En 1851 la escritora
norteamericana Harriet Beecher Stowe publicaba una novela, La Cabaña del Tío Tom, que no pasó desapercibida en Estados Unidos.
De hecho, fue la novela más leída a mediados del siglo XIX sólo superada por la
Biblia. Incidía de forma directa en el debate sobre la esclavitud, fundamental
en aquel país desde el siglo XVIII, tal como ocurría también en otros países
que se habían enriquecido con la mano de obra esclava. Surgió un movimiento
abolicionista que poco a poco se fue expandiendo en todo el territorio
norteamericano, gracias a la intervención de numerosas iglesias cristianas de
distintas denominaciones -Harriet Beecher Stowe estaba vinculada a una iglesia
congregacional- y también de sectores liberales y del incipiente movimiento
obrero. Algunos activistas cuáqueros crearon una red clandestina que se
encargaba de favorecer la fuga de esclavos desde los Estados del Sur, donde la
esclavitud era legal, hacia el Canadá o hacia los Estados del Norte, donde la
esclavitud estaba prohibida. Dicha red, denominada en clave como el Ferrocarril
Subterráneo -Underground Railroad-,
consiguió la libertad de miles de personas gracias a la labor de sus activistas
que se jugaban muchas veces años de cárcel e incluso la vida por su compromiso.
La guerra civil
(1861-1865) culminó con la abolición de la esclavitud en todo el territorio de
los Estados Unidos. Sin embargo, aun cuando el avance legal fue enorme, la
situación de los negros siguió siendo durante mucho tiempo penosa ya que eran
objeto de una marginación a veces tremenda, no sólo en las condiciones de
trabajo, también en las sociales y políticas.
En 1943, noventa y dos
años después de publicada La Cabaña del
Tío Tom y setenta y ocho de que acabara la guerra, una niña negra de diez
años, Eunice Kathleen Waynon, y gran talento musical da un recital de piano y
sus padres, a todas luces orgullosos, acuden al evento para contemplar a su
hija desde la primera fila, pero antes de que comenzara el concierto tuvieron
que retirarse hacia las filas de atrás ya que los mejores asientos se reservaban
a los asistentes blancos. Esa niña vivió de primera mano un racismo y
marginación latentes que desde luego no debía de desconocer, sólo cuatro años
antes su admirada cantante Marian Anderson no pudo ofrecer el recital al que se
le había invitado en el Constitution Hall
de Washington por el hecho del color de su piel y a pesar de haber
realizado una exitosa gira por Europa -cantó en Madrid ante García Lorca pocos
meses antes de la trágica muerte del poeta español- y sin duda ambos hechos, el
propio y el sufrido por Marian Anderson, fueron determinantes para que la
jovencísima Eunice tomara conciencia de la lucha por la igualdad y participara
en el movimiento por los derechos civiles, una vez convertida en una famosísima
cantante con el nombre de Nina Simone.
La lucha por los derechos
civiles fue adquiriendo durante los años cincuenta y sesenta del siglo XX una
enorme importancia, la misma que tuvo un siglo antes el abolicionismo. Habían
cambiado las condiciones legales, sí, pero no las sociales y políticas, la
justa reclamación de igualdad se enfrentaba no sólo a la resistencia de
sectores reaccionarios, sino, lo que es más difícil de cambiar, a un silencio
cómplice de una mayoría que, aun pudiendo no estar conforme con la situación,
asumía como normal la marginación e incluso la separación racial. Una película
del 2002, Far from Heaven (“Lejos del Cielo”), de Todd Haynes,
refleja a la perfección cómo se vivía esa cotidianidad durante los años
cincuenta en los que de nuevo hubo que hacer frente a la segregación y al
racismo con enormes movilizaciones, pero también con pequeños gestos.
Algunos de estos se
dieron en transportes públicos, tal vez como una evocación inconsciente a ese
ferrocarril subterráneo que había liberado a tantos esclavos. En junio de 1946
Irene Morgan Kirkaldy se negó a ceder su asiento en un autobús urbano de
Virginia para que pudiera sentarse una pareja blanca. El 2 de marzo de 1955
Claudette Colvin, de 15 años, hizo lo propio y se negó a levantarse de su
asiento en un autobús de Montgomery para que se sentara una mujer de mediana
edad. Meses después, el 1 de diciembre de 1955, Rosa Parks, una activista negra
contra la segregación, decidió rechazar la normativa que ordenaba que los
negros se sentaran en los asientos traseros de los autobuses, reservando a los
blancos los asientos delanteros, y se sentó en estos. Fue uno de los gestos más
conocidos y recordados de un movimiento que a partir de entonces creció por
todo el país, a la par que otras movilizaciones, la de los amerindios, la de
los estudiantes, la de los trabajadores.
Un siglo después de la
guerra civil el conflicto de la segregación produjo también sus víctimas,
víctimas de una violencia desatada, descontrolada, cruenta. El 21 de febrero de
1965 se asesinaba a uno de los líderes negros más influyentes, Malcom X, y tres
años después, el 4 de abril de 1968, caía abatido por unos disparos Martin
Luther King. Ambos eran los nombres, sin duda, más conocidos de una amplia
lucha por la igualdad, pero no fueron por desgracia los únicos. La violencia,
no obstante, no limitó la movilización ni tampoco las conquistas que poco a
poco se fueron ganando, conquistas que permitirían, lustros después, que un
presidente no blanco nada menos llegara a la presidencia norteamericana. Por el
camino hubo logros enormes, como eliminar las normas segregacionistas o, a
escala mundial, el fin del régimen de apartheid en la República Sudafricana.
Más de cien años de lucha contra la esclavitud, la segregación o el racismo
podrían inducirnos a pensar que ya no veríamos escenas como las descritas, que
las cosas cambiarían para siempre.
Pero algo no se ha debido
hacer bien cuando vemos a principios del siglo XXI escenas que desearíamos
imposibles y se vuelven a dar con frecuencia, con desmesurada frecuencia:
muertes violentas de jóvenes negros a manos de la policía, represión, maltrato,
insultos racistas cotidianos y muros levantados no sólo en Estados Unidos,
también en Europa que buscan, nos dicen, que no entren los otros, los de otras
tonalidades de piel. Se supone que ha habido un avance no sólo legal, también
social y educativo, del mismo modo que uno imagina que se establecen en nuestra
cotidianidad otras igualdades, como la igualdad entre sexos, y sin embargo los
crímenes de mujeres siguen estando, incomprensiblemente, a la orden del día.
Es como la hidra cuyas
cabezas se van regenerando, confrontándonos a un ser colectivo que es incapaz
de superar la monstruosidad engendrada en lo más profundo del nosotros como
sociedad. No superamos ese estado latente de segregación del diferente,
volvemos de nuevo al discurso diferenciador, primacista, identitario.
Escuchamos de nuevo los discursos racistas, disfrazados en una idea de
seguridad, a veces incluso de libertad, que sólo transmite miedo y rechazo. O
peor aún, que se expande a través de la asunción simple y cotidiana de la
realidad o mediante una visión un tanto vanidosa de que basta con un click de
solidaridad que poco esfuerzo merece y no nos saca de nuestra zona de confort. Harriet Beecher Stowe escribió que «las lágrimas más amargas derramadas sobre
las tumbas son por palabras que no se dijeron y hechos que no se hicieron».
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