La hija del comunista
Caballo de Troya, 2017
El año del centenario de
la Revolución Soviética está originando, como no podía ser menos, un aluvión de
ensayos históricos, de sesudos estudios sociales y políticos, de análisis de
una experiencia que se pretendía rupturista. Porque lo que la revolución
buscaba era romper con el desorden de un mundo que se estaba construyendo sobre
la miseria, la explotación y el trabajo en condiciones abusivas para millones
de personas. De ello hablan muchos escritores del siglo XIX que, bajo una perspectiva
realista, mostraron aquella infrahistoria
sobre la cual se levantaba el progreso y que enseñó no sin eficiencia a los
ideólogos de la transformación social el modelo de relaciones sociales vigente,
como muy bien reconoció el propio Marx, se ha recordado muchas veces, que dijo
haber aprendido más en las novelas de Balzac que en los profundos estudios
sociológicos de su época.
Aquella revolución fue
una eclosión ideológica, de una ideología con fines emancipadores, al menos en
la teoría, se esté o no de acuerdo con sus contenidos y valores, y que se fue
gestando a lo largo del siglo XIX y a inicios del siguiente. Miles de personas
se entusiasmaron con la revolución soviética. De los partidos adheridos a la II
Internacional, que sucumbieron a los cantos de sirena de sus respectivas
patrias durante la primera guerra mundial, traicionando sus principios
iniciales contra las guerras nacionalburguesas, surgieron los partidos
comunistas partidarios de la experiencia dirigida por Lenin y Trotsky. Ese
fantasma que recorría Europa anunciado por el Manifiesto Comunista ascendía un escalón más.
El resultado lo conocemos
bien: tras la muerte de Lenin la deriva de la Revolución Soviética fue reforzar
un aparato burocrático y absorbente, absolutista y represivo. El Partido ocupó
hasta el último hueco de la sociedad soviética, nada quedaba fuera del control
de la burocracia, devenida en élite, auspiciada y enderezada por un megalómano
Stalin que cosía y descosía pactos, acuerdos, traiciones, actas,
manipulaciones, dirigismos, ocultaciones. La guerra civil española fue el
inicio del expansionismo de la URSS que elevó al PCE, insignificante hasta el
inicio del conflicto, en árbitro de la situación, en parte por la política de
no intervención de las democracias europeas, en un experimento también de la represiva
obsesión de Stalin por cualquier disidencia a su izquierda, como se vio durante
ese Mayo del 37 sangriento. Tras la II Guerra Mundial la mitad de Europa quedó
supeditada a la URSS y se instauraron regímenes a su imagen y semejanza. Millones
de personas vivieron con más o menos interés, sufrieron con mayor o menor
dolor, afrontaron de un modo u otro ese peso de la historia, al que nadie escapaba
ni podía quedar indiferente.
Peso de la historia que
acompañará a lo largo del relato a Katia, peso de la historia que le marcará en
su día a día a lo largo de toda su vida. Como indica el título de la novela de
Aroa Moreno Durán, La hija del comunista,
Katia es hija de un militante comunista español que pierde la nacionalidad
y que encuentra finalmente refugio junto a su esposa en la República
Democrática Alemana. Katia crece en esa infrahistoria
convertida en la cotidianidad de esa otra Alemania, la vivirá como niña que
asumirá lo que ve y que va integrando a su existencia la normalidad creada por
la normatividad -«la razón ha
desencadenado lo real», afirmaba Max Weber-, normatividad que sin duda se
le escapa, que es invisible en la letra, pero no en espíritu, y que cuestionará
a medida que crece, no con planteamientos ideológicos, en ningún momento se
plantea posiciones ni en contra ni a favor de lo que hay, sino con la desidia
que causa el mencionado peso de la historia, hasta el punto de que la Historia
se vuelve casi otro personaje y protagonista de la novela.
Al igual que tantas otras
personas, decide huir de la RDA. Sin embargo, una vez instalada en la República
Federal, no se libra tampoco de la Historia, de su peso, de su presencia
agobiante, que le acompañará en su día a día, presente también en ese primer
viaje a España, la patria de su padre, pero no su patria del padre, porque en realidad la será, lo descubrimos
cuando ya no existe, la Alemania dejada atrás.
Todo ello se narra de un
modo escalonado y poético, la autora consigue transmitir un mar de sensaciones
y sentimientos, sin duda más importantes muchas veces que los intensos y
rotundos análisis de la realidad, lo que permite al lector, al menos a mí me ha
pasado, acompañar a Katia en cada momento, sin importar que estemos o no de
acuerdo con las decisiones que va adoptando. Porque no se trata de justificar
lo que hace, sino de comprender lo que hace, incluso cuando se pueda pensar que
uno haría otra cosa.
Y tal vez esto sea así
porque de lo que se trata, al fin y al cabo, es de vivir, vivir bajo el peso de
la Historia, a su pesar, en cada momento, en cada error, en cada decisión. En
definitiva, como dice en un momento dado Katia: «morir no da miedo. Lo que da pánico verdadero es deja de vivir».
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