormes, como eliminar las normas segregacionistas o, a escala mundial, el fin del régimen de apartheid en la República Sudafricana. Más de cien años de lucha contra la esclavitud, la segregación o el racismo podrían inducirnos a pensar que ya no veríamos escenas como las descritas, que las cosas cambiarían para siempre.

Pero algo no se ha debido hacer bien cuando vemos a principios del siglo XXI escenas que desearíamos imposibles y se vuelven a dar con frecuencia, con desmesurada frecuencia: muertes violentas de jóvenes negros a manos de la policía, represión, maltrato, insultos racistas cotidianos y muros levantados no sólo en Estados Unidos, también en Europa que buscan, nos dicen, que no entren los otros, los de otras tonalidades de piel. Se supone que ha habido un avance no sólo legal, también social y educativo, del mismo modo que uno imagina que se establecen en nuestra cotidianidad otras igualdades, como la igualdad entre sexos, y sin embargo los crímenes de mujeres siguen estando, incomprensiblemente, a la orden del día.


Es como la hidra cuyas cabezas se van regenerando, confrontándonos a un ser colectivo que es incapaz de superar la monstruosidad engendrada en lo más profundo del nosotros como sociedad. No superamos ese estado latente de segregación del diferente, volvemos de nuevo al discurso diferenciador, primacista, identitario. Escuchamos de nuevo los discursos racistas, disfrazados en una idea de seguridad, a veces incluso de libertad, que sólo transmite miedo y rechazo. O peor aún, que se expande a través de la asunción simple y cotidiana de la realidad o mediante una visión un tanto vanidosa de que basta con un click de solidaridad que poco esfuerzo merece y no nos saca de nuestra zona de confort.  Harriet Beecher Stowe escribió que «las lágrimas más amargas derramadas sobre las tumbas son por palabras que no se dijeron y hechos que no se hicieron».

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